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Centenario de Lezama Lima

La ronda de los nonatos

Una iniciación literaria en la casa de Trocadero 162, convertida en biblioteca municipal.

Missouri

"Qué tiempo demorará que este desconcierto se concierte, que a este caos le surja un cosmos con nariz y todo", pregunta Lezama a su hermana Eloísa en una carta de 1961, y el cosmos del caos habrá tenido lugar, pues por allí asomo yo que, como nariz propia o mundo, me veo y no me veo.

Subrayaba unas líneas que Lezama había dedicado en su segunda novela a la casa de Oppiano e Ynaca: "la casa era un malentendido donde se coincidía para una cita, aunque todos llegaban fuera de hora", o "La sucesión posible, nonatos coros de niños danzando en parques que no se han construido…", pero se me escapaba lo que había en ellas de la casa de Trocadero, conmigo apostada en alguno de sus rincones.

Nuestro cosmos imperceptible aunque narigón y, dentro de éste, el poeta cósmico. ¿Acaso esa fuga y tanteo de universos tuvo que ver con nuestro interés, tan poco fecundo y tan insistente, por la idea del sistema en la escritura de Lezama?

Un cosmos, y nuestro cosmos, el lugar de un hallazgo.

Era 1986, si no me equivoco, y la casa había sido convertida en una biblioteca donde a ratos se hacía una lectura o un taller literario. Muchos de aquellos a quienes recuerdo en mi primera visita a la casa de la calle Trocadero, la Biblioteca Municipal Lezama Lima, acabábamos de pasar por una selección y ya nos saludábamos y señalábamos como la gente de poesía de la Hermanos Saíz.

Desmantelada a medias, vaciada de sus cuadros y adornos pero donde todavía quedaban las hileras de libros, escaparates y vitrinas de madera oscura entre los que se hacía espacio algún mueble oficinesco de llegada reciente, la casa tenía mucho de una intimidad invadida, espacios donde la curiosidad podía volverse casi tan basta como la desatención, modales frágiles, confusos, que atravesaban las habitaciones hasta cuajar en aquel momento de la lectura, en la voz, las manos y los versos temblorosos del primerizo.

Había un lenguaje por cumplirse, las formas de una comunicación recóndita entre esa casa deshabitada a medias, que era también una biblioteca a medias, y el hecho de que se fuese en ella un visitante. Con nuestra presencia allí, que por supuesta y consentida tenía bastante de una intromisión supuesta y consentida, parecía que la casa se pondría a hablar. Las cabezas bajo el cono de la luz amarillenta, los poemas y comentarios, el aplauso destemplado, y unas pulgadas más allá de los cuerpos, las paredes que llegaban de una oscuridad de gruta. La gruta del tiempo. Alguna vez alguien anunció que se iría a mirar lo que había al fondo. Hubo quien dijo tener que pasar al baño y quien, tan pronto como había llegado, reparó en el declive del suelo, los canalillos dejados por el mecerse de un sillón en medio del hundimiento de la casa, mientras comentaba con los ojos llenos de suave malicia "miren lo que hizo el gordo". Las vitrinas y bultos de libros conseguían un trato más demorado, por lo que lejos ya de la casa sus visitantes, un breve revoloteo bastaba para comunicar que se seguía en compañía de alguna de aquellas piezas.

Propicia a toda clase de saqueos, saqueada y ya medio olvidada en sus comienzos mismos de biblioteca, la casa era el lugar entregado a nosotros. Era lo dado, recibido por el hurto. Sus señas de decadencia arrancaban un reparo dulzón, calmo o cansado antes de haber salido de la boca. Reparos vagos como las manchas de humedad en las que se posaban, el desvaído rostro de esas manchas encerradas con nosotros, junto a nosotros, en aquel lugar que todas las fuerzas y todos los elementos parecían habernos dado en uso. ¿Cuándo se aquietaría la mirada a la espera de que el ojo de aquellas habitaciones le devolviera el gesto? ¿Cuándo iría más allá de las lámparas al huevo de la casa? Mientras hago memoria creo ver a alguno de los poetas que presidían aquellos encuentros preguntando a los más jóvenes si sabíamos quién había vivido allí. Y esa mueca de la respuesta que se sabe con antelación domina el recuerdo de un momento que quizás no existió nunca sino que se fue haciendo de las medias palabras, los desquites y los silencios emponzoñados que ya nos rodeaban y con que nos seguiríamos rodeando.

Del diálogo con la casa podría decirse que si una habitación lo iniciaba, nuestros gestos y palabras lo deshacían. El descubrimiento y la apropiación (poseer en primer lugar, para, entonces, más tarde, saber qué se posee), impregnaban demasiado las maneras del grupo y la casa callaba. Los gestos, no importa si salían de una misma persona, volvían a ser desacompasados, tímidos y abruptos, como respuestas primeras a una cotidianeidad salpicada de anacronismos, a un pasado puesto en aquel presente. ¿Mirábamos con ojos demasiado recién abiertos para la costumbre? ¿Y qué era la costumbre, qué era el pasado? ¿Aquellos ambientes y muebles vetustos siempre un poco lastimosos por lo que también tenían de cosa familiar, del recuerdo de otros hogares? ¿Unas sensaciones que, mientras más íntimas y punzantes, más pronto se agotaban en un ángulo, una luz?      

Lezama Lima, el escritor difícil y que apenas sacado de su secreto despertaba el secreto de otras anécdotas y otros nombres, se fue convirtiendo en el motivo de muchas reuniones literarias y paseos. En los rumores no había conversación y, sin embargo, se insinuaba un trato, se fraguaba una complicidad. Quien traía un rumor parecía llegar de un sitio muy lejano. Acaso tan distante como lo que sería haber leído al escritor y poder recomendar algunas páginas suyas. Lezama, el gran poeta y novelista que había sido prohibido. El abandonado por quienes le eran más íntimos. El negado. El comilón que recibía pasteles podridos de regalo y llamadas de amenaza en mitad de la noche. El burgués. El homosexual… Los rumores eran aquella palabra siempre sorprendente, llamativa, y eran, además, lo intangible, lo puntual, lo muy discutible, lo equívoco. Lo que siempre conseguía regresar sobre sí mismo para poner a prueba, no aquello que decía, sino quien lo decía.

¿Por eso estábamos nosotros allí, en aquella casa lúgubre, deshabitada, pero con aquella utilidad de biblioteca que presentaba entonces, dotada de ese aspecto, abierta a unas tertulias donde conocernos y conocer a Lezama Lima, y leer en modestos impresos de hojas sueltas y sin ninguna clase de objeción algunos poemas suyos? La biblioteca en medio de la casa. Hecha visible en su provecho. Casa y biblioteca entre fosos y túneles de tiempo que nos eran imperceptibles. Como fosos y túneles ellas mismas. La biblioteca que, levantada en la casa decrépita, formada de todo cuanto tenía alrededor, se perdía en el tiempo sin dejar de ser lo actual. Pues ocurrió que muy pronto comenzamos a reconocernos en algo así como el instrumento de una corrección y hasta de una reparación. Gente enterada. Gente que ya podía leer y hablar de Lezama Lima, y probar de la voluptuosidad de unos rumores, esas palabras medio desprendidas de todo, orejas de nácar, caracoles pulidos, rotos y vueltos a pulir en la playa de aquellos primeros años de poeta, con nuestros recitales, nuestras lecturas y bibliotecas, nuestros encuentros y tutores.


Alessandra Molina nació en La Habana en 1968. Su último libro de poemas, Otras maneras de lo sin hueso, fue publicado en edición bilingüe, español y alemán, en Graz, Austria.

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