Andar con guardaespaldas, tener su propia escolta: esa es ahora mismo la moda de la farándula habanera.
Para los nuevos ricos de la capital cubana no basta con vestir las ropas más caras, o pagar hasta 1.000 dólares por botella en la explosión de bares y sitios nocturnos que ahogan a la ciudad. Si quieres entrar en el parnaso de los triunfadores, tienes que moverte con cuatro o cinco grandotes a tu alrededor, todos uniformados con guayaberas blancas o chaquetas, y siempre con un pinganillo en la oreja.
"Un aparatico de esos que salen en las películas, de los que llevan un cable colgante, enroscadito y trasparente", me cuenta un empresario en bienes raíces que ahora mira el circo desde la costa de Miami Beach. "Pero muchas veces es un adorno", dice, "solo para aparentar, porque los equipitos no están conectados a nada".
El mercado habanero de los bodyguards está en pleno auge y en lo que se estabiliza, puede encontrares de todo.
Hay grupos muy bien entrenados y organizados, con planes de emergencia y contingencia, que ya tienen clientes internacionales y han llegado a trabajar en cooperación con la policía para algunos eventos.
Uno en especial, dirigido por un exescolta del ministro del Interior, es distinguido como el más profesional.
"Si no fuera por ellos, Beyoncé no hubiera podido ni caminar por las calles, ni visitar ningún lado", me sigue poniendo al día el realtor tropical. "Al principio de su visita se armó una crisis con la mulata y tuvieron que aparecer los negrones con botas de casquillo de metal para controlar a los fanáticos, ¡estuvieron geniales!".
Otros son pura fachada, equipos violentos y agresivos, pero desorganizados e improvisados.
La exnovia de un artista plástico me cuenta que los supuestos guardaespaldas con que se movían por toda Cuba eran antiguos deportistas, amigos del novio, quienes por 350 CUC al mes estaban dispuestos a jugar a la tropa y vestirse como el artista les mandara, pero que "a la hora de la bronca, eran más rollo que película, no pasaban del empujón y la galleta".
Ella se percató que la relación con el artista iba en serio cuando uno de los guardaespaldas del enamorado apareció de repente en la puerta de su casa, dispuesto perseguirla a todos lados.
"Yo me sentía la mujer más importante del mundo", dice sin esconder su orgullo. "Cuando salíamos usábamos dos carros, en el de alante solo nosotros dos, en el de atrás los cinco guardaespaldas".
La muchacha imita con sus manos el recorrido de los dos autos por las calles nocturnas de La Habana.
"Llegábamos a los lugares y ellos se bajaban primero, abriéndonos el paso, luego le tocaba el turno a las estrellas", la joven sonríe adoptando una pose de glamour que no concuerda con su uniforme de trabajadora de clínica. "Todo eso lo perdí con mi desespero por venir a Miami, aquí si no me cuido yo…"
Para las nuevas generaciones de cubanos no hay nada extraordinario en la aparición de los guardaespaldas.
"Es normal", me dice un bon vivant que alterna su tiempo entre la Isla y EEUU gracias a una visa de cinco años, "los que tienen dinero o negocios los deben pagar porque la ciudad segura de la que presumía el Gobierno dejó de existir hace muchos años. La miseria transformó a la gente".
Para él resulta evidente que la noche habanera arrastra también a lo peor y lo más peligroso del país, "pero otros lo hacen por presumir, son puro Netflix, imitan las películas de los narcos que tan de moda están".
Y cuenta anécdotas ridículas, como la de un nuevo rico que utiliza a sus guardaespaldas para preservar su espacio en la aglomeración de una pista de baile, y otro que se sienta a trabajar en su computadora en medio de la bulla de un concierto, mientras sus agentes, "como columnas de un templo", le garantizan un "área limpia" parados a su alrededor.
"Imagínate si el primero que lo hace es El Cangrejo", me dice refiriéndose a Raúl Guillermo Rodríguez Castro, el nieto y también guardaespaldas de Raúl Castro, quien se ha convertido en un émulo del tristemente célebre Ramfis Trujillo.
"En el bar Mío y Tuyo, El Cangrejo mandó a fabricar una entrada privada", argumenta.
El nieto de Raúl Castro es propietario del 25 % de ese bar, y el 75% es de otro dueño.
"Ese otro dueño se aprovecha y lo exhibe como trofeo en un balcón exclusivo, y desde allí el súper nieto le espanta las broncas, los problemas y hasta los inspectores, a los que ha llegado a botar a gritos del lugar".
El fenómeno de los guardaespaldas cubanos es local porque un jefe de grupo no ha conseguido hacer valer su experiencia aquí en EEUU. "Nadie me quiere contratar como especialista, solo me ofrecen la plaza de security, un simple guardia nocturno", cuenta desde el motorhome donde malvive en Hialeah.
"Estoy pensando seriamente en repatriarme, porque allá sí están dispuestos a pagarme por lo que valgo", concluye.
No me atrevo a contradecirle y aclararle que es todo lo contrario, que su valor real lo tiene en Hialeah, porque lo de La Habana es circunstancial, y que todos esos músculos que tensa constantemente, también tienen vida limitada.