"I'm dreaming of a White Christmas, just like the ones I used to know…", cantaba Frank Sinatra con su voz admirable, que en diciembre adquiría un tono melifluo. Sin embargo, los jardines de la calle Medrano, mi calle, junto al cuartel de Columbia, así como el patio con fuente que había justo al lado del Instituto de Segunda Enseñanza, se encargaban siempre de contradecir al crooner.
Los jardines (no sé si para nuestra felicidad o nuestra desgracia) nunca fueron blancos, sino verdes y rojos, con ese verde y rojo intensos de las flores de Pascua que aparecían con tanto júbilo, como si tuvieran conciencia de que anunciaban la mejor y más divertida temporada del año, que para la mayoría terminaba el 6 de enero, día de Reyes, y para mí, el 7, día de mi cumpleaños.
Además, ese lapso de fiestas comenzaba de modo extraño o cuando menos peculiar, también rojo. El 4 de diciembre, día de Santa Bárbara, había fiesta en casa de Nieves Fresneda. No en casa de Nieves Fresneda, para ser más preciso, porque ella, como casi todos nosotros, vivía en dos exiguas habitaciones; la fiesta se organizaba en los patios comunes, en el portalón de la bodega de Martínez y en el tramo que iba desde la calle Santa Petronila hasta la calle de la Línea.
En la esquina disponían una gran mesa de mantel blanco con una santa de madera que tenía pelo de verdad, capa de tela púrpura, con lentejuelas doradas y espada desafiante. La rodeaban de flores, hojas de areca, velas y lámparas de aceite. Y el tamboreo que comenzaba temprano y se prolongaba hasta el amanecer del día 5.
Esa noche casi nadie dormía; tampoco es que quisiéramos. Los mayores bebían abundante ron y aguardiente, bailaban, jugaban dominó y lotería y se sabía que era ese el mejor modo de dar inicio a las fiestas que estaban por llegar.
Hacia el 15 de diciembre se desempolvaban y engalanaban los árboles de Navidad. Por lo general, abetos de alambre, forrados con papel crepé, que durante el resto del año permanecían atados con cordel sobre los armarios o en los cuarticos de desahogo. Algunos se iban a cortar pinos, araucarias (a las que se daba categoría de pinos) y que abundaban por toda la avenida San Francisco hasta el Hipódromo. En realidad, las ramas de pino no eran convenientes, porque se ponían mustias con los días y cedían al peso de tanto florón y bolas de cristal.
Recuerdo como un gran momento de la vida de entonces aquél de sacar las cajas con las bolas y adornos y comprobar que, de un año para otro, casi ninguna se había roto.
El árbol de mi casa estaba adornado con guirnaldas y bolas azules, todas azules y todas del mismo tamaño. Mi madre lo consideraba bonito así, más discreto y elegante. Yo discrepaba en silencio. Prefería los árboles de los vecinos, con las bolas de todos los tamaños y colores, estrellas, flores, calcetines, campanitas, trineos, y la abundancia de algodones que querían simular la nieve que nunca habíamos visto. Recuerdo un adorno extraordinariamente raro, una especie de tubo de ensayo que, conectado a la electricidad, agitaba un agua colorida.
Para mí, lo mejor era el Nacimiento. Abrir la caja de cartón color madera, que simulaba un cofre, para extraer una a una las piezas esmeradamente envueltas en papel de periódico. Se cuidaba mucho nuestro Nacimiento porque era mexicano. Nos lo había regalado la profesora Emilia, que era mexicana y viajaba a su país todos los años. Yo no acaba de ver la diferencia entre el nuestro, mexicano, y el de los otros, fueran de donde fueran, pero sabía que había que cuidarlo por su prestigio añadido.
José y María, matrimonio mexicano, el niño mexicano sobre el pesebre, algunos pastores, unas vacas y una mula, mexicanos todos, y una cabra que comía hierba fresca y que sí no debía de ser mexicana, superviviente quizá de otro Nacimiento anterior y es que, en proporción, tenía un tamaño mucho mayor que las figuras humanas.
Tampoco el pesebre era mexicano. Lo compramos en una tienda que me gustaba, llena de juguetes y abalorios, Alkázar, una quincalla gigante en la esquina de la Calzada Real con la calle General Lee.
