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Opinión

La 'otra' izquierda y Venezuela

Lo que está a debate en el caso venezolano es la ruptura terminal de todo monopolio en la narrativa de izquierda.

La Habana

A propósito de Venezuela, no se ha escuchado la voz de la izquierda. Se ha escuchado la voz de cierta izquierda. Claro, la más vista. Porque nuestra tradición, entre clerical y violenta, busca más legitimidad en el ruido de la Historia que en la profundidad de las ideas.

José Mujica llegó desde la guerrilla y la cárcel, pero gobernó Uruguay desde el consenso liberal: tanto en política como en economía. Su gestión no fue muy exitosa, por cierto, pero mantuvo sus sólidas referencias por su pasado de metralleta, no por sus presentes. Desde aquel, construyó su pedestal y llama hoy la atención suspendiendo a cada rato los dispositivos intermedios que van del cerebro a la lengua.

De cierta izquierda es la voz de Luiz Ignacio Lula da Silva. Sin mucho fondo intelectual, Lula es el obrero que socializó los resultados de una economía estabilizada por otros y que supo pactar con el capitalismo. Tanto, que puso al gigante económico Odebrecht en el centro del escenario de la política corrupta. A lo Brasil. A lo grande.  

De cierta izquierda fue la voz de Hugo Chávez, de aquella que tiene sus raíces en el militarismo milenarista fundado por Juan Velazco Alvarado en el Perú, que dio pábulo a la segunda dinastía nicaragüense de los Ortega-Murillo, inspirados todos en la Cuba de los Castro: esa fábrica de fagocitación de las izquierdas que logró confundir —no es poco su éxito— la excepcionalidad geológica con la viabilidad de un modelo.

Ahí están, en una muestra de tiempo ahistórico, el socialismo por las urnas de Salvador Allende, como víctima anticipada en el siglo XX de la liquidación actual del socialismo siglo XXI de Chávez, adelantada por la muerte del socialismo de Castro, el gran victimario, con sus raíces en el siglo XIX premoderno.

En esa cierta izquierda se sitúan las voces de Rafael Correa y Evo Morales. Dos referentes de capitalismo social con retórica antiliberal, de cortas ambiciones hemisféricas.

Lo que distingue a esta izquierda no es la gestión económica radicalmente anticapitalista. Entonces, ¿cuáles son los trazos esenciales de su voz? Aquí van: la búsqueda del Santo Grial, la retórica antinorteamericana, la legitimación de la violencia en todas sus gradaciones, y la dispensa moral que le proporcionan tanto la poesía (Silvio Rodríguez), como la academia (Noam Chomsky). Es decir, el ruido de las armas, la guitarra o la lingüística, que por supuesto ha tenido un impacto social de volumen.

Lo que está en juego ahora en el caso de Venezuela es la continuidad como modelo de esa voz paradigmática que conjuga la violencia, la dispensa poética, la hegemonía de la escolástica en las academias y la crisis permanente como estado social. Y Estados Unidos como telón de fondo. Una historia ejemplar a defender por esa izquierda en la que el contenido de su relato es el relato mismo, no la redistribución de la riqueza.

Lo que Venezuela alumbra, para ponerle fin, es esto: la voz de cierta izquierda tomada como la voz a la izquierda en América Latina. Tanto europeas o norteamericana, que codificaron el socialismo democrático en la región en una versión exótica ―la única posible para los otros, los diferentes, recordemos aquella del socialismo africano― como por los silencios voluntarios de la centroizquierda latinoamericano. O los involuntarios, impuestos por el terror y el chantaje del discurso revolucionario en las Américas: si criticas a Calibán, favoreces al Tío Sam.

La derecha actúa en este escenario liquidador con tenacidad y método: acepta la visión monopólica que esa cierta izquierda tiene de sí misma y la toma como su representación total, perdiendo de vista que Guaidó es también de izquierdas. Establece de este modo una alianza tácita con la izquierda radical en el campo del monopolio clasificatorio. Esta se considera como su representación y la derecha le cree. Operación comunicacional bien inteligente, desde luego.

Lo que está a debate en Venezuela es un asunto solo menos importante que las vidas en juego: la ruptura, terminal, de todo monopolio en la narrativa de izquierda. En Venezuela se juntan un Estado fallido, una cleptocracia criminal, una economía vaciada, la desigualdad sudafricana pasada por el hambre, con la estulticia como símbolo de poder. Todo esto sentado sobre un país inmensamente rico, subdesarrollado a voluntad.

La izquierda radical, desde Code Pink a Podemos, tenía en el experimento venezolano su última posibilidad para demostrar sus tesis, refundar sus discursos y mostrarse operativa en el campo político. Hans Dietrich, el teórico alemán radicado en México y amigo de Chávez, tuvo la intuición de abandonar el barco a tiempo para salvar en algo sus teoremas, pero la izquierda premoderna ha quemado sus opciones. Solo le quedan su propio espacio clerical, su propio eco y la bienvenida al neomilitarismo en América Latina, que no es solo Bolsonaro.

La desconexión moral de Mujica o de Lula expresan esa combustión. De hecho sus glosas pueden interpretarse como una proyección. Probablemente Mujica estaría queriendo decir que, forzando el reloj en sentido inverso, él no se pondría delante de las balas para lograr sus objetivos; y Lula, despreciando a Zapata Tamayo, que toda delincuencia, la presunta o la real, solo puede tener éxito cubierta de poética.

En ambos casos sus ejemplos son las metáforas que muestran la voz de la otra izquierda, la moderna. No son necesarios los tanques ni ponerse delante de ellos, ni colocarse fuera del Estado de Derecho para alcanzar la justicia, so pretexto de poner fin a la pobreza social. Es decir, que se puede ser el chileno Ricardo Lagos o el brasileño Fernando Henrique Cardoso o la costarricense Laura Chinchilla o el español Felipe González o el francés Laurent Fabius. Ellos son la voz de la otra izquierda, a menos que a Maduro se le reconozca derecho de admisión.

Esa otra izquierda ha hablado de Venezuela, bien. Y de Maduro, mal. También de Ortega, por si acaso.

¿Qué han dicho? "La única autoridad legítima hoy en Venezuela es la Asamblea Nacional" (Lagos); "…es la misma tiranía" (Cardoso, comparando a Maduro con Pinochet); "que el Ejército se haga a un lado" (Chinchilla); "Cuando Maduro caiga, y se vea el error del chavismo, no aceptaré excusas" (González), y Laurent Fabius, el socialista francés, lo dejo dicho de forma inmejorable: "Las dictaduras no son de derechas o de izquierdas, las dictaduras son infames".

Que Castro sea más famoso que Lagos, o Chávez que Cardoso, o la Kirchner que Chinchilla no les hace más de izquierda. A decir verdad, si en algún sentido los orígenes definen la identidad, ni Castro, ni Chávez ni Cristina instituyen la marca.

Hay una izquierda democráticamente corrompida que reniega de las libertades y del Estado de Derecho. Hay otra, la de las libertades, que no ha podido reducir el campo de las desigualdades. La primera se aprovecha de estas para reproducirlas y culpar a los otros. La segunda está atrapada por ellas y no ha podido fortalecer las libertades. La primera grita, en una región de gritos, la segunda razona. Las dos existen en América Latina y se han posicionado frente a Venezuela. De frente.

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