El miércoles 24 de agosto a las 5:04 PM, un terremoto de 6,8 grados en la escala de Richter causó daños en al menos 187 pagodas en Birmania. Sin embargo, en la antigua capital del país, Rangún, en la pagoda Shwedagon, el temblor apenas alteró el suave flujo de visitantes. La estructura dorada del estupa —su base octogonal, sus anillos, su campana, su flor de loto bocarriba y su flor de loto bocabajo, sus festones y molduras con miles de diamantes y rubíes, su bombilla de plátano, su paraguas y su finial— resistió incólume las ondulaciones subterráneas. Como mucho, en la tienda del complejo, entre budas de sándalo y elefantes de jade, temblaron las estatuillas de Aung San Suu Kyi, la líder política que desde las elecciones de noviembre de 2015 intenta manejar los destinos del país.
Resulta curioso encontrar en Shwedagon estatuillas de "la Señora", como muchos birmanos llaman a su líder. A fin de cuenta estamos en un lugar de culto, fundado a partir de ocho cabellos de Buda alrededor del año 588 antes de Cristo. Y a la Señora, antes de que su Liga Nacional por la Democracia ganara las últimas elecciones, la Junta militar la había mantenido 15 años bajo arresto domiciliario, acusada de ser alguien "capaz de quebrantar la paz y la estabilidad común". Uno se pregunta cómo es que en los pocos meses transcurridos entre las elecciones de 2015 y la tarde del terremoto de 2016, Aung San Suu Kyi ha pasado de ser una figura proscrita a codearse con las estatuillas del mismísimo Buda.
Que las muñequitas de la Señora se vendan ahora entre los souvenirs de la pagoda Shwedagon —cinco dólares la pieza— revela la dimensión del cambio político experimentado en el país. En Occidente, y sobre todo en Estados Unidos, la transición birmana está de moda. El presidente Barack Obama ha venido dos veces a "ayudar a empujar las reformas democráticas", y Hillary Clinton ha buscado alentar "un movimiento para el cambio".
No hay duda de que Birmania se ha transformado. Pero una pregunta aflora aún lo mismo en las calles de Rangún que en los aislados y violentos territorios fronterizos, y esa pregunta es si finalmente toda esa transformación acabará o no conduciendo a la democracia.
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En mayo de 2008, el ciclón Nargis dejó un centenar de miles de víctimas y dos millones de desplazados en el intrincado delta del río Irawady. Sus vientos azuzaron los ecos de la Revolución azafrán, protagonizada un año antes por miles de monjes budistas que reclamaban reconciliación y el fin de la miseria inducida.
Acorralada por los efectos del ciclón y de la revolución, la Junta militar aprovechó y llevó adelante una reforma constitucional a su medida —con bajísima participación popular y apenas discusión— que, sin embargo, en 2015, permitiría las elecciones que acabó ganando Aung San Suu Kyi y su Liga Nacional por la Democracia.
Antes, en 1962, la Junta había dado un golpe de Estado. Y lo que siguió fueron décadas de miseria y opresión según un manual ya clásico: cierre de fronteras y expulsión de extranjeros, liquidación de la prensa independiente y estatización de la industria, guerra interna contra los movimientos separatistas de base étnica para justificar el papel de la propia Junta como "guardiana" de la integridad de la nación, represión con fuego de las cíclicas oleadas de protesta y escaramuzas constitucionales para legitimar el poder castrense.
El Consejo Revolucionario formado por el general Ne Win y su Vía Birmana al Socialismo —un cóctel de misticismo religioso e ideas marxista-estalinistas— marcaron la pauta, seguidos por el Partido del Programa Socialista y el Consejo Estatal de Restauración de la Ley y el Orden (SLORC), constituido tras las masivas demostraciones de 1988. El resultado —hambruna, falta de libertades, un exilio masivo y miles de muertos y prisioneros de conciencia— no se hizo esperar.
Sepultado quedó aquel 12 de febrero de 1947 en que Aung San, padre de la Señora y héroe de la república, firmó junto a representantes de las etnias Chin, Kachin y Shan el acuerdo de Panglong, que sentaría las bases políticas del país y daría paso al Día de la Unión. Hoy, los militares birmanos siguen manipulando los hilos de una nación empobrecida, marcada por conflictos étnicos y religiosos, el tráfico de drogas y una corrupción generalizada.
