Tocó las tumbadoras, y nada. Bailó casino con su mujer, y nada. Se retrató con el taxidriver y Toro Salvaje y el joven Vito Corleone, y nada. Metió tángana en una iglesia, hizo que prohibieran la entrada a varios representantes de la prensa, y ni siquiera por escándalo la cosa funcionó. Ni restregándose dentro de esa iglesia con el sanguinolento Nicky Ripe, conocido en Venezuela y en su natal Colombia como Nicolás Maduro.
Apeló a otro credo, a la de la Cienciología, a ver si hablando con Katie Holmes, que alguna vez perteneció a la secta y tuvo hija con Tom Cruise, le salían mejor las cosas. ¡Misión imposible!
Se dejó caer por Harlem, a ver si alguien se acordaba de su jefe muerto, que había estado chanchulleando por allí décadas antes. "Ah, sí", dijo un viejo residente del barrio, y recordó algo en relación con el azúcar. "Ese mismitico", se esperanzó él cuando el viejo dijo que no había perdido oportunidad de escucharlo. "Lo oí, lo oí", reconoció el viejo, "me acuerdo de que gritaba 'Azúcar' en medio de sus canciones".
Visitó el laboratorio de robótica de la Universidad de Columbia y se propuso no dejarse impresionar. Así que a la vista del primer robot, soltó el número de que en Cuba trabajaban para que los robots resolvieran el problema del envejecimiento poblacional. "Interesante", le dijeron los columbios. Sí, señor, en Cuba ya estaban por sacar un robot que cuando se cagaba en los pantalones se limpiaba el culo con la libreta de la bodega.
Pero ni una noticia tan sensacionalista como la de ese autómata logró lo más mínimo. Probó a poner la realidad cabeza abajo y, reunido con empresarios agrícolas estadounidenses, afirmó que era a ellos, a los empresarios, a los que les iban a ir mal las cosas en caso de que no pudieran vender sus productos al Gobierno cubano. Amenazó con Acopio a los yumas y la reacción no fue, al final, la que esperaba.
En su desesperación, llegó a creer que el mulato al que abrazaba era Obama y no Hugo Cancio, director de OnCuba. Y mientras todo esto ocurría, la mesarredondista Arleen Rodríguez Derivet no hacía más que meter los pies en su chancleta metededos y, todavía sin peinarse, tirarse contra los periódicos. Así lo ha recordado ella en un tierno y melancólico artículo: "Durante toda una semana, la que duró el viaje del presidente Miguel Díaz-Canel a Nueva York, lo primero que hice cada día, fue consultar las ediciones impresas de The New York Times y Wall Street Journal, que la administración de nuestro modesto hotel en Park Avenue ponía a disposición de sus huéspedes".
Modesto hotel... ¿Y qué más quería, la Trump Tower? Arleen abría aquellos periódicos quejándose de que tuvieran tantas páginas, y no encontraba nada. Lo que se dice nada. Nothing, tú, ni un alpiste. Soltaba entonces un suspiro profundo, caía en la cuenta de que tenía la metededo izquierda en el pie derecho y viceversa, y trasladaba sus esperanzas al día siguiente. Tomorrow, tendría que ser tomorrow.
Terminó por resultarle monótona y repetitiva la prensa neoyorquina. "Lo mismo con lo mismo", opinó de tal periodismo. Y en su modesto hotel de Park Avenue llegó a parecerle criminal lo que esos órganos de prensa estaban haciéndole al presidente cubano, ninguneándolo. "El silencio como manipulación", comentó la tan aguda Rosa Miriam Elizalde.
Así y todo, hay cosas que a Arleen Rodríguez Derivet, hacedora de la Mesa Redonda, no pueden caberle en su cabeza. "¿Cómo le haces [sic] para esconder el encanto de un hombre que llega con un mensaje de paz", se preguntó, "que agradece a los amigos, pero no se esconde para fustigar a los adversarios, que defiende el socialismo y la continuidad de la Revolución, que advierte que no hay ruptura generacional ni traición a los procesos integradores?"
¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo es que el New York Times y el Wall Street Journal podían pasar los días sin atender al jovencísimo y encantador presidente cubano? ¡No digamos ya a su distinguida esposa! "¿Cómo le explicas a los lectores que en el programa de la esposa no hay boutiques, ni pasarelas, ni tiendas de marcas famosas?", se preguntó Arleene en su artículo.
La primera dama o primera combatiente revolucionaria Lis Cuesta se había puesto medias negras con zapatos blancos, y ni así consiguió salir en los periódicos.
Una última gestión condujo a Miguel Díaz-Canel hasta el Gran Buscador. Porque si la montaña no viene a ti, busca en Google a la montaña. Y si los comunes mortales establecen con Google una relación inmediata aunque poco personalizada, la versión Premium President permite al usuario entrar a los cuarteles de Google y preguntar allí de viva voz el motivo de tu búsqueda, sea cuál sea.
Allá fue Díaz-Canel, Premium President. A contarle a la mayimbada de Google cuán infructuosas búsquedas hacía, en su modesto hotel de Park Avenue, la aguerrida compañera Arleen Rodríguez Derivet. Hojeaba ella la prensa con tanta obcecación que, aunque tenía la metededo izquierda puesta en el pie derecho, no se daba cuenta. Por eso es que él se presentaba ante ellos, gente de Google, para que le dijeran si en algún periódico de los últimos días había salido publicado su nombre, aunque fuera en la sección necrológica.
Díaz-Canel salió de aquella cita totalmente desalentado. "Ni aunque me encuere en Times Square", llegó a decirle a Lis. A lo que Lis le respondió: "No digas esas cosas, papi". Ella dejó pasar un rato y agregó: "Tú verás que sí".
¿Sí qué? ¿Ver qué? Se había metido una semana en el York sin parar la pata, y era como si no hubiera estado allí y no hubiera pasado nada. ¿Dónde estaba la prensa que había festejado la apertura de la embajada en Washington? ¿Dónde estaba el colombiano ese del New York Times, el tal Londoño, que tanto interés por la Revolución había demostrado? ¿Qué iba a decirle él a Raúl cuando llegaran a La Habana?
Ahí sí que no tenía Lis respuesta, pero por no dejar de hacer algo se dijo a sí misma que Arleen Rodríguez Derivet era una perra y algún día lo pagaría bien caro. "Cualquier día de estos se destarra con la chancleta equivocada en cada pie", se dijo. Y Lis eligió unas medias negras para las pullas blancas del viaje de regreso.
Su marido iba con una prenda indefinida, entre guayabera, camisa de manga larga, safari y chiforrober de cedro. En el Aeropuerto Internacional José Martí, los esperaban al pie de la escalerilla Raúl y Machado Ventura. Besos, abrazos, una rueda de casino. Raúl se llevó aparte a Díaz-Canel y Lis tuvo tanto miedo a lo que pudiera decirle a su marido que no atinó a responder a Machadito cuando este le comentó: "¿Medias negras con zapatos blancos?".
Luego, cuando pudieron hablar a solas, Lis preguntó a Miguel qué había dicho Raúl.
"Fue muy extraño."
"¿Te peleó por no haber salido en los periódicos?"
Su marido, el presidente, negó con la cabeza. "Nada más que me preguntó por Robérdeniro."
Lis se quedó con una de las pullas blancas en la mano.
"Quiso saber cómo lucía en persona Robérdeniro, y si me había dejado algún mensaje para él".
"¿Cuándo te dio Robérdeniro un mensaje para Raúl?", Lis miró sus piernas embutidas en medias negras y miró a su presidencial jevo. "Miguel, tú no me habías dicho nada de eso..."