El anuncio de una reforma constitucional en Cuba ha suscitado una febrilidad general en las filas de los disidentes que aspiran a ejercer la oposición leal dentro del sistema castrista. Menudean así los llamamientos a renovar los valores de un presunto "socialismo democrático" o a rescatar los "principios revolucionarios", como medio de rectificar el rumbo histórico que supuestamente el país habría extraviado a partir de 1959.
El razonamiento que sustenta estas posturas es que, si la revolución cubana fracasó en todos los ámbitos menos en la conservación del poder mediante la represión, no fue porque estaba basada en ideologías erróneas, sino porque los preceptos socialistas no se aplicaron con la pureza suficiente o porque Fidel Castro traicionó el ideario con el que había llevado a la lucha armada a sus seguidores.
Haciendo caso omiso de lo ocurrido en el resto del mundo en las últimas décadas, algunos voceros de esta penúltima recuperación revolucionaria y socialista sostienen que el fracaso del castrismo se debe a que en la Isla nunca se ha aplicado el marxismo auténtico. El socialismo "verdadero" (autogestionario, democrático, kibutziano, ecologista o vegetariano) habría evitado el colapso de la economía y garantizado derechos y libertades vulnerados desde los inicios del régimen hasta el día de hoy. Como si esas hipotéticas modalidades de organización colectivista hubieran existido alguna vez fuera de las páginas de los teóricos calenturientos que las concibieron. Otros ensalzan las ideas nacionalistas y democráticas que —aseguran— contenía el "programa del Moncada" como panacea que la población cubana aprobaría mayoritariamente hoy, en caso de que se celebraran elecciones libres.
De lo que cabe deducir que, si el verdadero socialismo o el "programa del Moncada" se implantaran en el futuro, otro gallo cantaría, la patria podría salvarse y todos terminaríamos navegando en el mar de la felicidad (Hugo Chávez dixit) en vez de andar huyendo en balsa por la corriente del Golfo. El problema de esta ficción es que el socialismo real ya se aplicó en docenas de países de lenguas, tradiciones, culturas y niveles de desarrollo diferentes, con resultados análogos a los que ha dado en Cuba y Venezuela, y que "el programa del Moncada" nunca existió y sus "ideas nacionalistas y democráticas" son como las once mil vírgenes que acompañaron a Santa Úrsula al martirio, que tampoco existieron. Como en el caso de las doncellas que se negaron heroicamente a la concupiscencia de Atila y los hunos, se trata en principio de una confusión documental.
Lo primero, el fracaso de los sistemas socialistas, resulta suficientemente obvio como para no tener que glosarlo aquí. En cambio, lo segundo, el ideario de la revolución cubana a partir de 1953, sí merece un examen exhaustivo, porque es un tema en el que siempre han prevalecido la confusión y la ambigüedad.
El orden de las cosas
Los orígenes de la revolución cubana de mediados del siglo XX se sitúan —como es sabido— en el golpe de Estado triunfante que encabezó en marzo de 1952 el ex presidente Fulgencio Batista y el intento de golpe de Estado dirigido por Fidel Castro, que fracasó en julio de 1953.
En relación con este último suceso, se suele fundir y confundir dos documentos, el Manifiesto del Moncada y el panfleto La Historia me absolverá (LHMA). Se da por supuesto que las ideas que figuran en LHMA —un texto muy posterior sobre cuya redacción final perduran dudas importantes— estaban explícitas antes del ataque simultáneo a los cuarteles de Bayamo y Santiago de Cuba el 26 de julio de 1953 y que fue el consenso sobre esas ideas uno de los factores que motivaron a los conjurados a pasar a la acción. Nada más erróneo.
Según han relatado los supervivientes de ambos asaltos, ni Fidel Castro ni ninguno de sus lugartenientes elaboró durante los meses que duró la conjura nada parecido a un documento fundacional, en el que se precisaran la ideología y los principios de la organización y los cometidos que se proponía. En el año y pico de preparativos que precedió a julio de 1953 hubo algunas charlas informales y sin duda un consenso sobre la necesidad de derrocar por la violencia al Gobierno de Batista y de restaurar la Constitución de 1940, pero poco más.
