Si como dice Boris Groys: "el lenguaje es ante todo un bien colectivo, una competencia general", nadie atentó más contra ese bien colectivo en idioma español que Lezama Lima. No sólo convirtió el idioma, ese artefacto que el cubano parece heredar directamente de los barrocos españoles y el modernismo latinoamericano, en un búnker secreto, muchas veces ilegible y la mayoría de las veces kitsch. Sino que, como recuerda Severo Sarduy, lo convierte en una constante ideológica: gasto, plusvalía, exceso, usura, derroche. Nadie hizo del español del siglo XX algo más inservible que Lezama Lima.
Paradiso, la novela que según "el etrusco de La Habana Vieja" le había tomado treinta y nueve años escribir, sería un ejemplo radical de lo que arribo afirmo. Su trama es endeble, las setecientas páginas del libro resultan aburridas (las comas llegaron a desesperar incluso a un lector tan avisado como Julio Cortázar), el vocabulario del autor de Muerte de Narciso es profundamente inactual, sus citas casi siempre son falsas y, para colmo, nadie parecía estar más consciente de todo esto que Lezama, el cual respondió a uno de las tantas acusaciones de pornografía que la moral casta y pura de la revolución lanzó contra Paradiso, haciendo el chiste del diccionario: si con una mano alguien sostiene la novela y, con la otra (con la otra mano, se sobreentiende) un diccionario (para buscar todas las palabras que no conoce), ¿con cuál mano se masturbará entonces?
Respuesta que bajo su socarronería —muchos de los textos de Lezama parecen estar traspasados por esa socarronería tan propia de los solares de La Habana— esconde algo aún mucho más potente: el de una visión del escritor como un ser atemporal que lucha contra la banalidad y el sinsentido de su tiempo: político, ontológico, civil, cultural... Una visión del escritor como una especie de falso luchador de sumo.
Sin duda, una de las cosas que hicieron grande a Lezama es la de haber encarnado a la perfección, incluso físicamente, su papel de falso luchador de sumo. Paradiso y muchos de sus poemas no sólo son una puesta en escena de la lucha contra el estereotipo y lo lisible (lo lisible de un idioma que muchas veces es absurdo o carece de lógica); también, responden a esa visión del que sabe que un estilo para ser grande tiene que ser, mutatis mutandis, engreído, mastodóntico, irreal, bufo, asmático; y en este sentido nadie más asmático que Lezama. Convirtió al español en una suerte de chino ilegible y para más inri le colgó encima un programa poético para hacernos creer que su chino falso era en verdad chino verdadero: el chino verdadero de un chino transpolado a las antillas. Convirtió a la literatura cubana, de Orígenes a la fecha, en una suerte de literatura-complot, no sólo para leer la tradición desde su propia "falla", sino para descentrarla de una vez por todas, travestirla.
¿Pudieran haber surgido estilos tan particulares como los de Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, Leónidas Lamborghini, José Donoso..., sino hubieran sido golpeados en su momento por un imaginario tan narcisista y poco económico como el de Lezama Lima?
Lo más seguro es que no. Latinoamérica, tan pródiga en buenos estilos literarios como en malas ficciones políticas, ha recurrido siempre a la literatura para construir una crítica donde lo ideológico pudiese ser emplazado pero no leído; eso que Derrida en uno de sus mejores ensayos llama la tachadura. Y mucho de este juego con el locus, el tempo, la nación: la nación-carcelaria y la nación-barroca, está conectado precisamente a ese derroche de las prosas y poemas de Lezama Lima, a ese estilo inservible y del todo inimitable que mencionaba antes. De ahí que su literatura en los años ochenta del siglo pasado, cuando la realidad cubana pasaba por uno de sus momentos más despóticos y su nombre (el de Lezama, por supuesto) volvía a ser de nuevo público, significase entre otras cosas una posibilidad política de hablar y sugerir sin decir explícitamente nada, un situarse al otro lado de donde se colocaba —y te colocaba— la cuchillita totalitaria cubana.
Cuchilla que rasuró en la Isla a todos por igual, empezando por los integrantes del grupo literario Orígenes, católicos confesos todos (la conversión de Cintio Vitier a la religión castrista sobrepasa estas páginas), y vino a anestesiar algo que ya Lezama había comenzado treinta años antes de manera más grande y menos sangrienta: la construcción del delirio. Más allá de sus novelas, de poemas tan exactos como Muerte de Narciso u Oda a Julián del Casal, de sus Las eras imaginarias, a Lezama los que escribimos en español le debemos algo que no existía antes en la literatura hispanoamericana: el delirio como estructura verbal y espacio contracanónico. El delirio como archivo. Y ese espacio ni siquiera la revolución, mucho más obsesiva y perversa que Lezama, pudo hacerlo desaparecer. Para eso el etrusco, el peregrino, el sabio de La Habana Vieja había construido ya una internacional del delirio. Su rococó, su prosa espesa y fallida, su "chispa errante de su errante verde" así lo demuestran.
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Carlos A. Aguilera nació en La Habana en 1970. Poeta. Fue uno de los fundadores del grupo literario Diáspora(s).