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Centenario de Lezama Lima

Lezama y los gozos de la fe

En los momentos de inevitable cansancio o desaliento, me suele bastar con abrir un texto tan hermoso y enigmático como 'Confluencias'

Barcelona

Yo no sé si hay escritores que trasmiten la fe. La fe en la literatura, quiero decir. Sí sé que hay escritores que me trasmiten la fe. Escritores como Lino Novás Calvo, Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, por hablar sólo, y para evitar confusiones inútiles, de los cubanos que han muerto.

José Lezama Lima es tal vez, de todos ellos, el que más fe me logra trasmitir. En los momentos de inevitable cansancio o desaliento, me suele bastar con abrir un texto tan hermoso y enigmático como Confluencias, aquel que cierra La cantidad hechizada. Casi de inmediato conjuro los tozudos demonios de la impotencia y la desesperación.

No pasa demasiado tiempo sin que abra Paradiso (y cuando digo Paradiso incluyo Oppiano Licario), por cualquier página, y lea con fruición para reencontrar un atajo hacia el entusiasmo.

No importa que "entienda" o "no entienda". Con Paradiso, con Lezama, no se trata de eso. Es algo más lúdico y más misterioso: dejarse llevar por el contento, por una fiesta que se halla por encima de cualquier otra realidad. Porque Paradiso y toda la obra de Lezama, como dijo alguna vez Vargas Llosa, es un "universo sensorial", y "ese despliegue casi desesperante de erudición —agregó el otro novelista— revela engolosinamiento, avidez, alegría infantil por toda esa vasta riqueza foránea",

La mayor certeza que Lezama comunica está para mí en su lado "aduanero Rousseau". Y eso es un elogio. Está en su juego. En su travesura. Supo ser un escritor divertidamente serio. Supo alborozarse a la hora de lanzar la flecha, sin pensar en el blanco. O mucho mejor: conoció que ese deleite de lanzar la flecha contenía el verdadero blanco.

Para mí es evidente: Lezama manejó fuerzas que lo arrebataban, que parecía que iban a destruirlo; destruyó el lenguaje y lo creó; durante el día careció de pasado y por la noche fue milenario; se acercó a las cosas por apetito y se alejó por repugnancia. Y cuando los tiempos fueron oscuros, supo encerrarse dignamente en su Vivarium, como Casiodoro, a la espera de mejores tiempos.

Esos tiempos, como debía ser, inevitablemente, no importa si vivo o muerto, llegaron para él. Era el ritmo hesicástico y siempre, para siempre, se volvía a comenzar.

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Abilio Estévez nació en La Habana en 1954. Su libro publicado más reciente es la novela El bailarín ruso de Montecarlo (Tusquets, Barcelona, 2010).

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