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Opinión

El centralismo democrático

A pesar de ciertos cambios, el gobierno sigue percibiéndose como 'rector' de las actividades económicas y cívicas de la sociedad. ¿Qué hacer?

La Habana

Al parecer, la "actualización del modelo económico" está siendo acompañada por una actualización del modelo estatal. En el mes de marzo, se conoció la noticia de nuevas estructuraciones de los Organismos de la Administración Central del Estado.

Según informó el periódico Granma, "fueron aprobadas por el Consejo de Ministros las propuestas de perfeccionamiento de los ministerios de Finanzas y Precios y de Trabajo y Seguridad Social, así como la transformación del Ministerio de la Industria Básica (MINBAS) en el Ministerio de Energía y Minas, que desarrollará las funciones estatales en las actividades petroleras, la energía eléctrica y la minería. Igualmente, se aprobó la creación del Ministerio de Industrias a partir de la fusión de [los ministerios de] las industrias Sideromecánica, Ligera y Química, esta última anteriormente atendida por el MINBAS".

Tras estas reorganizaciones ministeriales, hay varios aspectos que deben ser considerados. El primero —y más inmediato—, es la continuación de la política de despidos de funcionarios públicos, la mayoría de los cuales deberá buscar fortuna en el incipiente sector privado.

Sin embargo, lo más importante de las nuevas medidas es que confirman que el gobierno sigue girando sobre el paradigma de un Estado cupular que rige el fin y la dinámica de las actividades económicas y cívicas de la sociedad. El gobierno piensa que el éxito (o sea, la modernización del país) depende de reformas burocráticas que apenas afectan las bases productivas del sistema (o sea, el carácter de la propiedad). Las depuraciones burocráticas pueden optimizar la gestión empresarial, pero no garantizan per se un estímulo al crecimiento económico, para lo cual es necesario crear una base jurídica que permita el desarrollo de un capital autóctono y dé confianza a las inversiones extranjeras.

Ante todo, lo que debe cambiar es el estatus indigno de ciudadanía, para que los cubanos tanto de la Isla como de la diáspora puedan invertir de forma transparente sobre los sectores deprimidos de la economía nacional, sobre todo en el ámbito de los servicios. Así —y en aras de la simplificación—, el Ministerio del Comercio Exterior y la Inversión Extranjera haría bien en llamarse simplemente Ministerio de Comercio e Inversiones, pues los cubanos han de tener el mismo derecho (o más) a invertir en el país que los empresarios foráneos.

Por otra aparte, hablar de comercio interno parece exagerado, ya que el Estado, más que comerciar, lo que hace es distribuir productos a los ciudadanos. Más que un comercio interior, los que existe es una compraventa entre el Estado y las personas, y como el primero acapara a través de sus empresas el comercio nacional, la mayoría de los agentes privados (cuentapropistas y agricultores pequeños) comercian con lo poco que pueden producir, a veces con tecnologías artesanales, y obteniendo ganancias mínimas.

Según la perspectiva gubernamental, el problema del desarrollo económico queda reducido a la solución de la obediencia, pues solo si las instituciones y el pueblo resuelven "los problemas de orden, disciplina y exigencia", se podrá avanzar... Creen las autoridades que la persuasión ideológica será suficiente para alentar los sueños de un progreso ya demasiado diferido. Apretando la biblia de los nuevos lineamientos, el gobierno sigue creyéndose profeta de la iglesia del Estado, la cual debe velar por la consciencia y la buena conducta de su rebaño ciudadano.

Al gobierno cubano "le conviene el movimiento, pero no el cambio" (como dice Alexis Jardines en un artículo reciente). Estas reestructuraciones son prueba de que lo que intenta es aliviarse de un viejo lastre, al cual le achaca parte de los fracasos del sistema, pero que ya le es consustancial; "el centralismo burocrático", como le llama Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel.

Hay una relación orgánica entre el anquilosamiento de la clase dirigente y el anquilosamiento de las estructuras del Estado, siendo el segundo un reflejo del primero. "El predominio del centralismo burocrático en el Estado —nos dice Gramsci— indica que el grupo dirigente está saturado y convirtiéndose en una camarilla estrecha que tiende a perpetuar sus mezquinos privilegios regulando o incluso sofocando el nacimiento de fuerzas contrarias".

Pero también la sociedad civil tiene una responsabilidad evidente en la dilación de ese letargo político, ya que "en todo caso, hay que señalar que las manifestaciones morbosas de centralismo burocrático se han producido por deficiencias de iniciativas y responsabilidad en la base, o sea por el primitivismo político de las fuerzas periféricas" (Gramsci dixit), en este caso aquellas no afiliadas al Partido Comunista.

Como se ha demostrado en varios encuentros de Estado de SATS, incluyendo el del día 3 de marzo, el intercambio académico e intelectual (aunque sea virtual) puede jugar un papel importante en las trasformaciones futuras de una política que está hoy en ciernes, y coadyuvar a un verdadero "cambio de mentalidad" que fluya hacia el paradigma democrático, o sea, hacia el diálogo multicultural, la representatividad política de todas las ideologías tradicionales, y la búsqueda de un consenso en el que no queden sacrificados los derechos individuales.

Un Estado que no es capaz de reconocer a otros actores políticos, y que funciona como una sustancia maleable en manos del gobierno, es en el fondo un Estado débil, por mucho que la burocracia lo haga lucir gordo y pesado. Si se manifiesta así, es gracias a su disfuncionalidad, o sea, al divorcio entre las dinámicas microsociales y la dinámica macropolítica. La intelectualidad emergente de la sociedad civil debe romper la imagen del Estado como un gobierno nacional, favoreciendo los proyectos independientes, que no son más que el cuerpo de una verdadera autonomía popular.

De ese modo, se estimulará a que los organismos centrales del Estado deban aprender a convivir con las organizaciones no gubernamentales (como la Asociación Jurídica de Cuba), pues al final todos los grupos sociales y políticos deben convenir en su respeto a la ley. Y esa ley debe poder conjugar el reconocimiento a los derechos humanos, con la actualización de una racionalidad histórica, que revise continuamente su legitimidad frente a los discursos y problemas del presente.

Ese "centralismo democrático" del que habla Gramsci, basado en la comunicación fluida entre "los impulsos de abajo con el mando de arriba", será la mejor garantía para fundar una nueva república, en donde las fuerzas políticas (de abajo) puedan cohesionarse, pero no diluirse en pro de un nacionalismo. En una sociedad democrática, esas fuerzas deben girar no tanto sobre el Estado, y mucho menos el gobierno, sino en torno a la ley, como garante del principio de equidad.

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