Ha fallecido Robert Mugabe, a los 95 años, 37 de los cuales los dedicó a matar, oprimir y robar a sus compatriotas de la antigua Rodesia, luego Zimbabwe. Pero como era socialista, amigo de los Castro y protector de otros tiranos izquierdistas a los que acogió en su país cuando cayeron en desgracia —como el sanguinario Mengistu Haile Mariam, ex dictador de Etiopía y asesino prófugo de la justicia internacional—, no han faltado los turiferarios que entonen loas a su condición de "libertador"y "padre de la nación". El primero de ellos, Emmerson Mnangagwa, actual presidente del país, que derrocó a Mugabe en 2017 y ahora ensalza la trayectoria política del que fuera su jefe y cómplice.
El camarada Bob murió en la cama de un hospital de Singapur, país que encarna el más clamoroso triunfo del capitalismo en el ex Tercer Mundo. Porque los sátrapas de izquierdas, que tanto se vanaglorian de los éxitos del socialismo en educación y sanidad, mandan a sus hijos a universidades europeas, confían sus intestinos a cirujanos extranjeros y, si es posible, prefieren morirse en Houston o en París sin aguacero, en vez de hacerlo en La Habana o Pyongyang. La gran excepción que confirmó la regla fue Hugo Chávez, que puso toda su fe en los hospitales cubanos y seguro que todavía lo está lamentando.
Lo más terrible de la biografía de este personajillo grotesco es que Rodesia era ya un país soberano y muy próspero cuando él consiguió llegar al poder en 1980. Se le conocía como "el granero de África". La minoría blanca, que fue decisiva en la construcción de la República, proclamó la independencia en 1965 y estableció un régimen segregacionista, que por ese motivo no logró el reconocimiento ni de su antigua metrópoli, el Reino Unido, ni de la comunidad internacional. Mugabe y sus aliados se lanzaron a una guerra de guerrillas, que terminó cuando ambas partes aceptaron un acuerdo que, entre otras cosas, garantizaba los derechos de la mayoría negra y la minoría blanca, ciudadanos por igual.
Mugabe y su partido, el ZANU, heredaron una sociedad pacificada con un aparato productivo equilibrado y eficiente. Pero la mala gestión y la corrupción rampante del nuevo Gobierno hundieron pronto la economía y dispararon la inflación. Para frenar el descontento, Mugabe dictó en 2000 una reforma agraria que consistió, básicamente, en despojar a los granjeros blancos de sus tierras para repartir parcelas entre los acólitos del régimen. Esta medida arruinó al sector más rentable del país y agravó la deuda y la depreciación de la moneda. Y como siempre ocurre en estas situaciones, los elementos más dinámicos y creativos del país comenzaron un éxodo que dura hasta hoy y los capitales extranjeros no han vuelto a invertir como antes.
Pero el camarada Bob siguió gozando de sus ahorros y del aprecio fraternal de otros tiranos que lo colmaban de elogios y condecoraciones en la mejor tradición estalinista: Cuba, Libia, Corea del Norte y un largo etcétera. Finalmente, cuando llevaba ya casi cuatro décadas en el poder, sus propios socios le dieron un golpe de Estado geriátrico y lo mandaron a casa, rodeado de todas las comodidades posibles.
En proporción al número de habitantes de su país y al volumen de sufrimiento gratuito que les infligió, Mugabe fue uno de los peores criminales del siglo XX. Sin embargo, pudo luego pasearse tranquilamente por medio mundo, incluso tras haber perdido el poder, sin que ninguna instancia internacional lo inquietara. A Augusto Pinochet lo persiguió hasta Londres un juez español, (por cierto, inhabilitado luego en otra causa por prevaricador), en nombre de una presunta "justicia universal". Uno se pregunta dónde estaban esos jueces "progresistas"cuando Mugabe iba de compras al Golfo Pérsico o visitaba a sus médicos en Singapur. Quizá la diferencia de trato se debiera a que el camarada Bob era negro o a que era socialista o a que nunca había convocado una elección o un plebiscito que no amañara de antemano. O a una combinación de las tres características.
Ahora ya no será posible hacer justicia a sus miles de víctimas, a las decenas de miles que despojó de sus propiedades, ni a los millones de personas que hundió en el miedo y la pobreza.
En el presidio político cubano, cuando fallecía algún personaje de esta catadura, en vez de un minuto de silencio le dedicábamos un minuto de bulla. Al anunciarse la noticia, durante 60 segundos silbábamos, hacíamos resonar los jarros contra los barrotes y gritábamos a todo volumen. Era un jolgorio para conjurar simbólicamente al espectro del esbirro y desagraviar a sus víctimas.
Esa práctica tal vez parezca cruel, pero tiene un referente histórico que la prestigia. Al conocerse la ejecución de Maximiliano Robespierre, el 10 de termidor, el diputado Jean-Lambert Tallien declaró ante la Convención: "Este día es uno de los más bellos para libertad… Reunámonos con nuestros conciudadanos, compartamos la alegría común: el día de la muerte de un tirano es una fiesta de la fraternidad".
Robert Mugabe se ha ganado a pulso su minuto de bulla.