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Política

Camino al poder a través de la revolución

Los liderazgos que emergen en los procesos revolucionarios se forjan siempre coyunturalmente. Luego los aparatos propagandísticos crean el mito del líder providencial.

La Habana

Cuando el 4 de septiembre de 1933 Fulgencio Batista encabeza el movimiento militar que, aunado con las fuerzas antimachadistas depone al presidente Carlos Manuel de Céspedes, no era el sargento la principal figura del movimiento ni la única. La Junta de los Ocho, como fue conocido el grupo que lideró el cuartelazo en la fortaleza de Columbia, acordó que la jefatura del ejército fuera rotatoria. Sin embargo, Batista emergió de la revolución como el principal líder militar y consiguió, con ello, ser el protagonista político de la Cuba de entonces.

Batista controló el ejército en enfrentamientos sistemáticos con los mandos que no le eran adictos, estableció relaciones con Benjamin Sumner Welles —embajador de EEUU que debió ver cómo sus preferidos, la vieja oficialidad y los políticos asociados al machadato, cedían terreno ante el empuje de una joven generación de políticos ambiciosos y dispuestos—, y emergió como una figura de orden en medio de la euforia revolucionaria.

Llegado el momento de cumplir el compromiso y ceder la jefatura del ejército, era Fulgencio Batista lo suficientemente fuerte como para desentenderse de ello. Cuenta Ciro Bianchi Ross que Mario Alfonso, miembro de la Junta de los Ocho, le demandó su cumplimiento. En respuesta, Batista lo denunció por un supuesto golpe de Estado que Mario Alfonso habría planeado, pero antes de que se efectuara su detención, Mario Alfonso, una de las figuras fundamentales del movimiento militar del 4 de septiembre, fue asesinado.  (Ciro Bianchi Ross, Contar a Cuba. Una historia diferente, Editorial Capitán San Luis, La Habana, 2012 p. 130).

Su asesinato es la constatación del cambio de liderazgo que se había operado durante el proceso de afirmación del poder revolucionario que va del 4 de septiembre de 1933 hasta su ultimación en agosto de 1934. El paso del liderazgo colectivo al liderazgo único tiene que establecerse con rapidez pues, desde que se constata su intención, comienza también el movimiento de fuerzas contrarias a su realización.

Como se ve por este ejemplo, al liderazgo no se llega por la reunión de un grupo de sujetos en torno a alguien providencial. Ese es el mito creado por los aparatos de propaganda ideológica. Un mito semejante fue creado alrededor de Gerardo Machado, de Fulgencio Batista y de Fidel Castro. Y será el relato que se construirá siempre que el personalismo se imponga, tras despertar la ambición de los que inicialmente encabezaban movimientos de renovación de cualquier orientación ideológica. Pero los liderazgos que emergen en los procesos revolucionarios son siempre una elección coyuntural.

La revolución cubana de la década del 50 no ha sido una excepción. Los revolucionarios que se agruparon para subvertir el poder político solo podían hacerlo en condiciones de igualdad. Más allá de la función social de los revolucionarios, de su origen económico o del color de su piel, era el riesgo colectivo lo que los enlazaba, y la posibilidad de la muerte la que consiguía difuminar los contornos de la individualidad. El triunfo iba a ser el único evento que podía zanjar el peligro.

Hasta los descendientes

"En una revolución se triunfa o se muere", según la fórmula de Ernesto Guevara para ese sentimiento común de la subversión revolucionaria. Pero una vez que se triunfa, zanjada la inminencia de la muerte, el resurgir de la singularidad será convocado por un peligroso fermento: el poder político.

No era intención del revolucionario blanco y racista que, una vez obtenido el triunfo, se compartiera con los negros el protagonismo social y económico [1]. Tampoco quien pretende beneficios de aristócrata y se suma a la revolución como uno más dejará de realizar sus ambiciones en la sociedad posrevolucionaria. Alfredo Guevara (1925-2013), fundador del ICAIC y su presidente por dos largos periodos, está entre los ejemplos más escandalosos de esta actitud.

El triunfo revolucionario convoca a la individualidad y el poder político le confiere posibilidades de realización descomunales.