Había un satisfecho mal gusto en todo aquello, una ingenuidad casi carnavalesca, que tenía su lado candoroso, primitivo y feliz.
Y ahora que lo pienso, qué ambición, qué voluntad de nieve. Qué patético deseo de que fueran White las Christmas. Qué candidez desesperada en el intento de que la realidad se adecuara a la canción de Irving Berlin. Y entonces, a falta de nieve, comprar rollos y rollos de algodón en la farmacia del doctor Veloso, el más favorecido con nuestra nostalgia.
El 17, otra fiesta anticipaba las fiestas, San Lázaro y sus largas peregrinaciones. Y hablando de peregrinaciones, a partir de ese momento comenzaban los paseos obligados. No recuerdo el orden; recuerdo en cambio vívidamente los lugares a los que íbamos. Al Coney Island, por ejemplo. La gigantesca vieja de la entrada, que durante todo el año se retorcía de risa, lograba un merecido descanso al ser sustituida por un Santa Claus también gigantesco.
Otro Santa Claus gordísimo se alzaba en el segundo piso de El Bazar Inglés, justo al lado del Ten Cents de Galiano. En el Hogar Clínica San Rafael, frente a la quinta San José de Lydia Cabrera, montaban un Nacimiento bajo una gruta de papel coloreado.
Otro Belén de obligada visita estaba en la iglesia de San Juan Bosco, en la calle Santa Catalina, éste con la mágica particularidad de un toque de guiñol, puesto que los pastores se movían cuidando los rebaños, los reyes llegaban en camellos, y, lo más sorprendente, el niño aparecía como por milagro en un pesebre que hasta una determinada hora se encontraba vacío.
Aunque el Nacimiento más impresionante se podía ver al aire libre, en una de las furnias de El Vedado, junto al edificio art decó del arquitecto Rafael de Cárdenas (el primo de Anaïs Nin), en 23 y O; y es que las figuras de este Belén tenían el tamaño y las expresiones de nosotros, las personas de la vida real.
Alguna noche mi tío montaba a todos los primos en su Pontiac y nos llevaba al reparto Víbora Park. Aquel reparto era lo más parecido a lo que comenzaban a ser, y serían luego, los barrios del North West y el South West de Miami, con casitas de clase media pretenciosa, muy "años cincuenta", que a nosotros, marianenses del hacinado reparto Hornos, nos parecían aristocráticas, como de películas (el mundo Pleasantville, diría ahora) alejadas de las aceras, con extensos jardines que se adornaban con profusión de luces, en una tácita competencia por ver quién prendía más y más sofisticadas bombillas en colores. Y en cada puerta, las inevitables coronas de Adviento.
También había que ir a dos tiendas: J. Vallés, en San Rafael e Industria, donde, gracias a un antiguo teléfono, se tenía la posibilidad de hablar con los tres Reyes Magos, sentados en sendos tronos tras las vidrieras; y a Al Bon Marché, junto a la iglesia de Reina, casi esquina con la calle Belascoaín, un establecimiento religioso donde se compraban las postales navideñas, para todos los gustos y bolsillos; las mejores, las que más nos gustaban, como no podía ser menos, tenían escenas nevadas que calmaban (o exasperaban) la nostalgia del frío.
Y ya desde el 23, bien temprano, comenzaba verdaderamente la gran fiesta. Para mi familia, la Nochebuena tenía que celebrarse en Bauta, en la Minina, en casa de los abuelos, donde el pueblo se convertía en potreros y había una pequeña laguna junto a la que se criaban los lechones para la comelata. La propia matanza del lechón se convertía en fiesta. Preparar el adobo con mucho ajo, orégano y naranja agria, otra fiesta. Abrir el hueco en la tierra para improvisar el horno con hojas de plátano, otra fiesta. Hervir la yuca y amasarla para los buñuelos, otra fiesta más.
