No nos ayudó al pueblo cubano en nuestra larga lucha de liberación. Pospuso hasta más allá de su propia muerte la misión moral de la Iglesia Católica, que es enseñar a sus fieles cómo vivir en la verdad, al precio que sea necesario, con tal de no claudicar en nuestra dignidad humana.
En este sentido, distanció a Cuba de Dios y la acercó cómplicemente al dogma ateo de los déspotas en el poder a perpetuidad.
Su hegemonía clerical culmina casi en debacle humanitaria, legándonos una comunidad cristiana en crisis, un catolicismo tan en retirada como en estampida, un clero sin renovación entre las nuevas generaciones de creyentes, un exilio sin esperanzas de la menor concordia con quienes no se exiliaron, y una nación sumida miserablemente en la cultura del miedo, la mentira y la maldad al por mayor.
Al respecto, el cardenal Jaime Ortega y Alamino (1936-2019) estuvo o se hizo el ciego. En cualquier caso, la sorna de su sempiterna sonrisa fue un sinónimo de la crueldad, juez y parte del genocidio filantrópico de la revolución cubana. Una sonrisita de ángel, que es la más perversa, pues al menos el demonio no pretende el don de la santidad.
Respondió directamente a las órdenes del militariado corporativo que ejerce el control centralizado de los cuerpos y las conciencias en la Isla. Acató el estilo personalista y populista de imponer su voluntad a conveniencia, en lugar de regirse por los designios divinos de Dios y su dogma en la Tierra.
Fue un proselitista de las cuestiones de Estado cuando (y únicamente cuando) el Estado lo autorizó: un mediocre ministro de asuntos religiosos, una tuerca apretando la ecuación nacional para que nunca se solucione, una palanca purpurada en el grosero garrote de izquierdas que ha cauterizado a Cuba. Por lo que también fue una pieza integral del totalitarismo institucionalizado en la Isla y, como tal, contribuyó a su perpetuación a expensas de nuestra soberanía secuestrada constitucionalmente por los totalitarios.
Podrá haber ayudado a expatriarse a tres o cuatro, acaso a 30 o 400.000. Es decir, ayudó a los Castro al construir el concepto de exilio como otro mecanismo de gobernabilidad. Podrá haber sido un erudito eclesiástico y haber amado como ninguno a la cultura y la tradición nacional cubanas. Tanto conocimiento y tanta cultura y, total, ¿para qué?
Maniobró y manipuló del poder al poder y de la élite a la élite, con su fidelismo en fase Fouché, al mejor estilo de un reaccionario en traje de no radical.
Podrá haber sido un varón atormentado por sus debilidades carnales, a imagen y semejanza de las tentaciones terrenas de nuestra mente y corazón caribe. Y podrá haberse arrepentido de violar ciertos votos castos de juventud, según envejecía rodeado por varones a su vez atormentados por sus debilidades carnales, como todo cubano en una Cuba castrada donde hasta el amor es inmoral.
Pero, ante el juicio final de la Historia o del Padre, lo único que no podrá reclamar nuestro prelado en jefe es haber sembrado una sola frase de libre albedrío entre sus contemporáneos: nosotros, los sobremurientes de un futuro fósil. Los mismos que, si alguna vez nos sentimos representados por Jaime Ortega Alamino ante las sociedades abiertas de la civilización occidental, ese sueño de espiritualidad finisecular nos duró menos que un merengue en las puertas bulímicas del seminario.
Su alma podrá descansar o podrá no descansar en paz. Eso solo Dios o la ausencia de Dios lo saben. Pero, al menos sobre la Tierra, hoy no rodarán demasiadas lágrimas a nombre del segundo de los cardenales cubanos. De Arteaga a Ortega fue un gran trecho.
Ahora, por supuesto, le toca el turno a la patética parodia de un sacro entierro gubernamental, con esquelita necrológica firmada por algún laico comunista en la prensa rehén del régimen. La Habana, como Roma, tampoco paga a sus traidores, sino que los desprecia con esa indolencia tan típica de los tiranos ya sin épica.
Si alguna vez fue querido, ya nunca será extrañado por nadie. Su muerte nos doblega de tristeza, sí, porque se va sin despedirse ni disculparse. Como el comandante cadáver y como todos los carceleros y carniceros de la cubanía.
Acaso el cardenal haya pedido también ser cremado, como corresponde a los cobardes en Cristo. La soledad de Jaime Ortega y Alamino en su muerte diríase que supera la de cada uno de los Castro, juntos y por separado. Ha fallecido un síntoma pero, en parte gracias a su leporino legado, la enfermedad permanece saludablemente intacta.