Fulgencio Batista, un militar de ascendencia muy humilde, promovería en la década del 30 la modernización del ejército, el mejoramiento de la infraestructura escolar y sanitaria del país y se agenciaría de modo fraudulento una enorme fortuna para distanciar la humillación que la miseria produce. Pero al convocar una Asamblea Constituyente legítima, cortó la posibilidad de seguir concentrando el poder político y económico de la nación.

Contra el deseo de no pocos militares, Batista acogió la nueva Constitución, resultó electo presidente ya en democracia en el año 1940, y en 1944, llegado el fin de su mandato, declinó nuevamente las presiones de subordinados continuistas y cedió el poder a su enemigo Ramón Grau San Martín, sabiendo que eso implicaba su distanciamiento del país.[2]

La revolución de 1959 no tuvo el corte democratizador del Batista de esos años. Los líderes que sobrevivieron a las purgas castristas adquirieron rangos extraordinarios, y su presencia al frente de cualquier institución les confirió una independencia e importancia muchas veces superior a los ministerios a los que, en apariencia, estaban subordinados.

Tal es la historia de la Empresa Flora y Fauna, a cargo del comandante Guillermo García Frías;  el Hospital Psiquiátrico de la Habana, a cargo de Bernabé Ordaz;  la Federación de Mujeres Cubanas, a cargo de Vilma Espín.  

Tales son también todas las empresas, ministerios, fundaciones, academias, institutos sobre las cuales solían desplazarse Ramiro Valdés, Juan Almeida Bosque, José Millar Barruecos, Ulises Rosales del Toro, José Ramón Machado Ventura y tantos otros.

Tal es también la versión moderna de esta tradición que consiste en distribuir descendientes a la cabeza de diversos espacios. Quizás los más conocidos sean Antonio Castro, manager de managers de la pelota cubana y presidente de la Federación Médica Deportiva, e hijo de Fidel Castro; Mariela Castro, directora del Centro Nacional de Educación Sexual que, bajo su larga égida se ha convertido en un rutilante palacio en el medio del Vedado, o Alejandro Castro, quien según algunos desempeña la jefatura efectiva del Ministerio del Interior, ambos hijos de Raúl Castro.

En las dictaduras, los años agravan el problema del cambio, y ni siquiera una revolución, con su tremenda disposición a la mudanza, puede aguantar eternamente los tirones en sentido contrario. La ambición se procura, como todos los vicios, una lógica que la conserve.

 

[1] El año pasado, a propósito de un texto publicado por Roberto Zurbano en The New York Times, se produjo un intenso debate sobre la situación social del negro a más de 50 años de la revolución de 1959. Quedaron expuestas muchas de las discriminaciones que siguen padeciendo los negros en Cuba.  Véase: "Para los negros en Cuba la Revolución no ha terminado" y "Mañana será tarde: escucho, aprendo y sigo en la pelea", ambos de Roberto Zurbano; "Dolor, alegría y resistencia", de Víctor Fowler; "¿Ser negro de la Revolución?", de Antonio José Ponte; así como la Declaración del Capítulo Cubano de la Articulación Regional de Afrodescendientes de Latinoamérica y el Caribe (ARAAC) sobre el artículo de Roberto Zurbano.

[2] Una vez que cedió el poder, Fulgencio Batista se estableció en EEUU y no volvió a Cuba hasta el gobierno de Carlos Prío Socarrás. Consultado en 1945 sobre el regreso de Batista a Cuba, Ramón Grau San Martín diría: "Yo no tengo que hacer ningún reparo sobre el regreso de Batista. (…) Ahora bien, de la misma manera que no impido su vuelta, tampoco puedo evitar que alguien lo acuse solicitando que se investigue cómo ha llegado a poseer una fortuna que asciende a más de 20 millones de pesos" (Bohemia, año 37, no 29, 29 de julio de 1945). La cita aparece en Humberto Vázquez García, El gobierno de la kubanidad (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2005, p. 128).  En opinión de Vázquez García, la afirmación de Grau dejaba claro que "Para regresar a Cuba legalmente, Batista tendría que esperar la terminación del mandato presidencial de Ramón Grau San Martín" (p. 129).

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