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Opinión

Cuba: la ciudadanía amurallada

'La ciudad amurallada que es Cuba pudiera haber hecho las cosas de distinta manera: abrir el espacio legal a cientos de miles de hijos de cubanos nacidos fuera de sus fronteras en seis décadas, sin importar credos políticos.'

Miami

En Cuba la palabra ciudadano tuvo un significado peyorativo, condenatorio. Los buenos, eran compañeros; los ciudadanos, sospechosos delincuentes y contrarrevolucionarios. Como en otras revoluciones, llamar de un modo u otro a los individuos es una forma de marcarlos; identificar cosas de dos patas en la manada social. Tal fue el insulto de la palabra ciudadano que esta quedó inmortalizada en una escena del filme El hombre de Maisinicú, cuando el agente de la Seguridad Alberto Delgado se molesta por la afrenta —"¡tan compañero o mas compañero que usted!"— de los milicianos que lo llaman ciudadano.

Ahora las palabras ciudadano y ciudadanía han empezado a reciclarse —y aceptarse— en todos los ámbitos de la Isla. La publicación de las nuevas regulaciones migratorias en las cuales los hijos de nacionales cubanos pueden hacerse ciudadanos ha desatado especulaciones por la forma de proceder y acaso confundir; críticas por el error de repetir la exclusión de seres humanos por sus formas de pensar.

La ciudad amurallada que es Cuba pudiera haber hecho las cosas de distinta manera: abrir el espacio legal a cientos de miles de hijos de cubanos nacidos fuera de sus fronteras en seis décadas, sin importar credos políticos. En realidad, el país lo necesita con urgencia. Los "nuevos cubanos" —que no excubanos—, son individuos de menos de 60 años, todavía en edades productivas, hablan varios idiomas y han crecido en sociedades donde el trabajo, el sacrificio personal, y la meritocracia son valores sagrados. Que esos nuevos ciudadanos participen en la reconstrucción de una Isla que parece haber pasado por una guerra es un derecho natural, además de una opción inteligente.

Pero esa posibilidad de hacerse con una buena cantidad de ciudadanos talentosos y productivos, choca, una vez más, con el pasado y el rencor hacia los enemigos ideológicos. Además de tener que hacer un examen sobre la Constitución socialista, la geografía, los aspectos sociales, económicos y la historia patria, algo perfectamente comprensible en un país democrático, se les exige a los padres del niño-candidato que este haya sido sin pecado político concebido.

Una explicación plausible es que el niño-ciudadano no podría viajar a Cuba sin sus padres "gusanos"; que el adoctrinamiento en contra del régimen haya producido un infante no-difunto, capaz de tramar y llevar a cabo acciones subversivas.

En cambio, se solicitan ciudadanos dóciles, quienes acepten la imposibilidad de cambiar, como está constitucionalmente refrendado, el sistema político-social cubano. Se aceptan "nuevos cubanos" que digan en la prueba de ciudadanía que el extinto fue el Mesías, que el profeta Martí anunció que vendría a salvar a Cuba, que una parte de la provincia Oriente se llama ahora Gramma por un yate, y que la causa de todas las desgracias cubanas es el embargo estadounidense.  

Como ha sucedido con la repatriación de algunos ciudadanos, este es un tema humanitario que, al mezclarse con la astucia y la mezquindad, pierde todo su valor. El derecho a la ciudadanía es algo natural. Viene con el paquete llamado persona humana. Es dado por el lugar donde se nace o por los progenitores que se tienen. Como otros tantos derechos humanos, no los otorga ningún partido político, ninguna religión. El Estado solo debe facilitar el proceso; dar a los candidatos las mayores oportunidades. Desde la época helénica, y romana, ser ciudadano por derecho o adquisición era para respetar. Eso fue lo que salvó de la brutal crucifixión a San Pablo de Tarso.

Previendo lo que pudiera ser una estrategia del Gobierno cubano "por unos dólares más", los estadounidenses están negados a reconocer los certificados de ciudadanía expedidos en consulados cubanos en el extranjero. No andan muy perdidos. Es una medida cautelosa. Hay millones de "nuevos cubanos" que por vías fraudulentas tratarían de alcanzar el territorio norteño mientras existan las prebendas de la ley de reunificación familiar para los nacionales de la Isla.

Lo más triste de todo es que la muralla que rodea la Isla, una empalizada de ideas anticuadas, fuera de época y sin futuro, sigue cerrada a la única posibilidad de desarrollo y armonía de los cubanos, sus hijos y sus nietos; un muro invisible, clausurado al reencuentro en suelo patrio, justificado por la cerca levantada por el vecino del Norte.

Convengamos pues, que la muralla física e ideológica, informativa y productiva interna ha sido una manera de sobrevivir del régimen. Incluso, para dejar este mundo sin ser juzgados por sus compatriotas. Pero esa muralla interna también está cerrando al régimen su propia oxigenación; la sociedad cubana toda está ahogada con aires viciados, octogenarios, incestuosos.

Cada ley a medias para prolongar la triste existencia de la sociedad comunista de manera artificial es un síntoma inequívoco de su finitud. Cada decreto mediatizado, otro clavo al ataúd de una revolución que encandiló a muchos de quienes leen estas páginas. Cada enmienda migratoria timorata, una razón más para no ser parte de un proceso, el cubano, que terminó pariendo fuera de sus fronteras físicas e ideológicas a cientos de miles de sus más talentosos hijos; "cubanos de ultramar" a quienes hoy se les pide, con condiciones que ningún padre verdadero pondría, renunciar a sus ideas por un reconocimiento de paternidad. En fin, tiempos de parafrasear a Nicolás Guillén: "Al corazón de todos los cubanos/ abre la muralla/ al pasado y al rencor/ cierra la muralla".  

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