Todas las mañanas, yo hacía la cola de la lechería de la calle Trocadero y regresaba por la misma ruta a la casa de mi abuela, en la calle San Lázaro, entre Genio y Cárcel. Vivíamos cerca de La Punta, a unos pasos del Prado, en pleno Universo Lezama.
Después atravesaba la ciudad hasta San Alejandro, en las inmediaciones de Columbia. Un día, en el receso, discutí de literatura con un joven pintor de apellido Dopico, que me vio leyendo Retrato del artista adolescente y se burló de mí. Dopico sacó de su mochila un grueso tomo de papel barato, con la palabra Paradiso impresa en la portada. Era un libro raro, dijo. Y me ordenó que lo leyera de inmediato. Yo tenía entonces 15 años.
Paradiso es ese libro bíblico que un ángel te obliga a tragar. Habituado a las fantasías del modernismo europeo y norteamericano, "lo cubano" en la música y en la literatura me resultaba ajeno. Los lectores de mi época entendieron mejor al Stephen Dédalus que dijo "No he de servir aquello en lo que ya no creo", o al Meursault de El extranjero, o a Tonio Kroger en diálogo con Lisabeta Ivanova. Lezama Lima vino a alborotar nuestro sistema: "Éste nos ha dejado sin hora y ha escrito cosas en el muro que trastornan a los viejos en sus relaciones con los jóvenes…"
Más tarde leí por mi cuenta Muerte de Narciso en un apartado pupitre de la biblioteca Simón Bolívar. Volví a experimentar la misma extrañeza. ¿Qué pensar de "granizados toronjiles y ríos de velamen congelados"? Di por concluidas mis lecturas lezamianas, devolví los libros.
Una mañana, de vuelta a la lechería, vi al gran hombre en mangas de camisa, asomado a la famosa ventana. Le hacía señas con la mano a alguien en la cola. Con mi litro de leche bajo el brazo, me acerqué a él.
El escritor me miró espantado. Le dije, por decir algo: "¡Maestro!", y entonces se retiró apresuradamente de la ventana. Más allá, en las brumas del apartamento, vi pasar a una mujer en bata de casa. Hubo un leve ajetreo y enseguida se cerraron las persianas. Me quedé allí un instante, con la palabra en la boca. Me temblaban las piernas.
¿Qué le hubiese dicho a Lezama? Quizás que me gustaba, o que no lo entendía. ¿Me lo leyó en la cara? En la suya leí disgusto y exasperación. ¿Necesitaba el Maestro que alguien le alcanzara la leche? No se qué pasó exactamente en esos quince segundos.
De vuelta a casa me sentí triste y confundido. Lezama vivía entonces en el ostracismo, pero yo no lo sabía. Descubrí Analecta del reloj en un estante de San Alejandro. Después leí La cantidad hechizada, y esa historia secreta que es la Antología, en tres tomos. Fui entendiéndolo poco a poco. Todavía lo frecuento, y no lo conozco.
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Néstor Díaz de Villegas nació en Cumanayagua en 1956. Poeta y ensayista.