La Asamblea Nacional ha consumado por octava vez la pantomima electoral cubana. Raúl Castro ha decidido permanecer un lustro más al frente del Estado y el Gobierno. Su último período de mandato, según dijo.
Esta vez la mayor novedad ha radicado en la designación de Miguel Díaz-Canel como "número dos" del régimen, una posición que podría garantizarle el liderazgo, de aquí a cinco años.
Por primera vez se acerca al poder real un elemento ajeno a la élite que expulsó a Batista en 1959 y diseñó la nueva dictadura. No obstante, la designación no le garantizará su sobrevivencia. En el pasado, el vicepresidente Lage y el canciller Pérez Roque vieron acabadas sus carreras, y frustradas sus aspiraciones aparentemente reformistas.
¿Qué puede esperarse del nuevo primer vicepresidente? Quizás ni él mismo lo sepa. Con Raúl y Fidel Castro tan cerca, y sin alianzas dentro del Partido Comunista y las Fuerzas Armadas, se le augura más de lo mismo, al menos a mediano plazo. Díaz-Canel sopesará la experiencia de aquellas defenestraciones y evitará promover cambios esenciales, si es que realmente los desea.
Es cierto que la aparición de un factor externo a la familia gobernante es vista por algunos con esperanza, pero esto no significa necesariamente un progreso. Las transiciones suelen ser sorprendentes. La comunidad democrática anhela un Adolfo Suárez cubano, pero el parto podría derivar en el autoritarismo de un Vladimir Putin o en un castrismo sin Castro.
Presumiblemente, durante los próximos cinco años Cuba vivirá la ausencia de Hugo Chávez, el fracaso del cuentapropismo de cartón y un mayor nivel de contestación social y migratorio.
Los nuevos rostros de la política no servirán de mucho si el régimen no toma otro rumbo para enfrentar tal situación.