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Política

Stalin alcanza niveles de aprobación inéditos en la población rusa

La imagen del dictador georgiano es un arma de doble filo para el régimen de Vladimir Putin.

Madrid

Una encuesta reciente del Centro Levada, la mayor firma demoscópica independiente de Rusia, muestra que actualmente en la población rusa la imagen del antiguo líder soviético, Iósif Stalin, registra máximos inéditos: 51% de los entrevistados opinó tener una actitud positiva hacia el dictador georgiano, mientras solo el 14% expresaba su rechazo. 

Nunca antes un sondeo de la encuestadora había arrojado un grado tal alto de aprobación. Esto sin dudas está en consonancia con la creciente nostalgia por el pasado soviético, puesto que el 66% de los rusos dice lamentar la desaparición de la Unión Soviética.

Según Karina Pipiya, socióloga del Centro Levada, antes este tipo de reacción se relacionaba con el sentimiento de pérdida del prestigio internacional del país o bien con cuestiones de identidad nacional. Sin embargo, lo que ahora prevalece es la sensación de incertidumbre económica.

Rusia conoció una recesión entre 2014 y 2017, marcada por la caída del precio del petróleo y las sanciones económicas occidentales. Aunque los datos oficiales señalan que el país ha superado la crisis, el rublo sigue debilitado, los salarios no han dejado de caer durante los últimos seis años y la inflación está haciendo mella en el poder adquisitivo de los hogares.

Esta situación ha obligado al Kremlin a adoptar medidas impopulares como el aumento de la edad de la jubilación y del impuesto al consumo.

En semejante contexto, la boga estalinista remitiría más bien a una añoranza de seguridad económica y de un Estado de bienestar.

Rehabilitación de Stalin

La resurgencia de la imagen de Stalin también está ligada a una estrategia del Kremlin. Desde su llegada al poder, Vladimir Putin ha operado una rehabilitación progresiva del pasado soviético y, por tanto, de quien rigiera los designios de la URSS hasta 1953.

No se ha tratado de una promoción explícita, sino más bien de la enfatización de ciertos aspectos en detrimento de otros. Así, los manuales escolares insisten en la dimensión de Stalin como gran líder en el enfrentamiento contra el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que mencionan brevemente el carácter despótico de su gobierno.

De igual modo, los documentales que en la televisión estatal se refieren al periodo soviético lo hacen hilando una visión idealizada de lo que era la vida cotidiana en aquella época, pasando prácticamente por alto las penurias o las horas de cola en las tiendas y relegando a un plano secundario el sistema represivo.

El enaltecimiento de la figura de Stalin opera como justificación tácita del régimen de Putin. La legitimidad del presidente ruso reposa esencialmente en que gran parte de la ciudadanía lo percibe como el restaurador del orden interno y de la potencia rusa en la esfera internacional después de la caótica década que siguió al desmoronamiento de la URSS.

El mensaje subliminal del Kremlin consistiría en proyectar que, al igual que Stalin, Putin encarnaría la garantía de una estabilidad cuyo precio sería anteponer los intereses colectivos a los destinos individuales, es decir a las libertades cívicas. 

De hecho, las tensiones con Occidente y, en particular, con Ucrania han concurrido en la exaltación de Stalin como defensor la integridad nacional en menoscabo de su condición de tirano. 

No por gusto, durante la anexión de Crimea Moscú insistía en desacreditar al gobierno ucraniano como una junta fascista, apelando al gran momento del estalinismo en el imaginario ruso, la Segunda Guerra Mundial.

Una distancia prudencial

Aun así, el Kremlin mantiene una actitud cautelosa ante el pasado soviético. Los actos de conmemoración del centenario de la Revolución de Octubre se limitaron a algunas exposiciones y conferencias. Y en las mismas fechas Putin inauguraba el Muro del Dolor, un memorial dedicado a las víctimas de la represión política en la URSS. 

Esto se explica principalmente por la esencia nacionalista del poder ruso. Putin intenta continuamente conciliar el pasado de la Rusia zarista con los grandes hitos de la Unión Soviética. Por una parte, hace hincapié en la importancia de las tradiciones rusas, en particular de la religión ortodoxa, y, por otra, no deja de remitirse a la victoria del Ejército Rojo durante la Gran Guerra Patria.

En lugar de tomar posición entre dos regímenes antagonistas, el zarismo y el comunismo, la estrategia de Putin consiste más bien en procurar un consenso respecto a la grandeza de la historia rusa, exaltando ante todo el nacionalismo.

La nostalgia por el pasado soviético, y por figuras como Stalin, funciona en realidad como un arma de doble filo. Ciertamente, provee una justificación histórica al autoritarismo de Putin, pero también opera como un significante vacío en el que la sociedad deposita sus anhelos. 

En este caso, dichos deseos apuntan a la justicia social y a la probidad en el manejo del Estado, dejando en evidencia el descontento de la ciudadanía con los altos niveles de corrupción y de desigualdad que imperan en la Rusia actual. 

De ahí el manejo prudente del Kremlin de la fantasmagoría soviética.

Como apunta Michel Eltchaninoff, filósofo francés y especialista de Rusia, Putin no es un revolucionario, sino que considera a las revoluciones como fuente de desorden, de caos, de todo aquello que él ha intentado conjurar. Esta desconfianza sitúa al mandatario ruso en una paradoja: Putin "quiere ser el presidente de los nostálgicos de la URSS, pero prefiere no remover el momento fundador de 1917".

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