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Opinión

Los viejos dirigentes no convencen a sus hijos

Eusebio Leal habla en un discurso de sus hijos exiliados. Rafael Hernández escribe una 'Carta a un joven que se va'.

Madrid

En Cuba, el promedio de edad del Comité Central ronda los 70 años. El crecimiento poblacional se encuentra estancado debido a la baja natalidad y las altas cifras de emigración. Quienes emigran son, en su mayoría, los jóvenes.

Hace dos meses, en un encuentro convocado por la Iglesia Católica, Eusebio Leal Spengler, Historiador de La Habana, por cumplir 70 años de edad en septiembre, se permitió una confesión personal. Reconoció que "el tema de la emigración" correspondía, no ya a amistades suyas, sino también a sus hijos. A "nuestros propios hijos", dijo.

Su plural, si no mayestático, debió aludir a todos los hijos de altos dirigentes que viven fuera de Cuba. El problema de la emigración (llamarle tema resulta un eufemismo) ha entrado también en las mansiones de los jefes. Y Leal Spengler reconoció su fracaso: "Pude persuadir a muchos, menos a mis propios hijos".

Hablaba, por supuesto, de persuadirlos para que no se marcharan. Y agregó: "Ellos decidieron hacer su destino y acogerse también a eso que llamamos nosotros la diáspora. Quiere decir: ir a cualquier parte del mundo".

No ha de existir señal más evidente del fracaso de la sociedad construida por el castrismo que las cifras de jóvenes que consiguen abandonarla. No hay señal más evidente de la intolerancia de ese régimen que las trabas impuestas a quienes se marchan. Muchos países vecinos cuentan con emigraciones comparables en número a la cubana. Existieron también, en otras épocas, oleadas de emigración cubana. Pero ninguno de esos vecinos y ancestros ha tenido que vérselas con una legislación migratoria como la del régimen castrista.

Los viejos dirigentes no han sabido construir un país habitable y tratan de que no cunda la noticia del fracaso. Han despilfarrado más de medio siglo prometiendo un futuro, anunciando generaciones para las que estaría dispuesta la obra revolucionaria, y se muestran incompetentes, no ya para arrimar esa obra y ese futuro, sino para convencer a quienes los conocen mejor y han vivido con mucha más soltura que el resto de los cubanos: sus propios hijos.

'Carta a un joven que se va'

A propósito de la emigración juvenil, el politólogo, profesor e investigador Rafael Hernández, director de la revista habanera Temas, en la sesentena, ha publicado una "Carta a un joven que se va". El destinatario no es su hijo, puesto que no podría precisar la fecha de su nacimiento: "Seguro no recuerdas la caída del muro de Berlín, pues quizás naciste en ese mismo año".

Igual que le ocurriera a Leal Spengler, Hernández cuenta con más probabilidades de convencerlo que si fuera hijo suyo. Sin embargo, no pretende hacerlo. O eso dice.

"Mi intención no es disuadirte, ni hacerte advertencias, ni mucho menos endilgarte un discurso patriótico. No pretendo hablarte como tu padre, consejero o guía espiritual; ni como mensajero de una fe religiosa, verdad revelada, voz de la experiencia o autoridad del maestro".

Sin embargo, pese a todas esas dejaciones, su carta aparece bajo un epígrafe de San Pablo, padre, consejero, guía espiritual, mensajero de una fe religiosa, verdad revelada, voz de la experiencia y autoridad de maestro. De la primera epístola a Timoteo: "Ninguno tenga en poco tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza… Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que oyeren".

Se trata (no importa cuántas excusas ponga su autor), no solo de una carta persuasiva, sino de salvación. De salvación del joven destinatario y también de la doctrina. Pero, ¿cuál doctrina? No la cristiana defendida por San Pablo, sino la doctrina castrista. De la cual se enumeran hechos apostólicos y milagros que, dada su edad, ese joven no pudo haber vivido.

"Para ti y tus amigos, la muerte del Che es un acontecimiento tan remoto como lo era la Revolución rusa para los que nos fuimos a alfabetizar en 1961", reconoce. A Hernández, de joven, le quedaban remotos los inicios soviéticos, pero alcanzó a vivir los primeros años de una revolución en Cuba. En cambio, a su destinatario le ha tocado lidiar con el Período Especial, y a ello se reduce toda su épica. Por eso le reprocha: "no has recolectado epopeyas como Playa Girón o la Crisis de Octubre, ni siquiera la guerra de Angola".

