En el contexto belicista en que vivía Europa en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Benito Mussolini decide en 1935 enviar un contingente de 400.000 soldados a Abisinia (hoy Etiopía), a fin de consolidar las posiciones de su país en esa región y eliminar los focos de rebelión que brotaban por allí. Nadie podía ignorar que dichas tropas no iban con ánimos altruistas ni evangelizadores, sino con el inicuo propósito de matar africanos mal armados.
A pesar del criminal objetivo de aquella expedición, el Papa de entonces, Pío XI, no tuvo reparo alguno en bendecir con solemnidad —haciendo la señal de la cruz en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo— aquellas tropas movilizadas con tan mortíferos designios.
Fue así como comenzó una tortuosa trayectoria de connivencia entre las potencias nazi-fascistas del Eje (Alemania, Italia) y el clero romano. Dicha connivencia fue objeto de vaivenes, con el nuevo Papa Pío XII decidiéndose al fin, si bien con un inquietante retraso, a guardar las distancias del Vaticano con respecto a aquella coalición.
La complicidad de la Iglesia Católica con un poder criminal en el siglo XX no se limitó al Viejo Mundo. En América Latina, numerosas fueron las ocasiones en que la jerarquía católica se convirtió en aliado de tiranos.
Ocurrió, para no citar sino un solo caso (que, por haberlo vivido, el autor de este artículo conoce bien), no lejos de Cuba, en la República Dominicana de Rafael Trujillo. Allí, durante tres largas décadas —y a cambio de concordatos, prebendas y construcción de templos— la jerarquía católica se dedicó con un ahínco bochornoso a cooperar con aquel régimen despótico, movida por una maquiavélica consigna: "Trujillo pasa, las iglesias quedan".
La indolencia de la jerarquía católica ante el padecer de los disidentes dominicanos (llamados "desafectos") no tuvo límites ni vergüenza, al mismo tiempo que todos los tedeum del mundo no parecían suficientes para honrar al tirano y su familia.
Solo al final, cuando la armazón del aparato trujillista comenzó a agrietarse, la Iglesia cambió la chaqueta. Obispos extranjeros recién llegados al país, y por ende exentos de complicidad, decidieron hablar y actuar con solidaridad hacia el pueblo, recordando el deber de todo gobernante de respetar los derechos inherentes a la persona humana.
A los cubanos les ha tocado sufrir la misma indiferencia de la jerarquía católica. Una indiferencia que se une a la de estadistas del continente, a la de responsables de organizaciones regionales (en particular la OEA, dirigida por José Insulza), y a la de las Naciones Unidas, cuyo Consejo de Derechos Humanos ha tenido la desfachatez de ofrecerle un asiento al régimen castrista.
Y es justamente en esa olímpica soledad de medio siglo donde se encuentra la grandeza, significación y trascendencia del interminable viacrucis del noble y sufrido pueblo cubano.
¿Qué resultado concreto se habrá llevado el Papa —a su residencia veraniega de Castelgandolfo— de su visita al feudo de los Castro? ¿Alguna concesión en materia de derechos humanos? No. ¿De apertura política? Tampoco. ¿Podrá pensar que su visita ha servido para hacer avanzar la libertad de expresión en el país? Al contrario: desde que el avión del Papa despegó de suelo cubano, se observa una recrudescencia de los acosos y arrestos de figuras de la disidencia.
Lo único que el Papa logró, siendo lo único que pidió cual una limosna protocolar, fue que sea declarado feriado el viernes en que se conmemora la muerte de Jesús. ¡Tamaño éxito!
Con un cinismo similar al del clero dominicano durante la tiranía trujillista, Benedicto XVI y sus ovejas obispales podrán argüir para justificar su cobardía: "Los Castro pasan, el Viernes Santo queda".
El martirio cubano no hubiera sido completo sin esa indolencia papal que ha antepuesto burdos cálculos litúrgicos a las obligaciones morales del Evangelio que la Iglesia pretende encarnar y propagar.
Que se revuelquen, pues, como lo han hecho tantas veces en tantas latitudes, en los fangos abyectos de la complicidad. Son ellos, esos arzobispos, cardenales y papas prestos a contemporizar con déspotas y autócratas teñidos de sangre humana —sin dignarse a recibir "un minuto", no más, a Damas de Blanco representantes del honor de todo un pueblo—, son ellos, repito, quienes al fin y al cabo tienen, en términos de imagen, prestigio y vergüenza, todo que perder.
A decir verdad, esa indolencia cómplice no habrá cambiado gran cosa al paisaje de desolación que sirve de tela de fondo a la vida en Cuba. Hoy, la Iglesia católica no es ni sombra de lo que antaño fue. Su influencia es más cosmética que real. Basta con ver las iglesias desiertas en Europa, América Latina y el resto del mundo, abandonadas en beneficio del agnosticismo o de confesiones con menos lastre moral y mayor lustre místico, para comprobar que la Iglesia de Roma ha quedado desahuciada por la historia, satisfaciéndose con entrar en componendas de palacio con tal de sobrevivir algunos instantes más.
Lo importante de la indolencia papal es que el pueblo cubano sabe finalmente que no podrá contar sino consigo mismo para deshacerse del yugo que lo asfixia desde hace medio siglo.
Mientras tanto, por los calabozos del castrismo y las calles de provincia y de La Habana, el disidente cubano deambula solo. Solo con sus pesares. Solo con sus principios. Solo con su conciencia.
Y cuando en la Cuba indómita repiquen de nuevo con júbilo las campanas de la Libertad, y los Inácio Lula, José Insulza, Jaime Ortega y el Papa de turno traten de incorporarse a la procesión de la victoria, clamando una solidaridad tan repentina como superflua hacia un pueblo cubano redimido por sus propias fuerzas, ese pueblo de la estirpe de Martí y de Maceo, e inspirado por el sacrificio de Zapata Tamayo y Villar Mendoza, y por el arrojo de Andrés Carrión y de tantos compatriotas más, podrá apostrofarles a esos aliados de la hora 25, con el menosprecio que ellos merecen: "¡No, ya es demasiado tarde!"