Puede que incluso antes de saberlo —antes de concebir sus libros Rebelión en la granja y 1984—, el escritor inglés George Orwell haya sido ya un autor de mundos distópicos. Días en Birmania, su primera novela, se basa en sus experiencias de juventud en el país como miembro de la Policía Imperial India. Una de las tramas de la historia enfrenta a dos personajes locales, el doctor Veraswami y el magistrado U Po Kyin. Veraswami es un admirador del orden inglés, un trabajador incansable que cura diariamente en una miserable clínica a miles de enfermos sin recursos. U Po Kyin, por su parte, encarna al funcionario corrupto, manipulador y ávido de poder que, al final del libro, termina imponiéndose.
Mientras Veraswami es degradado al puesto de cirujano auxiliar y trasladado al Hospital General de Mandalay, donde el calor es insoportable y todo empieza con P —pagodas, parias, puercos, párrocos y prostitutas—, U Po Kyin acaba condecorado y ascendido, entre banderas y flores, por las autoridades coloniales que tanto desprecia Orwell.
No es difícil ver una continuidad entre U Po Kyin y quienes durante décadas han regido los destinos de la ex colonia británica. Junto a los conflictos étnicos y la falta de democracia, la corrupción es el gran problema que, según los birmanos, lastra al país.
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Aung San Suu Kyi habla de la corrupción cotidiana. La resume en su libro Cartas desde Birmania. El mercado negro domina el combustible, el otorgamiento y renovación de permisos y licencias, las comunicaciones, la electricidad, la agricultura, la venta de alimentos racionados… El salario de los funcionarios públicos es ridículo, así que la mayoría vive de los sobornos. No es verdad, dice la Señora, que los birmanos tengan aptitudes especiales para improvisar y solventar cualquier tipo de dificultad. Tan solo hacen lo que otros pueblos subyugados por sistemas que los llevan a la miseria: sobrevivir.
Cartas desde Birmania es un compendio de notas costumbristas y anotaciones políticas, a veces cándido, a veces de un sentimentalismo que se impone incluso al ambiente de terror que describe. Observaciones sobre el clima, las fiestas tradicionales, la hospitalidad birmana, las comidas, los niños, las canciones patrióticas, las flores y los festivales llenan muchas de sus páginas.
Según la Señora, el monzón es culpable de la tendencia a la nostalgia de los birmanos. Los meses de lluvia son para ellos la época más romántica del año. Ahora es agosto y llueve en Rangún, pero el salón en que nos reunimos con un grupo de seis congresistas de la Liga Nacional por la Democracia no tiene ventanas. Son ex presos políticos, antiguas víctimas de la represión. Humildes, visten orgullosos los colores distintivos del partido, longyis oscuros, camisas blancas de cuello chino, chaquetas color melocotón con botones de nudo.
Tras décadas de lucha, han alcanzado el poder por la vía democrática. Y se congratulan. Birmania ha cambiado: ha habido unas elecciones libres y transparentes, hay decenas de partidos políticos, centenares de presos de conciencia han sido liberados (sobre los que aún permanecen detenidos, los miembros del NLD exhortan a las organizaciones de la sociedad civil a que les provean información), uno puede asociarse (a pesar de que incumplir los requerimientos de la ley implique una respuesta penal), manifestarse, y aunque minoritaria y con límites, se tolera cierta prensa independiente.
Pero los militares siguen ahí. La Constitución vigente, redactada por ellos en 2008, les garantiza el 25% de los escaños en ambas Cámaras, pase lo que pase. Les garantiza también, al menos, una de las dos vicepresidencias. A su vez, para cambiar esa Constitución se necesitan más del 75% de los votos y además la celebración de un referendo; es decir, no se puede cambiar sin su consentimiento. Por otra parte, pase lo que pase, a los militares siempre le pertenecerán tres ministerios: Defensa, Interior y Fronteras. El aparato represivo sigue intacto; si bien ya no reprime, continúa vigilando, reportando, hostigando. Y una cosa es Rangún y Mandalay y otra las zonas rurales, donde los cambios apenas se han hecho sentir.