Cuando Castro decidió pasar a la acción y lanzar a su tropa contra las fortalezas orientales, congregó a los complotados en la granja Siboney en las afueras de Santiago. Con la excepción de Abel Santamaría, el propio Castro y un par de jefes más, antes de la noche del 25 de julio ninguno de los reunidos allí conocía el objetivo de la operación ni la estrategia que seguirían en la lucha, y muchísimo menos las medidas que aplicarían en caso de que triunfara el empeño golpista. Cuando Castro explicó lo que iban a intentar, el plan pareció tan evidentemente descabellado a muchos de los reunidos, que varios de ellos renunciaron a participar en el ataque e incluso algunos de los que decidieron seguir adelante, como Gustavo Arcos, lo hicieron tras manifestar su desacuerdo con el método empleado para llevarlos al matadero.
Esa madrugada, poco antes del asalto, Castro leyó por primera vez algo parecido a un documento fundacional, la Proclama a la Nación, que luego se denominaría Manifiesto del Moncada. El texto lo había redactado tres días antes el periodista Raúl Gómez García, siguiendo las instrucciones del jefe del movimiento. Se trataba de un documento grandilocuente, lleno de moralina, adjetivos huecos, consignas y arengas patrióticas, con abundantes referencias a la "vergüenza", la "honradez", el "sacrificio" y la "democracia", que terminaba anunciando que en 1953 "nacería una república luz" [(sic].
El Manifiesto carece totalmente de contenido programático. En el texto se enumeran algunos principios muy generales, como la promesa de la Revolución de luchar por el bienestar y la prosperidad económica, y se proclama que el movimiento se fundamenta en "los ideales de Martí, contenidos en sus discursos, en las Bases del Partido Revolucionario Cubano, y en el Manifiesto de Montecristi; y hace suyos los Programas Revolucionarios de la Joven Cuba, ABC Radical y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo)". Pero en medio de ese inverosímil ajiaco ideológico no se anuncia ni una sola de las medidas concretas que los revolucionarios se proponían aplicar en caso de que el movimiento triunfara, excepto la ya citada restauración de la Constitución de 1940 (y aun esa, "ajustada a las circunstancias de la victoria", como el propio Castro aclaró posteriormente). Años después pudo verse que esa indefinición convenía perfectamente a los designios de Castro, quien no quería verse limitado por ningún programa o acuerdo que le obligara a tomar en cuenta otras ideas o posturas políticas, ni siquiera las de sus propios seguidores.
Tras el fracaso del asalto a los cuarteles de Bayamo y Santiago, y la represión posterior, que se saldaron con 90 muertos y varias decenas de heridos, Fidel Castro gozó de la protección del arzobispo de Santiago de Cuba, amigo de su padre, y fue encarcelado con todas las garantías procesales. Mientras esperaba el juicio redactó algunos apuntes que luego usó en su alegato de defensa. Según varios testigos presenciales, esa intervención duró menos de dos horas, extensión muy inferior a la que llevaría la lectura en voz alta de la versión final de LHMA. Luego, en el presidio modelo de Isla de Pinos, Castro modificó y amplió esas notas, y sacó de prisión un primer borrador, con instrucciones de que sus secuaces lo hicieran llegar a destacados intelectuales moderados, para que mejoraran el documento. Basta comparar la vacuidad y rimbombancia del Manifiesto de julio de 1953 con el contenido de LHMA —que sin ser una maravilla literaria está mucho mejor escrito— para comprobar que en la redacción del segundo texto intervinieron una o dos plumas de más calidad, quizá Jorge Mañach y Mario Llerena, aunque este punto nunca se ha aclarado del todo.
La primera edición de LHMA se fabricó en una imprenta de la calle Desagüe, en La Habana, en octubre de 1954, casi un año después del juicio y transcurridos 15 meses de los ataques. Según algunas fuentes, se tiraron varios miles de ejemplares, que el incipiente aparato castrista se encargó de distribuir. Uno de los grandes exégetas de Castro, el periodista estadounidense Herbert Matthews, afirmó posteriormente que el panfleto apenas tuvo repercusión y pronto desapareció de la circulación.
Es decir, que hasta finales de 1954 no existió un documento escrito en el cual se expusieran claramente las medidas que el Movimiento 26 de Julio se proponía aplicar en caso de alcanzar el poder. Esas medidas componen un programa populista en el que destacan dos rasgos que luego caracterizarían a la gestión del gobierno de los Castro: la ignorancia supina de la realidad económica del país y la formulación de promesas fabulosas, que de antemano se sabían irrealizables.
Todo lo anterior, por supuesto, se presentó a la opinión pública envuelto en la retórica revolucionaria que proclamaba la consecución de la democracia, el desarrollo económico y la justicia social como objetivos del movimiento, adornada con citas de José Martí y algunas vaguedades conceptuales de literatos nacionalistas precedentes.