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Opinión

Maduro, Díaz-Canel y la legitimidad

Lo que ocurre en Venezuela es el prólogo de lo que sucederá en Cuba, presidida también por un funcionario obediente, elegido a dedo por un dictador menguante y obligado a buscar apoyo entre la jerarquía militar.

Málaga

"Con las bayonetas se puede hacer de todo, menos sentarse sobre ellas". La frase, atribuida al príncipe de Talleyrand, ilustra lo que ocurre estos días en Venezuela. El presidente Nicolás Maduro, en jaque por la insubordinación de la mayoría de la sociedad y el asedio de las democracias occidentales, se disfraza de militar, se refugia en las filas del generalato y se hace filmar rodeado de las tropas más fieles, que lo jalean.

A pesar de la penetración del aparato de seguridad cubano en el ejército de ese país, la adhesión mayoritaria de las fuerzas armadas al régimen chavista sigue siendo problemática. Entre deserciones y conatos de sublevación, hay múltiples síntomas de que el control del ejecutivo es deficiente, al menos en los estratos intermedios de la jerarquía.

Eso apunta a una crisis de autoridad, es decir, de legitimidad. Por ahora, Maduro conserva el poder, porque cuenta con suficientes bayonetas, pero no tiene donde sentarse tranquilamente, porque existe la impresión generalizada de que su mandato es fraudulento. Y la tarea de gobernar es un ejercicio sedentario: escaño, sede, trono, poltrona o curul, la autoridad ha de asentarse simbólicamente sobre la fuerza de la opinión pública. 

En las sociedades modernas, esa legitimidad solo la otorga el voto —libre, plural y con garantías— del pueblo soberano. Gobierna el que obtiene mayoría en comicios limpios, con el compromiso de respetar las opiniones de todos los demás. Cuantos intentos se han realizado de fundar un régimen sobre el triunfo de una minoría violenta y excluyente, han fracasado hasta ahora. Algunos experimentos han durado varias décadas, otros perduran todavía, pero nadie duda de que, en términos históricos, esos regímenes han de pasar tarde o temprano por las horcas caudinas del sufragio popular. Y el resultado es previsible. De ahí que los epígonos de Hugo Chávez se nieguen a someterse a esa prueba en igualdad de condiciones con la oposición. 

Tras la constitución del Foro de Sao Paulo, patrocinado por Fidel Castro y Lula da Silva en 1992, la izquierda latinoamericana abandonó la vía leninista del golpe de Estado (que eso y no otra cosa fue la Revolución de Octubre) y adoptó el modelo nazi de acceso al poder mediante las urnas. El naufragio del comunismo en Europa, la desaparición de la Unión Soviética y la quiebra de la economía cubana les obligaban a cambiar de estrategia. Ya no se podría tomar el Palacio de Invierno ni reproducir la insurrección rural de la Sierra Maestra; ahora el camino era el avance gradual en el terreno político, con aparente respeto de la legalidad constituida, hasta ganar las elecciones por medios democráticos. En esencia, esa fue la táctica del "socialismo del siglo XXI", que tanta tinta ha hecho correr estos años y a cuyo desenlace asistimos ahora en América Latina. 

Una vez instalado en el poder, el caudillo victorioso podría cambiar la Constitución para perpetuarse en el mando y comenzar a vaciar de contenido las instituciones burguesas, sin modificar la fachada. Lo mismo que había hecho Hitler a partir de enero de 1933, solo que Chávez, por consejo de Castro, procedió más lentamente. Visto del exterior, el régimen ostentaría todos los rasgos formales de una democracia: partidos políticos, parlamento, tribunales, sindicatos y prensa independiente. Pero en el interior los recursos se emplearían sobre todo en reclutar a una clientela de estómagos agradecidos que garantizaría el voto en elecciones sucesivas (cuantas más, mejor), corromper a los dirigentes sociales e implantar paulatinamente los mecanismos de control y represión.

El método funcionó razonablemente bien  en Venezuela, mientras duró el auge del petróleo en el mercado mundial y entró libremente el dinero del narcotráfico. Cuando los precios se desplomaron, el país quedó en una situación mucho peor que antes del advenimiento del caudillo de Barinas, porque el aparato productivo ya empezaba a descomponerse, los recursos se habían dilapidado, la sociedad se hallaba fracturada y los derechos y las libertades estaban en vías de extinción. Según la organización Transparencia Internacional, Venezuela figura hoy entre los 15 Estados más corruptos del mundo y en el índice de competitividad del Foro Económico Mundial ocupa el puesto 130 de los 138 países analizados. 

La estrategia del socialismo del siglo XXI adolece además de un inconveniente fundamental: el déficit de legitimidad se agrava cuando desaparece el caudillo fundador y sus herederos asumen el mando. En ese sentido, lo que ocurre ahora en Venezuela es el prólogo de lo que sucederá mañana en Cuba.

Díaz-Canel es nuestro Nicolás Maduro: un funcionario obediente, elegido a dedo por un dictador menguante y obligado a buscar entre la jerarquía militar los apoyos que no encuentra en la sociedad civil. De modo que las similitudes son más profundas que la simple esbeltez atlética, el parecido nivel intelectual, la elegancia expresiva o la pasión por el baile y la tumbadora. Son epígonos intercambiables de la era poscomunista que se niegan a aceptar su destino de sepultureros del sistema.

Por supuesto, las circunstancias cubanas serán diferentes, porque los factores iniciales —insularidad, eficacia policial, deterioro de la sociedad civil, disponibilidad de recursos— también lo son. Pero el giro positivo de la comunidad internacional en defensa de los valores democráticos genera asimismo un contexto distinto, muy desfavorable para las dictaduras. El régimen parece hoy un bloque monolítico, instalado para siempre sobre la Isla. En realidad es una escenografía de cartón piedra apuntalada por las bayonetas. Tras bambalinas, la corrupción, el escepticismo y la desesperanza socavan los cimientos del sistema. El simulacro de adhesión permanente (desfiles, manifiestos, referendos y elecciones que arrojan un 95 por ciento de votos afirmativos) enmascara en parte el proceso de descomposición. Pero el día menos pensado una minoría decide sincerarse y empieza a vivir de acuerdo con sus convicciones más íntimas. Abandona la trizofrenia y trata de conciliar lo que piensa con lo que dice y lo que hace. Y a partir de ese momento, el cambio se desencadena y sorprende por su rapidez. 

A nadie se le ocurre afirmar que el régimen chavista vaya a durar mucho tiempo. Tampoco el sultanato cubano es un sistema viable. Privado de los recursos que extrae de Venezuela, arruinado por la inepcia económica y carente de legitimidad, el Gobierno de Díaz-Canel se verá pronto abocado a una situación insostenible.

Sesenta años son una eternidad para cualquier ser humano, pero en la vida de un país no es un plazo demasiado largo. Es casi lo mismo que duraron en Cuba el régimen de las Facultades Omnímodas (1825-1880) o la República (1902-1959), y algo menos de lo que sobrevivió el sistema nacido de la Revolución de Octubre, que en su momento también parecía inmortal, pero que se derrumbó en pocos meses. Entonces 20 millones de militantes con el carnet del PCUS en el bolsillo se marcharon tranquilamente a sus casas, a cambiarse de camisa.

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