Los miembros de la Liga Nacional por la Democracia se defienden. Tan solo llevan unos meses en el poder. Se trata de avanzar poco a poco, de aprovechar los resquicios legales que deja la Constitución, de crear confianza, de rebajar la tensión. Sobre los crímenes del pasado, aseguran que la Señora ha perdonado a los militares "de corazón".
—¿Pero han reconocido los militares sus crímenes? —les pregunto.
A fin de cuentas, aceptar las responsabilidades es un paso imprescindible en la justicia transicional, un paso previo al perdón.
Los miembros del NLD sonríen y dicen que no.
—No lo han hecho, y no tienen intenciones de hacerlo. Pero nosotros confiamos en la Señora.
Su plan es fortalecerse y ser ellos quienes lideren el proceso de transición, y que a los militares no les quede más remedio que seguirles. Tienen una aplastante mayoría del voto popular. Sin embargo, es complicado. La burocracia y los funcionarios siguen siendo los mismos de antes, sobre todo los del temido Departamento de Administración General, que controla todos los asuntos locales. "Aunque se haya cambiado la locomotora, los vagones siguen siendo antiguos."
Cambiar la Constitución fue uno de los puntos del programa electoral del NLD. ¿Qué posibilidades hay de que lo logren en los próximos cinco años, antes de las siguientes elecciones?
Los diputados vuelven a sonreír mientras estrujan los envoltorios plásticos de los caramelos que chupan:
—75 por ciento.
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Hay una evidente dinámica de cambio en las calles de Rangún, una dinámica que hace muy difícil una vuelta al pasado. Entre la miseria, el moho y la podredumbre, hay ya algún que otro bar con cerveza de barril, productos cosméticos occidentales, vallas publicitarias, galerías de arte (con cuadros de la Señora mirando al horizonte), cadenas de comida rápida, tarjetas SIM a precios razonables (llegaron a costar una fortuna), y un tráfico endiablado tras el fin de la prohibición de importar carros (quien lo hacía debía pagar el 100% de impuestos a los militares, según el valor del vehículo).
Algo que también ha cambiado son las demandas, o al menos la intensidad de estas. Si bien en las manifestaciones masivas —1974, 1975, 1976, 1988, 2007— lo que se pedía frente a las bayonetas era echar a los militares, ahora se acepta que mantengan sus cuotas de poder. Ese es el reproche que, en sordina, emiten quienes aun disienten: antiguas víctimas, exiliados retornados, veteranos luchadores, representantes de las minorías étnicas más desfavorecidas.
Es el caso de Wai Wai Nu, de la Red de Mujeres Rohinyá. A sus 28 años, Wai Wai Nu pasó siete encerrada junto a su familia en la prisión de Insein. "Fue mi universidad de la vida", declaró hace un año al medio independiente The Irrawaddy. Los Rohinyá, más de 1.300.000 principalmente musulmanes, de los cuales 140.000 se hallan en Campos de Desplazados Internos, viven en condiciones de apartheid en el Estado de Rakán, en la frontera con Bangladesh.
Wai Wai Nu no pierde la sonrisa ni cuando habla de las condiciones de vida de su pueblo —sin libertad de movimiento, sin células de identidad, sin derecho a voto—. Para ella, el papel de la sociedad civil en la coyuntura birmana actual es incierto. La Liga Nacional para la Democracia está en el Gobierno, pero quienes lo controlan son los militares. La percepción del Gobierno sobre los grupos de la sociedad civil no es muy positiva, dice. No quieren ver demostraciones ni oír críticas. Se argumenta que el proceso es aún muy frágil, que no se debe presionar. El NLD piensa que quienes disienten están dificultando el proceso de paz, incluso habiendo sido ellos mismos activistas en el pasado.
—En mi opinión —comenta Wai Wai Nu— al inicio de cada proceso democrático tiene que haber principios y criterios que deben defenderse y establecerse. A pesar de que el NLD no tenga todo el poder, nosotros vamos a decir lo que estimemos, porque paradójicamente, no hablar puede convertirse en un principio, y eso es peligroso. Hay que decir lo que sea.