Hernández conjetura: "Sientes que la mayor diferencia con los viejos, sin embargo, no ha sido la falta de aquellas gestas, sino de aquellos sueños". No la guerra de Angola, sino el sueño de la guerra de Angola… Al politólogo, profesor e investigador le cuesta imaginar que un joven no se muestre identificado con la épica y los sueños y las doctrinas de sus bisabuelos.

"Lo peor no es haber nacido en un orden preestablecido, porque eso le pasa a todo el mundo, sino tus inciertas posibilidades de cambiarlo", escribe con bastante exactitud. Aunque acto seguido rebaja la decisión de emigrar a este puñadito de causas: un amigo que se ha ido antes, una pareja que se marcha, unos parientes en el extranjero que le prometen ayuda.

Su joven destinatario emigra por llamado de otros, por contagio y embullo, nunca por un episodio que le haya hecho comprender lo imposible de cambiar el orden preestablecido. Rafael Hernández consigue novelarle amigos ausentes, parientes lejanos, amantes que se van lejos, pero no se arriesga a suponerle el más mínimo encontronazo con las autoridades. Y es que ese joven y todos los jóvenes a quienes podría servirle su carta no se van del país por razones políticas, sino porque Jauja mantiene encendidos sus neones en la orilla contraria. Es, como le gusta recalcar al oficialismo, un emigrante económico más.

A quien él le escribe: "Has escuchado que, según la Constitución, los derechos básicos de un cubano están más allá de su manera de pensar; y que la justicia social y la igualdad son precisamente eso: principios y valores que hay que ejercer de verdad, sin sujetarlo a clase, raza, género, orientación sexual, religión o ideología, porque representan la conquista más importante de todas, la de la dignidad plena de la persona. Bueno, si tú estás de acuerdo con eso, quizás te sorprenda escuchar que eres una criatura del socialismo".

La constitución que cita es la misma que fuera modificada en 2002 para hacer irreversible al socialismo. El socialismo que ha hecho de ese joven criatura suya no es otro que la dictadura ocupada en burlar todos esos derechos mencionados. El joven inventado por Rafael Hernández es, aunque no lo sepa él mismo, simpatizante de la dictadura.

Podrá irse todo lo lejos que quiera, pero llevará dentro de él la doctrina, tal como avisa el epígrafe de San Pablo. Le habrá sido amputada la pierna, pero aún le dolerá: es el síndrome del miembro fantasma.

Leer a Guevara y leer a Martí

El autor de la "Carta a un joven que se va" considera exclusivo de cierto régimen y de cierta constitución cubana (como si no los hubiese tenido en cuenta ninguna anterior) la atención a unos derechos. Pese a reconocer las pocas oportunidades del joven para influir en política, se desdice enseguida: "este sistema nuestro te consulta y te pide que te movilices, porque tu movilización y tus opiniones le son necesarias para que la mayoría de las políticas funcionen".

Habla, por supuesto, de consultas y movilizaciones dictadas desde arriba. De tareas de choque de las organizaciones de pioneros,  de jóvenes comunistas o de las federaciones de estudiantes.

Cita al comandante Guevara, y se pregunta cuánto de Guevara hay en el joven a quien le escribe. "Me figuro que lo admiras como protagonista de mil hazañas de guerra", intenta tranquilizarse. Porque al director de Temas no le cabría en su cabeza que alguien sienta indiferencia o rechazo por ese comandante.

"¿Por qué será que nunca te hicieron leer en clase El socialismo y el hombre en Cuba?", suspira.

En 1994, en medio de la estampida de balseros, Cintio Vitier diagnosticó que todo aquello habría podido atajarse con una más honda pedagogía martiana. Una buena inmersión en Martí salvaría a cualquiera de construirse balsa: de ahí salieron los Cuadernos Martianos en los programas escolares.