Se prendían luces en los árboles del patio y las mesas se unían a las mesas y los manteles a los manteles, para formar un mueble interminable que permitiera la reunión de la familia. Entonces no faltaba nadie. Como el mundo de los niños puede ser cruel, y, por lo mismo, casi desconoce la hipocresía, teníamos la idea de que todo era amable, armónico, satisfecho. Nos queríamos. Nadie traicionaba a nadie. No estábamos al tanto de pobrezas y desgracias. Desconocíamos enfermedades y ruinas. En ese período del año, teníamos la superstición de que el sufrimiento era algo que solo afectaba a los otros.
Y claro, tampoco sabíamos de ausencias. Ninguna de las muertes posibles nos habían afectado. Nadie pensaba en huir, de la forma que fuera. Al menos nosotros, no teníamos nada de qué huir. Se partía del presupuesto de que vivíamos en el lugar que nos pertenecía por derecho propio, aunque hubiera que simular la nieve con un poco de algodón. Presupuesto al fin, eso ni siquiera se pensaba. Nadie nos gritó que carecíamos de derecho a aquella parte de Marianao por pensar de un modo u otro, por creer o dejar de creer. Era indiscutible que nos hubiera parecido extraño, una locura, que alguien pensara que las cosas podían ser de otro modo. Si a algún miembro de la familia se le hubiera mencionado la palabra "éxodo", ésta habría alcanzado a lo sumo para una vaga referencia bíblica.
No hay que decirlo: las cosas siempre pueden ser de otro modo. "La vida da muchas vueltas", exclamaba mi abuela sin que probablemente supiera con exactitud el alcance sombrío de una frase que solo buscaba abarcar lo cotidiano, que solo pretendía ser trivial. Las Navidades (y cualquier atisbo de ingenuidad) se fueron terminando. De pronto, aprendimos que éramos los personajes del drama y de la historia, del drama de la historia. Y eso que no habíamos ido en busca de ningún autor.
En 1969, con el pretexto de la llamada Zafra de los Diez Millones, se eliminaron del todo las Navidades. Un golpe de dados nunca abolirá el azar, pero un decreto del poder puede abolir cualquier cosa. Ese fue el primer año, lo recuerdo, en que la escuela al campo se programó para diciembre. La fiestas navideñas ya no eran fiestas navideñas y nos alcanzaron en un campamento llamado Olano, entre Cabañas y el central Sandino (antiguo Merceditas), en Pinar del Río.
Para desprestigiar las antiguas celebraciones, la noche del 24 para el 25 de diciembre nos llevaron a una gran nave con montañas de unas vainas a las que debíamos sacar los frijoles. Y no cualquier frijol, sino gandul. Ignoro, sin embargo, si poseía tanta sutileza el sentido del humor de la dirección del campamento. Esto es lo que un gran poeta llamaría “pasar del corazón a los asuntos”.
Ya para entonces, nadie, ni el melifluo Frank Sinatra cantaba "I'm dreaming of a White Christmas". Ningún niño soñaba tampoco con escuchar "sleigh bells in the snow"… Como era de esperar, los Reyes Magos nunca volvieron a J. Vallés ni a ningún otro sitio de La Habana. Se acabaron los sueños y comenzaron las pesadillas con repiques de batalla. Comenzó la guerra, una larga, permanente guerra, aunque, como la de Troya para Giraudoux, nunca tuviera lugar. Y la nieve, la única nieve, sería la de ciertos disparos en versos de canciones fallidas, con intentos de poesía a lo Trilce.
Y por supuesto, murió Nieves Fresneda y desaparecieron los patios y entre ellos el gran patio del Instituto; cerraron las quincallas, las bodegas de Martínez y de Plácido, y todas las demás; se derrumbaron algunas casas, y muchos de sus dueños tuvieron que salir huyendo (y no solo de las casas), como damnificados de una guerra sangrienta donde no había combates ni disparos, salvo aquellos de nieve de la canción.
Lo de menos fue que, sin que nos diéramos cuenta, se rompieran las bolas azules del árbol, y que un día ordenaran arrancar las flores de Pascua para sembrar aquellas matas de café caturra que no florecieron y por tanto no sirvieron para nada. Hasta donde sé, del Belén mexicano sólo sobrevivió la cabra, justo la pieza que no era mexicana, y que extrañamente pastó sin hierba desde entonces.
Barcelona, diciembre de 2011