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Las democracias occidentales se han volcado en el apoyo a Aung San Suu Kyi y su Liga Nacional por la Democracia. Mientras tanto, la sociedad civil birmana busca su espacio. Para el editor jefe de The Irrawaddy, las cosas han cambiado de un modo positivo.
—Antes estábamos en el exilio, ahora tenemos esta redacción con más de veinte reporteros —dice, desde una pequeña sala en un edificio destartalado y de nombre pretencioso (MGW Tower) en el centro de Rangún—. Creo que si no se puede echar a los militares, tenemos que tratar de cambiarlos.
A la pregunta de si pueden escribir y publicar sobre cualquier tema, responde que solo hay una línea por ahora infranqueable. Precisamente, los militares.
No lejos de allí, en la Avenida Pazundaung, vendedores ambulantes sostienen ante ellos rejillas de ventiladores a modo de jaulas, repletas de pájaros. Es una buena acción, en la tradición birmana, comprar y liberar pájaros. Aunque muchos de ellos vuelvan a ser capturados y revendidos. En sus Cartas desde Birmania, Aung San Suu Kyi se pregunta sobre el verdadero valor de un gesto de liberación que no conduzca a una auténtica libertad.
En el cuarto piso de un modesto y limpio edificio de apartamentos, la escritora y ex presa política Ma Thida dirige la sede del PEN Club de Myanmar. Para ella, el gran problema es el pequeño dictador que cada birmano lleva dentro, entrenado tras tantos años de autoritarismo. "La gente sabe leer, pero carece de información y conocimiento por culpa de la censura y la falta de libertad de expresión."
—Saben leer —ahonda Ma Thida con su voz dulce y calmada—, pero nada más. Son analfabetos literarios y sociales.
Ma Thida parece una persona tranquila, reflexiva. Estudió medicina y ejerció como cirujana. Fue arrestada en 1993 por su labor literaria y de activista. Condenada a 20 años, pasó casi seis en la prisión de Insein, en condiciones de aislamiento. Contrajo tuberculosis y cuando finalmente fue liberada, agradeció a sus carceleros, pues siempre había querido escribir unas memorias de prisión, que finalmente publicó bajo el título Sanchaung, Insein, Harvard; el periplo del barrio de su infancia, a la cárcel, a la universidad norteamericana.
En su apartamento hay una larga mesa cubierta con un hule de flores rojas y rosadas, una jarra de agua, sillas plásticas, cortinas en las ventanas, dos libreros. A Ma Thida le resulta llamativo que el nuevo Gobierno no de conferencias de prensa, que lejos de ser abierta, su política comunicativa sea prácticamente inexistente. (Aunque ella no lo menciona, luego me entero que tampoco es fácil acceder al Parlamento, y que no existen agendas públicas de las sesiones.)
Para Ma Thida, aún no hay libertad de prensa en Birmania. La censura estatal ha disminuido, pero la censura privada aumenta a través de los dueños de medios, de las familias poderosas y cercanas al poder. La presión se ha vuelto indirecta. Por eso ella alienta al nuevo Gobierno a revisar las leyes que limitan la libertad de expresión, incluso para los parlamentarios. No le parece suficiente que se permita la libertad de reunión y asociación, sino que hay que legislarla.
—Hay algo de wishful thinking por parte de los países occidentales —dice, mientras opina—. La dirección que están tomando las cosas en Birmania no es necesariamente positiva. ¿Cuál es la esencia de la democracia, cómo se construye? —se pregunta a sí misma, en voz baja—. Aquí no tenemos base.
Para ella, la gente no quiere volver al régimen anterior, está cansada. De eso no hay duda. Pero nadie sabe hacia dónde ir.
Le pregunto si acaso no considera lo que sucede en Birmania como una transición a la democracia. Tras reflexionar unos segundos, niega con la cabeza.
—¿Cómo denominarías lo que hay aquí? —le digo, y vuelve a pensar:
—Lo que hay aquí es un estado de confusión.
