"Cuando yo era niño", confesó Vicente Revuelta, "en las noches cerraba los ojos y me dormía soñando lo que quería fuera mi vida; ahora, de viejo, también cierro los ojos, para recordar cómo fue mi vida".
En ese denso ámbito sin límites no podía acompañarlo, y menos si se negaba a esforzarse en describir esos finales de los años 40 e inicios de los 50 en que intervino en el Grupo Escénico Libre (GEL) y el Teatro del Pueblo en la caseta de la Dirección de Cultura en el Parque Central, interpretando Propiedad clausurada y dirigiendo Recuerdos de Bertha de Tennessee Williams, y se vinculó al cine experimental como actor en Una confusión cotidiana de Tomás Gutiérrez Alea y Néstor Almendros, y Sarna de Germán Puig y Edmundo Desnoes, o proyectando realizar Final.
Conversábamos en el balcón de su casa, en el que de acordarnos, obteníamos una panorámica de la calle 23. Aunque sus intervenciones eran más bien acotaciones, a veces monosílabos. Casi al marchar, le comenté haber visto dibujos suyos que ilustraban dos portadas de la revista Prometeo de Francisco Morín. Por su silencio, pensé que no había escuchado. "Recuerdo esa ilustración", era una específica la que volvía–, "soy yo mismo, que me retraté con una mano extendida, esa mano estaba pidiendo más…"
La primera de ambas cubiertas corresponde a julio de 1948, unos personajes encantados coinciden junto a un telón que se levanta, y más allá, un castillo como el de los cuentos. Pero claro que era él ese enflaquecido personaje de la segunda, de marzo-abril de 1949, con sus ojos despectivos, que apoya en una mesa su brazo derecho, en el que sostiene al desgaire una máscara, mientras inicia con la izquierda un ademán.
Trabajando con Ingrid González en un recuento de la novela que han sido sus días, ella insistió en confrontar con su antiguo director algunos recuerdos de la célebre puesta de La noche de los asesinos. La tarde que llegamos, Vicente Revuelta dejó a un lado un tomo de Eliseo Diego. Sin duda, una poesía oscura para un lector de tan conflictiva psicología. En esos últimos tiempos frecuentaba la librería Cuba Científica, en I y 25, se sentaba junto al vendedor José Antonio a asistir a la rutina del local, para retirarse luego con un libro, siempre de poesía.
Por mejor presentación, Ingrid González explicó que el trabajo que yo proyectaba con sus memorias sería un libro "de locuras". Entre ellos hablaban en el lenguaje de los seres de La noche de los asesinos.
"Yo pasé por Francia en 2004 y Pepe Triana no me recibió", soltó ella de pronto.
"A lo mejor tenía razón", observó Vicente, y supuse que la función terminaría rápido, aunque al parecer Ingrid no lo había escuchado.
"Horrores le dejé grabados en la contestadora, me cagué en su madre", concluyó ella triunfante.
Vicente Revuelta hizo una mueca como el director que acude a toda su paciencia frente a la mujer que volvía a ser una joven actriz.
Partiendo de una elemental inversión de la vulnerabilidad infantil de Lalo, Cuca y Beba en La noche de los asesinos, son los seniles Tota y Tabo los únicos personajes de Dos viejos pánicos de Virgilio Piñera. En ambas obras asistimos a un juego. El de los primeros, enjuiciar, condenar y ejecutar a sus mayores: "Sin embargo, tengo las manos atadas. Tengo los pies atados. Tengo los ojos vendados. Esta casa es mi mundo. Y esta casa se pone vieja, sucia y huele mal. Mamá y papá son los culpables. Me da pena, pero es así. Y lo más terrible es que ellos no se detienen un minuto a pensar si las cosas no debieran ser de otro modo", afirma Lalo. El de los segundos, la simulación de matarse para vivir la ilusión de ser libres: "Bueno, como uno ya está muerto puede decir y hacer lo que quiera", asegura Tota.
Si Lalo en La noche de los asesinos plantea: "En el mundo, esto métetelo en esa cabeza de chorlito que tienes, si quieres vivir tendrás que hacer muchas cosas y entre ellas olvida que existe el miedo", en Dos viejos pánicos, Tabo afirma: "De un lado están los miedosos que meten miedo y del otro los miedosos que se dejan meter miedo".