Sin llegar a la franqueza de Vitier, Hernández parece achacar el mismo efecto apaciguador a los textos de Guevara. (Me he sorprendido últimamente pensando en lo decisivo que habría sido  Vitier, ahora que confluyen los jefes de sus dos ortodoxias: la Iglesia Católica y la dictadura. He pensado en el energúmeno que habría sido.)

Hernández no para hasta dotar al destinatario de su carta de alguna culpabilidad. Consigue imputarle lo poco representados que se encuentran los jóvenes en el Poder Popular. Cita estadísticas: en 1987 los delegados municipales y provinciales jóvenes constituían el 22 %, en 2008 se habían reducido al 16 %. Le recrimina: "Sea cual sea la causa de ese bajísimo perfil, está claro que mientras más jóvenes como tú salgan del país, menos será su presencia en cargos políticos; y si resides afuera no vas a poder votar ni mucho menos ocupar ninguna responsabilidad. Como ves, tu decisión de irte tiene hondas implicaciones también para los que nos quedamos".

Al politólogo, profesor e investigador le interesa menos averiguar las causas de la baja representatividad política de los jóvenes que echar encima de quienes se van la responsabilidad y las hondas implicaciones. Hernández es incapaz de imaginar (ya no digamos reclamar) un sistema electoral donde quepan los exiliados y ningún cubano, como reza la Constitución de la que alardeara, se vea menoscabado por su manera de pensar.

Y, puesto que los delegados del Poder Popular tienen que contar con el beneplácito del partido único y él no osaría objetar tal sistema, lo que le recrimina al joven es su lejanía del partido único.

Diáspora, nunca exilio

Algunos, según él, "se fueron a la diáspora y han terminado en el exilio". Rompen (pero esto Rafael Hernández no lo declara) con el anhelo del oficialismo: que toda emigración se considere económica.

El exilio es para él una enemistad manifiesta. Enemistad hasta cierto punto explicable, cuyas causas "radican allá y aquí".

Al parecer, para poder hablar en Cuba de la culpa, ésta ha de estar forzosamente equilibrada, dispersada en un adentro y un afuera. Se hace obligatorio describir dos intransigencias, enfrentadas y simétricas. De manera que afuera, en el exilio, tenga que existir un impedimento equivalente a las trabas migratorias dispuestas por el Gobierno cubano. Un impedimento que reste gravedad a esas trabas migratorias del Gobierno.

Este mismo esquema fue utilizado hace unos meses por Leonardo Padura para hablar de la censura política de artistas y escritores cubanos. Con tal de aludir al celo inquisitorial demostrado tantas veces por el Ministerio de Cultura y el Ministerio del Interior, se vio en la necesidad de inventarse inquisición del exilio a esa misma escala.

El esquema de dos vectores opuestos (extremismos del exilio contra extremismos oficiales) permite a los Hernández y a los Padura justificar de algún modo censuras y destierros. Porque nunca les niegan chance a las autoridades: dejan abierta la hipótesis de que todas esas violaciones han ocurrido debido a la necesidad de ripostar a los ataques llegados de fuera. Es, sacada del campo de las relaciones entre Cuba y EE UU, la sempiterna excusa del bloqueo.

Hernández procura convencer al joven a quien escribe de que no caiga en el exilio. De que no integre "la industria del anticastrismo", contra la cual le hace varias advertencias.

Ya que no va a vivir en Cuba, mejor que se mantenga en la diáspora. La diáspora es una suerte de limbo en la nueva teología migratoria.

Hacia el final, su mensaje rompe a hablar en primera persona del plural: "Quiero terminar esta carta, naturalmente, con una despedida. No queremos que te vayas. Pero si ya lo decidiste, ninguna talanquera burocrática te lo impedirá, y lo que más cuenta ahora es que no te vayas para siempre. Queremos que no partas del todo, y para asegurarlo, lo primero es poner un calzo para que la puerta siga abierta."

¿Habla en nombre del Gobierno y de las instituciones oficiales? Si no fuera así, ¿cómo puede estar tan seguro de que el joven no encontrará traba entre los burócratas? Su despedida junta melodrama y política: "Dondequiera que estés, piénsate uno de nosotros, y que perteneces aquí, pase lo que pase. No rompas ni nos des la espalda ni te dejes provocar por nadie, de allá o de aquí, que pueda convertirte en un enemigo. Levántate cada día recordando esta nave donde seguimos remando, que solo se mueve si todos la empujamos".