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Veo a gente muy diversa. Para Wai Wai Nu, la activista Rohinyá, lo que se impone es la geopolítica, los intereses internacionales. Hay informes académicos y hasta un reporte del Relator Especial de las Naciones Unidas que demuestran el drama de su pueblo. Sin embargo, dice, nadie se atreve a clasificarlo de genocidio, de crimen de lesa humanidad, pues entonces tendría que haber un responsable, y lo que prima ahora son las buenas relaciones con los militares birmanos.
No lejos de allí, también en el distrito de Pazundaung, al monasterio de los Monjes Jóvenes se accede a pie, pues los cables de la electricidad cuelgan demasiado bajo sobre la calle e impiden el paso del autobús. Tras los muros reina un optimismo tranquilo, espiritual. El monje principal, uno de los líderes de la Revolución azafrán, pasó 15 años preso antes de exilarse en Tailandia. Ahora masca hojas de betel y organiza un foro de sociedad civil. Hay reuniones de tres días cada tres meses con las diferentes etnias, tratan de generar ideas positivas.
Por su lado, el Instituto por la Paz, de Estados Unidos, trabaja en Birmania desde hace cuatro años. Asesora a la policía birmana, intenta influenciar en su respuesta a los conflictos. También monitorea el "discurso del odio" y trata de mediar en los temas étnicos e interreligiosos. Según su directora regional, Vanessa Johanson, las fuerzas represivas aún siguen activas, aunque ya no tienen un mandato concreto.
—La paz avanza —dice—, pero el conflicto sigue abierto en muchas regiones fronterizas.
Una de esas regiones es el montañoso Estado de Shan, limítrofe al norte con China. De 72 años, cierto sobrepeso, mirada escrutadora y antebrazos tatuados, Khun Htun Oo es el líder de la Liga de las Nacionalidades Shan por la Democracia (SNLD), el principal partido del mayor grupo étnico del estado de Shan. Condenado en 2005 a 93 años de cárcel por traición, difamación y desafección al Gobierno, pasó siete encerrado y fue considerado prisionero de conciencia por Amnistía Internacional. Al igual que el NLD de Aung San Suu Kyi, su partido surgió tras las protestas de 1988, y logró una gran cantidad de votos en las elecciones de 1990, antes de que la Junta militar desconociera los resultados y reprimiera a los participantes.
Según expertos, en las elecciones de 2015 muchos de esos votos del SNLD fueron a dar al NLD, pues la gente apostó por una oposición fuerte a los militares en el parlamento; es decir, priorizaron esto a la identidad o la representación étnica.
Khun Htun Oo nos recibe en una casa de dos pisos en el interior de una manzana, detrás de una tienda de té, pasando un trillo, un garaje abierto y lleno de trastos. Desde el segundo piso se ven las copas de los árboles, techos de zinc, el cielo encapotado del monzón. Khun Htun Oo observa en silencio un buen rato y luego habla en voz baja y con lentitud. Se alegra del encuentro, pues de joven admiraba a Chico Bala, aunque luego se decepcionó.
—¿Chico Bala?
Transcurren varios minutos de confusión hasta que finalmente todo se aclara. Una mala pronunciación del traductor ha convertido al Ché Guevara en Chico Bala. No es un mal mote para el argentino.
—¿Reacomodo o transición democrática, qué está pasando en Birmania?
—Lo mismo que en Cuba —dice Khun Htun Oo—, que un hermano le ha dejado el poder al otro. Es el mismo perro con diferente collar.
—¿Y quién está ganando?
—La Liga Nacional por la Democracia, pero aún no puede echar a los militares del poder.
—¿Podrá hacerse en los próximos cinco años?
—Hay que esperar. Para mí, la transición empieza ahora. Nada estará acabado hasta que los militares no abandonen completamente la política. Todavía tienen el 25 por ciento… Al mismo tiempo, preferimos la paz, llevamos décadas de guerra.
Afuera, de repente, estalla la lluvia. Cortinas de agua aplastan las copas de los árboles, oxidan el zinc de los techos. Y poco después se va la luz. Desde la oscuridad de la habitación, Khun Htun Oo no cree que la Constitución pueda cambiarse a corto plazo.
—Primero hay que pacificar —dice—. E ir hacia un Estado federal. En un Estado federal no hay lugar para el ejército. Esa es nuestra aspiración.
