De espaldas a las leyes que rigen los fenómenos económicos, el Gobierno cubano insiste en mantener la economía subordinada a la ideología y a intereses extraeconómicos. Mientras tanto, el país se hunde.
La insistencia en relegar la economía de mercado —que no es capitalista ni socialista, sino un resultado de la experiencia humana— ha conducido a un punto en el cual, con voluntad política o sin ella, no existe otra opción que cambiar; es decir, retomar el camino que nunca se debió abandonar.
La economía cubana requiere de una fuerte inyección de capital y de inversiones, pero esto no serviría de nada si antes no se restituyen las libertades. Sin ellas, sucedería lo ocurrido con las enormes subvenciones soviéticas y venezolanas, y con los préstamos de países y organismos internacionales, que además de no pagarse, en nada contribuyeron al despegue de la economía.
El hecho demostrado y demostrable es que, desmovilizada la iniciativa y la creatividad popular, la producción obtenida ha sido incapaz de satisfacer las necesidades más elementales de los cubanos. Otros factores como el diferendo con Estados Unidos, los fenómenos atmosféricos y la Covid-19 han actuado como factores contribuyentes, no como causantes de la crisis.
En ese complejo escenario, la política del nuevo inquilino de la Casa Blanca tendrá un impacto en Cuba, algo que no ha pasado desapercibido para las autoridades de la Isla.
El domingo 8 de noviembre, el presidente Miguel Díaz-Canel transmitió un mensaje en su cuenta de Twitter: "Reconocemos que, en sus elecciones presidenciales, el pueblo de EE.UU ha optado por un nuevo rumbo. Creemos en la posibilidad de una relación bilateral constructiva y respetuosa de las diferencias".
El día 11 de ese mes, el embajador cubano en Washington, José Ramón Cabañas, en un encuentro online titulado Respuestas a la elección presidencial estadounidense: ¿qué le espera a Cuba?, afirmó que su gobierno estaba dispuesto a discutir sus diferencias con Washington, buscar puntos comunes y llegar a un acuerdo.
Sin embargo, esas señales son insuficientes. Hace 14 años, el 8 de agosto de 2006, Raúl Castro emitió señales similares: "la disposición a normalizar las relaciones con Estados Unidos en un plano de igualdad". Y el 2 de diciembre de ese mismo año, en el discurso pronunciado en la Plaza de la Revolución, reiteró dicho planteamiento.
En 2017, apenas Donald Trump asumió la presidencia, el senador Patrick Leahy dio a conocer que Raúl Castro le entregó dos copias firmadas del discurso pronunciado en la V Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la CELAC, celebrada en República Dominicana, donde expresaba la voluntad de negociar.
El resultado de las declaraciones citadas demuestra que las mismas resultan nulas si no se acompañan con hechos prácticos: en 2015 se restablecieron las relaciones diplomáticas, se reabrieron las embajadas, el presidente Barack Obama viajó a Cuba en visita oficial. Sin embargo, se regresó a la confrontación.
¿Qué significan una relación bilateral constructiva y respetuosa de las diferencias o la disposición a discutirlas, buscar puntos comunes y llegar a un acuerdo con Washington?
Si se reconoce que la confrontación fracasó y se regresa a la política, en la negociación rigen principios diferentes a los de la guerra: hay que estar dispuesto a ceder.
El 20 de enero de 2015, Barack Obama planteó: "Estamos poniendo fin a una política que debería haber terminado hace tiempo. Cuando uno hace algo que no funciona durante 50 años es hora de probar algo nuevo".
Como la suspensión del embargo no es prerrogativa del presidente, promulgó seis paquetes de medidas para flexibilizarlo y añadió una Directiva Presidencial, en octubre de 2016, con seis objetivos a mediano plazo para hacer irreversible los avances logrados. Con esas medidas aumentaron los viajes a Cuba, llegaron los cruceros, se reiniciaron los vuelos, comenzó la transportación directa de correo, se establecieron acuerdos con empresas estadounidenses de telecomunicaciones y se facilitaron las negociaciones con otros países. Dos de las medidas que no fructificaron, no fueron responsabilidad de Estados Unidos: la instalación en Mariel de una planta para ensamblar anualmente mil tractores pequeños que se venderían a menos de 10.000 dólares a los agricultores independientes, y la inclusión del café producido por privados en la lista de productos comercializables en Estados Unidos.