El Estado como nave en la que todos reman suena sumamente optimista. ¿Podría señalar el remero Hernández hacia dónde enfilan? (La imagen del Estado como nave viene de Horacio. Más adecuada al caso cubano es otra, de Lucrecio, que Hans Blumenberg persigue en un hermoso ensayito: Naufragio con espectador.)

Rafael Hernández llega a darle remos al joven de la diáspora: "También tú puedes remar desde allá, para que siga a flote y se encamine a buen puerto".

Luego de exigirle que no llegue al exilio, lo invita a colaborar en el afianzamiento de una sociedad que le niega el voto. Lo anima, al fin y al cabo, a que se sume a la transnacional del castrismo.

No es descabellado entonces conjeturar que esa carta podría hallar su destinatario perfecto en el integrante de una futura Red Avispa.

Una dura cola bajo el sol

El autor de la "Carta a un joven que se va" es el mismo que, en una conferencia celebrada a fines de 2009 en Florida International University (FIU), tachó de "ciberchancleteo" la labor de los blogueros independientes cubanos.

"Por definición no es un debate analítico, desafortunadamente tiene más de catarsis que de debate", sostuvo. Él, que parece aceptar bastante bien las mesas redondas pactadas de antemano y la asambleas siempre unánimes, no tomaría en cuenta opiniones como aquéllas. Las rechazaba de plano, por definición. Las caricaturizaba, de puro miedo.

Fue también él, entre todos los participantes de una mesa redonda organizada por el Centro Teórico Cultural Criterios, el único que no aludió ni condenó la vigilancia y el veto policial impuestos a la entrada. El resto de sus colegas en la mesa lo hizo, mientras él prefirió ser cauteloso. O consecuente: algunas de las presentaciones de la revista que dirige se han beneficiado de esos cordones profilácticos. Así, la discusión que convocara acerca del influjo de internet en la cultura pudo celebrarse sin que traspasaran la puerta los blogueros independientes que intentaban asistir. Jóvenes en su mayoría.

En el mismo discurso en que hablara de sus hijos en la diáspora, Eusebio Leal Spengler deslizó unas cuantas quejas por el trato recibido en la Oficina de Intereses de EE UU. Invitado por la Biblioteca Pública de Nueva York, fue en busca de visado para su viaje. "No reclamo para mí ningún privilegio", adujo, "pero como acostumbro a recibir en la puerta de mi casa a quienes me visitan, porque creo en esas prácticas caballerescas, estaba incómodo en la cola afuera bajo el sol".

Su único consuelo fue que los demás cubanos lo acompañaban. Su único consuelo fue la demagogia.

La extrañeza de hacer una cola, la extrañeza de no ser distinguido entre la muchedumbre y de no recibir el trato correspondiente a su encumbrada dignidad, lo hicieron propenso a los detalles. Contó, en el discurso, este trauma: "Estábamos todos allí. Después pasamos por aquellas rejas giratorias e ingresamos en una sala donde solamente había un televisor con muñequitos. Iban llamando: el 48 verde, el 30 azul… Yo me dije: 'Dios mío, será esto una anticipación del campo de concentración'. Es algo terrible: hemos sido llamados con un número y con un color".

Rafael Hernández, autor de una carta falsamente preocupada por el destino de los jóvenes cubanos, no ha dudado en ningunear y censurar a jóvenes mucho menos hipotéticos que el que se inventara como destinatario. Eusebio Leal Spengler, caballeroso hasta recibir en la puerta a quienes lo visitan, no tiene a mal defender un sistema hecho de colas bajo el sol para los otros. (Colas que, aun sin ser yo historiador, no compararé estúpidamente con ejemplos extremos del horror político.)

Leal Spengler defiende un Estado policial cuyas técnicas van mucho más allá de dotar de color y número a cada individuo.

El promedio de edad del Comité Central ronda los 70 años. El crecimiento poblacional del país se encuentra estancado debido a la baja natalidad y las altas cifras de emigración. Quienes emigran son, en su mayoría, los jóvenes.

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