Otro día, en un apartamento en la ruidosa calle Seikkantha, en el centro de Rangún, la cúpula del Partido Democrático para una Nueva Sociedad aborda también el tema del cambio de la Constitución. Algunos de sus líderes pasaron décadas en el exilio, en Tailandia; otros en la cárcel. El partido, que autodenominan de tendencia socialdemócrata, está legalmente inscrito desde 2013.
—Lo que se está haciendo aquí es la reforma política de un sistema autoritario —dicen—. Y el proceso está en una encrucijada. La gente sigue sufriendo. Están ganando los militares y algunos políticos, entre ellos nosotros, por cierto, que al menos hemos podido regresar del exilio. Pero si la Liga Nacional por la Democracia no logra cambiar la Constitución en el actual período de gobierno, si no podemos quitar a los militares, entonces tendremos dificultades políticas y económicas. Estamos muy frustrados. Queríamos trabajar con otros, hacer coaliciones. Pero se nos ha marginado. Quizás, para algunos cálculos estratégicos, resultemos demasiado radicales.
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El Sule Shangri-La es el hotel de lujo de Rangún. Hay un control de metales en la entrada, internet de alta velocidad, salones para bodas, una piscina cristalina y sin huéspedes a la que se acercan las palomas a beber hasta que el salvavidas las espanta con gestos lánguidos, un restaurante de comida internacional —hasta hace poco importada de Tailandia— donde desayunan azafatas de un par de aerolíneas, cooperantes internacionales, periodistas, diplomáticos, empresarios…
Es aquí donde conozco a uno de los responsables locales de una organización mundial. Recorre con frecuencia el país, así que ha visto más de lo que hubiera querido. Se ha vuelto un nihilista (su visión de occidente recuerda a la de John Flori, el personaje principal de la novela de Orwell), pero al menos sigue luchando por causas que considera justas y trata de mantener (con éxito) un excelente humor.
Vendrá a buscarme.
Mientras espero por él, repaso mis notas sobre las Cartas desde Birmania de Aung San Suu Kyi. Son increíbles las similitudes con Cuba. Aquí también ha habido brigadas de respuesta rápida, tomatazos y agresiones a disidentes por ciudadanos supuestamente indignados; aquí también hay una tupida red de chivatos y una red de gongos, y reina el miedo y la sospecha; aquí también se multiplicaron por mil los precios de los alimentos y también se controló quién se quedaba en casa de quién (había que reportar las visitas); aquí también hubo libreta de racionamiento y goteras; aquí también hubo un sistema de partido único y también vino el congresista norteamericano Bill Richardson; también se trajo a gente de otros pueblos a golpear a vecinos opositores y los teléfonos tampoco comunicaban y había que armarse de paciencia y marcar y marcar; aquí un salario alto también fue de 2.500 kyats mensuales, el equivalente a 15 dólares, y los cooperativistas tenían que venderle la cosecha al Gobierno al precio que el Gobierno les dictara; aquí también la salud fue gratuita hasta un día en que ya no funcionó sin sobornos y sin que los pacientes tuvieran que traer ellos mismos las medicinas, las sábanas, el hilo quirúrgico, las gasas y hasta los bisturís para las operaciones; y aquí la educación también fue subvencionada hasta que profesores mal pagados y escuelas en ruinas tuvieron que empezar a pedir dinero directamente a padres desesperados.
Una parte interesante de las cartas de Aung San Suu Kyi son sus notas económicas (un temprano manifiesto del NLD considera esencial para el desarrollo económico un sistema político basado en el imperio de la ley), y sus mensajes a inversores extranjeros. El libro es de 1995, es decir, de cuando la Junta militar birmana seguía enrocada, tal y como sigue la Junta militar cubana hoy, en agosto de 2016.
Cuando se le pregunta acerca de la inversión extranjera, la Señora replica que aún no es el momento. Y a esos que le preguntan cuál es la alternativa a "invertir ahora", les responde: "Invertir en el futuro. Esto es, invierte en la democracia birmana aunque solo sea para tu exclusivo beneficio".
