Tal y como indicaban todas las pronósticos, Miguel Díaz-Canel fue designado como sucesor de Raúl Castro. A diferencia del Colegio Electoral en EEUU o de los parlamentos en las democracias europeas, el proceso electoral cubano se circunscribe a una forma procedimental de la Asamblea Nacional para elegir miembros del Consejo de Estado y Ministros. Lo cierto es que la Constitución de 1976, aunque enmendada en 1992 para "liberalizar" el modelo económico estatista, es un documento que ha sobrevivido de la época de la Guerra Fría, y específicamente del legalismo estalinista soviético.
Como han estudiado una serie de académicos en un magnífico libro reciente sobre el tema, el constitucionalismo cubano actual, de escasísima tradicional intelectual, ha sido diseñado estrictamente para proteger y empoderar el verticalismo del Partido Comunista (PCC) en todas las decisiones políticas que se llevan a cabo en la Isla. Por mucho tiempo, este constitucionalismo ha obstruido cualquier ascenso de asociaciones políticas autónomas e irreducibles a las dinámicas del Estado. Si hemos de tener alguna esperanza sobre la fase que se inicia con la nominación de Díaz-Canel, esta debe pensarse a partir de una necesaria reforma constitucional que debe comenzar el próximo año y profundizarse en 2020. Si tal reforma constitucional se llevase a cabo, veríamos efectos profundos e importantes no solo en la Isla, sino en la comunidad internacional, donde Cuba podría jugar un papel relevante.
Esta tarea cae sobre la responsabilidad de Miguel Díaz-Canel, el primer estadista que no pertenece a la llamada "generación histórica". Díaz-Canel ascendió en las últimas décadas en las filas del PCC hasta ser nominado a la vicepresidencia en el 2013 por el propio Raúl Castro. Ingeniero de profesión, fue elegido secretario del PCC Villa Clara en los 90. Sabemos que es percibido como un administrador apacible que sabe seguir órdenes, y no posee ansiedades por llenar el vacío del poder carismático que hereda de un Estado fuerte y personalista. Por lo tanto, no sufrirá del síntoma del sucesor que tan bien ha escenificado Roberto Rossellini en La toma del poder de Luis XIV (1966).
En realidad, Díaz-Canel personifica un contraste pronunciado en el mapa de la política actual. Si lo comparamos con la ola de los populismos que está teniendo lugar tanto en Europa como en EEUU, encontramos una diferencia muy marcada: una figura íntegramente antipopulista con pocas ambiciones personales. A diferencia del carisma autoritario de Fidel Castro, que a lo largo del proceso de la Revolución desbordó sistemáticamente los impulsos de democratización del interior de la sociedad, Díaz-Canel tiene en sus manos la posibilidad de una reforma constitucional por primera vez en la historia reciente cubana.
El momento es ahora. Las democracias occidentales desde la década del 60 han experimentado lo que el constitucionalista de la Escuela de Leyes de Yale Bruce Ackerman ha llamado el ascenso del constitucionalismo mundial. Este nuevo constitucionalismo ha sido clave para renovar el contrato social entre el Estado y la sociedad civil.
Quizás es poco realista pedirle al Estado cubano que lleve a cabo un proceso constituyente, pero lo cierto es que Díaz-Canel tendrá a su disposición el tejido constitucional heredado de la Revolución de 1959, que es hoy irreversible. Y una nueva generación de estudiosos, como el historiador Julio César Guanche, ha argumentado que la solución más deseable es la de una constituyente que deje atrás las constituciones de 1940 y de 1976, hoy ya caducas.
La estudiosa cubana de la Universidad de Princeton, Ingrid Brioso Rieumont, piensa que ante las expectativas del pueblo, las formas políticas heredadas de la revolución han dejado de ser vinculantes y han de atravesar por un cambio sustancial. Por otro lado, para el sociólogo Vincent Bloch, una de las claves de la realidad cubana a partir de la desintegración de la Unión Soviética, reside en entender como "lucha" las prácticas cotidianas, lo cual vuelve opacas las normas y los códigos legales de la vida social.
Pero en un proceso de más de cinco décadas, es importante localizar un punto excéntrico al interior del sistema, para de esta manera producir un cambio efectivo. En realidad, sabemos que desde hace mucho tiempo diversos actores en la Isla —desde asociaciones civiles a intelectuales católicos, desde la opinión publica alternativa a activistas del mundo del arte, e incluso un ala moderada del PCC— han venido pidiendo un cambio constitucional profundo.
La complejidad de la sociedad cubana de hoy no es aquella que era en las décadas del 60 y 70, donde EEUU era un enemigo existencial y la movilización del Estado homogeneizaba el espacio de la sociedad. El ascenso de una nueva ciudadanía se encuentra en condiciones de pedir un marco institucional que les garantice derechos fundamentales, movilidad económica, y expansión de libertades dentro y fuera de la Isla. En los próximos meses, Díaz-Canel se encontrará en un posición única desde la cual podría promover reformas constitucionales para dotar de un nuevo pacto a las relaciones entre Estado y sociedad.
Hemos aprendido de Elena Kagan y Woodrow Wilson que el carisma presidencial no solo funciona para atraer seguidores y construir unidad política, sino que también es un mecanismo para domesticar las instituciones administrativas y otras ramas del Gobierno. Por otra parte, el anticarisma del administrador tiende a neutralizar las políticas inmovilistas. Esto quedó muy claro en el discurso de Raúl Castro, al mencionar que los errores del pasado se debieron a la nominación de ciertos jóvenes que aceleraban el proceso. Una referencia solapada a los defenestrados Roberto Robaina y Felipe Pérez Roque.
El antipopulismo de Díaz-Canel es la imagen invertida de aquellos jóvenes cuyos protagonismos podían tendencialmente desbordar la armazón institucional. Para el raulismo, Díaz-Canel representa la consolidación del sistema institucional capaz de neutralizar las latencias democráticas.
Serán al menos tres los retos que Díaz-Canel enfrentará en este nuevo ciclo político. Primero, veremos si podrá darle una solución solvente a la unificación de la moneda, que durante la última década ha sido un obstáculo para generar independencia económica. Segundo, veremos si Díaz-Canel se muestra capaz de mejorar las relaciones diplomáticas con la Administración Trump, luego de los misteriosos ataques sónicos perpetrados contra las familias de diplomáticos estadounidenses en La Habana. Y, finalmente, si estará en condiciones de impulsar una reforma constitucional para un nuevo contrato social.
Contra el autoritarismo hegemónico del líder y la neutralización antipopulista del administrador, las reformas constitucionales son la tercera opción para una mejora sustancial de las mediaciones entre Estado y sociedad. Este pedido no se reduce a una postura ideológica, sino que busca ampliar el tablero de juego para un nuevo contrato social. (La reforma del sistema político en Cuba no es solo un pedido por estudiosos liberales o católicos. Incluso en la izquierda española hemos visto recientemente a Pablo Iglesias y Manolo Monereo argumentando por un cambio pluralista en la Isla.)
Es muy probable que cualquier impulso a las reformas sea recibido por el ala ortodoxa de PCC con escepticismo o abierto rechazo. Pero más allá de cómo se desenvuelvan los sucesos en los próximos dos años, Díaz-Canel será el actor central de un drama que esta vez está en condiciones de sanar a la sociedad y construir nuevos horizontes para las nuevas generaciones.