La parte cubana se limitó a permitir a los cubanos hospedarse en hoteles reservados para turistas, comprar computadoras, DVD y líneas de telefonía móvil, vender su casa o su auto, salir del país sin tener que pedir permiso y abrir puntos públicos de acceso a Wifi. Medidas que pusieron de manifiesto hasta que punto habían retrocedido los derechos en Cuba.
La negativa a destrabar la economía y restituir las libertades para empoderar a los cubanos fue el talón de Aquiles de las negociaciones.
Aunque hubo marcadas diferencias en la política hacia Cuba, en las diez administraciones que van de Dwight D. Eisenhower a George W. Bush, suponiendo que todas hubieran sostenido una política hostil hacia Cuba, la administración número once, la de Barack Obama, cambió la política, y Cuba no aprovechó la oportunidad. La duodécima administración, la de Donald Trump, giró nuevamente hacia la confrontación. Ello significa que la política de Estados Unidos ha sufrido cambios. La de las autoridades de la Isla, más allá de las declaraciones, se mantuvo en la posición de no cambiar nada que amenazara al poder. No se cambió en las primeras diez administraciones, no se cambió con la de Obama, tampoco con la de Trump. Es decir, las declaraciones han carecido de la correspondiente voluntad política para cambiar.
No existe otro camino que marchar con la historia: hacia los cambios o hacia la hecatombe. Y en esta última tampoco se podrá conservar el poder. El tiempo se agotó, pero los cambios son ineludibles, aunque en un escenario mucho más desfavorable, tanto en el plano nacional como en el internacional.
Marchar con la historia implica, entre otras muchas cosas: ratificar los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, firmados desde 2008; entregar en propiedad personal o cooperativa la tierra en usufructo y la que el Estado ha sido incapaz de hacer producir; permitir la creación de micros, pequeñas y medianas empresas con personalidad jurídica; retirar el apellido de "extranjera" a la Ley de Inversiones, para que los cubanos puedan ser empresarios en su propio país; y liberar el comercio interno y externo del monopolio del Estado.
Aunque la nueva administración no de una marcha atrás de forma absoluta respecto a la de Trump, tampoco hará tanto como la de Obama si la parte cubana no da señales claras de cambio. Joe Biden tiene la experiencia de lo ocurrido con las medidas de Obama, cuando él era vicepresidente. Es decir, eliminará algunas restricciones y mantendrá otras, en dependencia de qué haga el Gobierno de Cuba.
La decisión de no cambiar para conservar el poder ha demostrado que, sin cambiar, tampoco es posible conservarlo. La pelota está de nuevo en la cancha de Cuba. El orden de la solución debe ser primero a lo interno para propiciar el empoderamiento del pueblo. La normalización de las relaciones con Estados Unidos serían una consecuencia de ese giro. No sería una rendición frente al "enemigo", sino el otorgamiento de los derechos y libertades al propio pueblo.
El alto Oficial de Inteligencia cubana, JOSÉ RAMÓN CABAÑAS esta totalmente equivocado. Afirmó ''que su gobierno estaba dispuesto a discutir sus diferencias con Washington, buscar puntos comunes y llegar a un acuerdo...'' NI HAY PUNTOS COMUNES, NI HAY ACUERDO ALGUNO Y SÍ MUCHAS DIFERENCIAS.
Mientras exista la dictadura totalitaria, criminal y mafiosa que desgobierna en Cuba , nada efectivo saldrá a favor de ellos desde Washington.
Que razon tendrìa el regimen para cambiar ahora que Biden es Presidente? Cuatro años màs de "allì fumè" sin cambios reales en Cuba. Eso se va a acabar cuando el pueblo finalmente se canse de sus dirigentes, se organice y lo cambie.