No pocas personas confunden conflictos con protestas. Los conflictos pueden existir en estado latente, por graves que sean. Las protestas, cuando finalmente ocurren, son las que hacen visibles los conflictos.
Al aproximarse el sexagésimo aniversario del ascenso del castrismo al poder, el pulso entre ciudadanía y Estado totalitario ha sido la tendencia más interesante.
Quizás el rasgo más notable de la sociedad civil cubana en 2018 haya sido la creciente tendencia ciudadana a hacer visibles, con diversos modos de resistencia y protesta, los conflictos que hasta ahora la han afectado de manera latente.
En la raíz de todo conflicto —sea de vivienda, transporte, costo de vida, insalubridad pública, u otros— hay una violación de derechos humanos. Porque cuando se le niega a la población libertades políticas y civiles básicas, cualesquiera que sean los nombres e intenciones de las personas que conforman el Gobierno, resulta imposible satisfacer las demandas sociales y económicas de la ciudadanía.
Por esa razón, mientras no se produzca un cambio general de ese régimen de gobierno no podrán liberarse a plenitud las fuerzas productivas, los recursos y el talento de toda la población para producir riquezas y promover una prosperidad generalizada.
Sin embargo, muchos ciudadanos pueden desde ahora aprender el arte de organizarse, presionar y ganar batallas al Estado totalitario en el terreno económico, social y/o cultural. Nada resulta más contagioso que el entusiasmo colectivo que inspira ganarle una victoria a los opresores.
En el ecosistema de tecnologías digitales que hoy existe en la Isla (pese a la baja conectividad a internet) la vocación de resistir se torna viral al diseminarse por medio de dos millones de celulares, fotos y textos sobre el desastre nacional y la represión.
En 2018 numerosos ciudadanos —cuentapropistas, artistas, médicos enfrentados a los abusos durante sus misiones en el exterior, pobladores a quienes iban a desalojar y derrumbar sus viviendas, vecinos que se unieron para exigir de una vez por todas que se reparen fosas desbordadas y muchos otros— han hecho visibles, con acciones públicas, los conflictos que los afectan.
Respuesta ciudadana ante los conflictos
Además de los grupos de oposición directamente política, se ha visto que la ciudadanía tiene dos maneras de reaccionar ante los problemas:
a) La queja privada, a veces acompañada de alguna solicitud burocrática al Estado.
Muchas personas se lamentan en el círculo familiar y de amigos o incluso en un lugar donde su identidad no sea fácilmente revelada, como son los taxis, ómnibus, colas, etc. Otras "elevan" sus suplicas y quejas al Estado.
El Gobierno fomenta esta actitud, en oposición a la protesta pública y exigencia colectiva, para apaciguar a los demandantes sin necesidad de reprimirlos ni resolver los problemas. La consigna oficial es: "Usted tiene el derecho de quejarse en el momento adecuado, en el lugar adecuado y del modo adecuado".
Por aceptar esa regla decenas de miles de personas siguen mal viviendo en edificios a punto de derrumbarse y albergues mientras esperan que la solución a su dramática situación "caiga de arriba". Demasiadas veces lo que primero sí les ha caído de arriba ha sido el techo, con el consecuente desamparo y saldo de muertes innecesarias.
b) La movilización de ciudadanos que se organizan en grupos para presentar sus demandas de forma colectiva y presionan de forma pública por demandas sociales, económicas y/o culturales.
Esta es la tendencia que más rápidamente ha crecido a lo largo de 2018, particularmente en la segunda mitad del año. En meses recientes diversos grupos han obligado al Estado a recular en medidas represivas que ya habían sido aprobadas por decreto. Las personas van aprendiendo que pueden luchar y ganar algo. Incluso ya circulan en la Isla manuales ciudadanos para el manejo de conflictos, con resúmenes didácticos de cómo proteger sus intereses ante conflictos sociales, económicos y/o culturales.
La vulnerabilidad del poder
Por su parte, la gestión estatal de la conflictividad nacional es hasta ahora una combinación de métodos represivos (empleados al inicio contra los artistas que protestaban el Decreto 349), tácticas de apaciguamiento ("se ha elevado a niveles superiores su caso de fosa desbordada, y deben esperar respuesta") y concesiones que sean puntuales, reversibles y limitadas (suspensión de algunas de las nuevas regulaciones más irritantes contra el sector cuentapropista y los taxistas).
Lo que los funcionarios describen como diálogos, son casi siempre monólogos, tácticas para apaciguar a la población y posponer las soluciones. Mientras tanto, se agravan los problemas, se acumula desencanto y cualquier incidente se transforma en una crisis.
Una ciudadanía aletargada durante décadas puede despertar de manera súbita. La historia registra ese fenómeno, una y otra vez, en países muy diversos. Parafraseando a Raúl Castro pudiera decirse que una chispa en el "lugar adecuado, en el momento adecuado y de manera adecuada" puede incendiar la pradera.
Se ha visto que en otras latitudes la insumisión creció como bola de nieve y se desbordaron los aparatos represivos. En otros, la disyuntiva entre masacrar manifestantes o arriesgarse a perder el poder quebró a la cúpula gobernante y se abrió paso la posibilidad de cambios e incluso de una transición.
En el caso de Cuba la elite de poder debe recordar que a 90 millas de EEUU la Plaza de la Revolución no es la de Tiananmen.