Hace un par de semanas, la Secretaría de Cultura de México acusó de apropiación cultural a la diseñadora Carolina Herrera por inspirarse en temas de las culturas indígenas para su colección de verano.
Diríamos que las autoridades mexicanas están haciendo el ridículo. Nada de eso. Están haciendo historia. Si no me equivoco, es la primera vez que el tópico de apropiación cultural, uno de los más agresivos en el arsenal de la corrección política, pasa a ser una cuestión de Estado.
En una carta dirigida el 10 de junio a Herrera y al diseñador Wes Gordon, la secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, exige una explicación pública por haber tomado motivos que forman parte de la "cosmovisión" de comunidades indígenas. Según Frausto, se trata de un principio de consideración ética que obliga a poner sobre la mesa un tema impostergable: promover la inclusión y hacer visibles a los invisibles. De paso, Frausto propone encontrar una vía para remunerar a las artesanas autóctonas.
Los manuales de la corrección política identifican como apropiación cultural la adopción inapropiada de costumbres, prácticas, ideas, etc., de un pueblo o sociedad por miembros de otros pueblos o sociedades. ¿Qué factores hacen inapropiada la adopción? Hmmm, no se entra en esos detalles.
Por lo general, el pecado concierne principalmente a los miembros de los pueblos y sociedades desarrollados. Oportuna salvedad que impediría a griegos y romanos, por ejemplo, reclamar derechos y compensaciones por el empleo universal de sus respectivos acerbos culturales.
Este es uno de esos temas que te dejan en un dilema. Si lo tomas en cuenta, sientes que pierdes el tiempo. Si no lo tomas en cuenta, sientes que pierdes el sentido común. Solo la más obtusa demagogia, en un contexto de autoinfligida ignorancia, puede penalizar la natural y libre correspondencia entre las culturas. Tanto más cuando se trata de contenidos folclóricos cuya creación y transmisión se producen de manera espontánea como expresión de un carácter local, abierto a un continuo, informal y, por suerte, incontrolable proceso de interpretación y reelaboración.
La tesis de la apropiación cultural es un ardid segregacionista y extorsionador contra aquello que la izquierda progresista identifica perversamente como la cultura del hombre blanco. Coincide con supremacistas y fascistas al negar el incesante mestizaje, la apertura a la diversidad y la desprejuiciada selección de valores que caracteriza a la civilización occidental.
Desde su atalaya, los guardianes de la censura rastrean un inabarcable territorio. Pueden prohibir a las estudiantes blancas de college el trenzado tradicional de las mujeres de África (los cornrows) lo mismo que cancelar una fiesta de disfraces para niños de preescolar en Halloween. De haber regido estas prescripciones entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX nos hubiéramos quedado sin Gauguin y el Aduanero Rousseau. No pensemos ya en el período africano de Picasso.
Resulta irónico que el celo de la apropiación cultural contemple muchas sendas de ida pero ninguna de vuelta. Festejemos que a las tejedoras de Saltillo se les deje apropiarse de la cultura de los otros. Ante una septicemia, ¿quién va ponerse a pensar en el origen patriarcal y eurocéntrico de la penicilina? En su viaje al mercado desde las serranías de Oaxaca, ¿deberían echarse a andar a pie las artesanas de Santa María Tlahuitoltepec, ofendidas por el impacto colonialista de la rueda?
Una constante en la presidencia de Andrés Manuel López Obrador ha sido la manipulación demagógica de las comunidades indígenas. Recordemos su reciente reclamo a España para que pidiera perdón por la Conquista. La desmesura de estas y otras movidas obliga a mirar con recelo. Quizás no sean episodios de una desfasada mentalidad de izquierda, sino los pasos de una bien planeada estrategia para provocar una trágica ruptura en la sociedad mexicana.
A la hora de hacer visible lo invisible en este circo mexicano puede que de la chistera indigenista no veamos salir precisamente a las nobles bordadoras de Aguacatenango.