Piñera consigue una "anécdota" en la que la "idea" se emancipa de toda referencialidad, revelando el ciclo inevitable de la represión, consiguiendo su deseo de aniquilar el texto de Triana, así como su Tabo se entretiene recortando figuras de revistas, para "quemar gente", ya que no le gustan los jóvenes.
El desafío de las continuas y vertiginosas mudas de personaje que exige La noche de los asesinos a los actores que la representen, Abelardo Estorino las resumía de "incentivo inquietante para un director y actores inteligentes" en su reseña "Triana salva a los asesinos", aparecida en Unión en 1965. "Cómo podrán tres actores, sin 'ningún artificio', incorporar todos esos personajes. En la lectura las acotaciones aclaran cualquier duda, pero en la escena los cambios rápidos de un personaje a otro (digamos la Madre, es incorporada indistintamente por cualquiera de los tres hermanos), la aparición de los vecinos imaginarios puede dificultar la comprensión de la pieza", escribió Estorino.
Esa impresión fue la que me llevó a preguntar a Vicente Revuelta si la alternancia de dos elencos respondía a la intensidad que demandaba La noche de los asesinos. Contestó que no, pretendía buscar que el intérprete viera su papel "a distancia" y no se aferrara a su versión. "Una utopía", concluyó. "Cada cual se defiende a sí mismo".
Y es cierto. Aún hoy sobreviven las dos posiciones enfrentadas en la valoración de los repartos. El de los "experimentados": Vicente Revuelta, Miriam Acevedo y Ada Nocceti, con su búsqueda desde la farsa; y el de los "jóvenes": Adolfo Llauradó, Ingrid González y Flora Lauten, con la visceral identificación con el flanco trágico de figuras que expresaran en Lalo: "Pues intenta que lo que digas esté de acuerdo con lo que vivas".
El reto del montaje de La noche de los asesinos lo minimizaba Vicente Revuelta en una entrevista que le hiciera a él y a José Triana el propio Abelardo Estorino, publicada en una Conjunto de 1967: "Y a mí realmente me parecía que era tan simple, porque no es un problema de encarnar a los personajes, sino es un problema de las actitudes".
Reconocía en dicha entrevista un entrenamiento para esa experiencia de la opresión por parte de los jóvenes en El largo viaje del día hacia la noche de O'Neill, que dirigiera en octubre de 1958: "Es decir, yo veo en El largo viaje… una idea común con la obra [de Triana], que es un poco de círculo cerrado, esa relación tan difícil, tan pluralista que se establece entre los hijos y los padres: que tú consideras a los padres culpables y al mismo tiempo los consideras inocentes".
Vicente Revuelta se ve muy envejecido en las fotos junto a Ingrid González de aquel marzo de 2011. En la conversación de pocas y escuetas frases por su parte, le expresé mi preferencia por su actuación en Los sobrevivientes de Gutiérrez Alea antes que la de El bautizo de Roberto Fandiño.
"Yo no sirvo para actor de cine. Creo que no sirvo para actor tampoco", fue el comentario que le motivó.
Ingrid González ripostó, categórica: "Tú en el fondo sabes que eres un gran actor".
Vicente Revuelta aventuró entre su mutismo: "Yo trabajaba muy mal con Titón, él no creía en lo que yo hacía. Sentía su rechazo".
Supuse que sería la última vez que lo vería —y así fue—, por eso le dije: "Por lo que he leído y por lo que me han contado personas a las que les caen mal ustedes dos, La noche de los asesinos de 1966 es el momento cumbre del teatro representado en Cuba".
Ingrid González, que había permanecido casi todo el encuentro aferrada a su brazo, lo sacudió: "¿Viste? Si no llego a trabajar contigo no paso a la historia".
Vicente solamente respondió: "Influyó mucho en los actores, y algo en el pequeño círculo de entendedores y gente de teatro, pero no trascendió al público ni al pueblo ni nada de eso".
También era verdad.
No conservo nada más de aquel diálogo, excepto una frase suya al evocar al equipo que lo siguió en La noche de los asesinos: "Pueden ser viejos los jóvenes".
Despojado de sus medios de expresión, viviendo más años que los de su tiempo, en cualquier comentario delataba su hipersensibilidad. En la cubierta de la revista Prometeo ese es el autorretrato de Vicente Revuelta, la mano extendida es la suya, que no reclama: otorga.