La Señora se pregunta qué ven esos precipitados defensores de los arreglos económicos cuando miran a su país. "Quizás —dice— solo ven el pintoresco paisaje, las espontáneas sonrisas con que los birmanos reciben a los visitantes, los nuevos hoteles, la mano de obra barata y lo que les parece una oportunidad de oro para hacer dinero. Quizás no saben de la pobreza en el campo, la mala suerte de a quienes les han quitado las casas, la bribonería y la corrupción que se expanden como un cáncer, la falta de equidad que hace el mercado libre muy, muy libre para algunos y apenas abierto para otros, la dureza e ilegalidad de las acciones que toman las autoridades contra esos que buscan democracia y derechos humanos."
Y sigue: "Si los empresarios no se molestan en conocer el numero de presos políticos que hay en nuestro país, al menos deberían preocuparse por la ausencia de un marco legal efectivo, que significa que no habrá garantías de practicar negocios justos o, en casos de injusticia, no habrá reparación."
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El restaurante está lleno cuando llega mi amigo, así que nos vamos. En su carro con matrícula diplomática recorremos la ciudad. A modo de reivindicación independentista, un buen día la Junta militar decidió cambiar el sentido del tráfico (antes se conducía por la izquierda, como en Inglaterra). Pero los carros, importados en su mayoría de Tailandia, mantienen el timón a la derecha.
—Esto no tiene arreglo —me dice mi amigo después de que abra mi cuaderno de apuntes y le lea las múltiples denominaciones del proceso político birmano que he logrado recabar durante el viaje: un estado de confusión; una apertura controlada; una apertura económica; una apertura económica a la China; no sé qué es, pero ya no hay vuelta atrás; la reforma política de un sistema autoritario; una pre-transición.
—Lo que hay —me dice—, es un rayito de luz en un cielo negro. Lo que pasa es que todo el mundo se concentra y habla del rayito, y nadie habla del resto del cielo.
Anoto la nueva definición en mi cuaderno. Y él sigue:
—Los militares birmanos han sido muy inteligentes, han cedido mucho, pero retenido lo principal. Han permitido unas elecciones transparentes, con observadores internacionales, y han reconocido la derrota. ¡Eso no es poco! Le han entregado todo al NLD, educación, comercio, cultura, vivienda, transporte… Ellos solo han retenido lo que les interesa: Interior (que aquí incluye Justicia), Defensa y Fronteras. Así siguen controlando los conflictos étnicos y religiosos, los corredores de la droga, el aparato represivo y de seguridad. Además, todos los grandes negocios están en sus manos. ¡Son billonarios! ¿Qué va a pasar? Que la corrupción, promovida por ellos, no dejará gobernar al NLD, no le dejará mostrar resultados. Y dentro de cinco años, en las próximas elecciones, mucha gente estará desencantada del NLD y el voto se dividirá.
El cielo, en efecto, parece muy oscuro.
A nuestro alrededor, moho, árboles y antenas nacen de los muros, ventanas y techos de las antiguas construcciones coloniales, nunca abandonadas del todo. La Corte Suprema, los bancos, la Autoridad Portuaria, la Central de Correos, la Secretaría de Gobierno, el edificio ocre donde en julio de 1947 unos sicarios asesinaron a tiros a Aung San, el padre de la Señora.
Mi amigo sigue hablando:
—El principal problema de este país son los conflictos étnicos. La etnia birmana, la de los generales, es muy dominante. Se frustró el sueño de crear una república federal después de la independencia. Aunque tenga un corazón de activista, de defensora de los derechos humanos, Aung San Suu Kyi es una política birmana. Ella, al final, pertenece a la misma élite que los militares. Tratará de moderarlos, de aplacarlos, pero no los arrinconará demasiado. Porque, ¿qué vendría después? Lo que está pasando aquí es un reacomodo de las élites. Con Estados Unidos y China moviendo los hilos.
En el ferry hacia Dala, al otro lado del río, otra reminiscencia cubana: una sección de sillas (vacía) solo para extranjeros.
Al regreso dejamos atrás la pagoda Sule (recuerdo haberla visto en el documental Burma VJ, sobre el trabajo clandestino de periodistas independientes durante las demostraciones de 1988), y el obelisco a la independencia (días antes, entendí a mi traductor decir "el obelisco a la eutanasia").
La casa de Aung San Suu Kyi, donde pasó sus largos años de arresto domiciliario, es hoy la sede de la Liga Nacional por la Democracia. Está cerrada a cal y canto. Hay una muro coronado con alambres de púas que rodea el recinto, amplio y arbolado, un portón metálico, una garita con un guardia sonriente, un fusil, el dedo en el gatillo.
No se puede entrar. Quizás sea porque es domingo, pero resulta imposible averiguarlo. Hubo días en que esta avenida, University Road, estuvo vallada y custodiada por centenares de soldados que contenían a miles de manifestantes. Las escenas aparecen en Burma VJ. La libertad tratando de abrirse paso, el poder aterrado tras fusiles y tanques. Dentro de la casa, la Señora ponía cubos y jarros bajo las goteras, leía biografías políticas, poesía y novela negra. Ordenaba su escritorio y se preparaba para el momento actual.
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A diferencia de los birmanos, los militares cubanos apenas han dado pasos hacia una posible transición. Lo de ellos ha sido la retórica, las medidas cosméticas y las exigencias maximalistas. Pero la comunidad internacional —y en especial EEUU— ve un rayito de luz en el cielo negro.
Una lluviosa tarde de domingo, en marzo de 2016, el presidente Barack Obama aterrizó en La Habana. Lo acompañó un séquito de 800 personas —legisladores, asesores, empresarios y hasta un chef de cocina—, y más de 1.500 periodistas de 50 países. Dos aviones de transporte de la Fuerza Aérea norteamericana aterrizaron antes con toneladas de equipos de seguridad y comunicaciones.
En apenas 48 horas en Cuba, Obama participó en un programa humorístico en televisión (programa que nunca fue transmitido al público nacional), hizo explícito su compromiso con la democracia en un discurso ante el generalato y la plana mayor del Partido Comunista, dejó en ridículo al general Raul Castro en una rueda de prensa conjunta y, poco antes de irse, se reunió durante más de una hora con líderes de la oposición y la sociedad civil.
En el encuentro, el presidente habló de Birmania como ejemplo de transición.
Una semana antes, en una dependencia del Miami Dade Community College, en una reunión a puerta cerrada a la que asistí con el asesor de Obama para la política hacia Cuba, el tema birmano también fue mencionado.
De madrugada en Rangún, desde el silencio de mi habitación en uno de los pisos más altos del Sule Shangri-La, resulta evidente que el modelo birmano ha sido tomado como base en el cambio político de EEUU hacia La Habana.
Pero algo no está saliendo bien.
A fin de cuentas, a pesar de los infinitos paralelismos, Birmania y Cuba son países muy distintos social y culturalmente. En Cuba no hay problemas étnicos ni interreligiosos; China está lejos; el castrismo, más que reposar sobre una Junta militar, lo hace sobre dos ancianos a los que se les acaba el tiempo; no hay allí una líder opositora del calado de Aung San Suu Kyi (aunque se haya tratado de construir una); y sí una emigración económicamente vigorosa a apenas unas cuantas millas y un exilio con fuerza política en Washington.
Quizás sea por todo lo anterior que, en lugar de abrirse, receloso y de manera sutil, el castrismo esté apostando por enrocarse aún más. La represión y la censura han aumentado, y las medidas que llevarían a una mejora sustancial del nivel de vida de la población no acaban de aparecer.
Después de cinco meses, el optimismo que despertó la visita de Obama comienza a matizarse. Hay una discrepancia cada vez mayor entre lo que la prensa y las cancillerías occidentales ven que sucede en La Habana y lo que perciben los cubanos, que siguen escapando de la Isla por cualquier vía, provocando una crisis demográfica y humanitaria de consecuencias incalculables. Quizás sea justamente en esa discrepancia entre proyección y realidad donde vaya a jugarse el éxito, el fracaso o el alcance de una posible transición.
Una diplomática occidental experta en Birmania me lo dijo una tarde, mientras paseábamos por la pagoda Shwedagon, en Rangún, apenas una semana después del terremoto que hiciera tambalearse las estatuillas de Aung San Suu Kyi en la tienda de los souvenirs.
—Lo peligroso aquí es que el mundo considere que la transición en Birmania ya se hizo, que se imponga esa percepción. Y que esto sea todo.