Los primeros meses de gobierno de Andrés Manuel López Obrador han sido los más violentos de los últimos 20 años en México.
Las cifras son espeluznantes. Del 1 de diciembre de 2018, día en que tomó posesión López Obrador, hasta el 28 de febrero de 2019, fueron cometidos 95 homicidios diarios en el país, llegando a un total de 7.299. Es decir, en esos tres meses se cometieron cuatro asesinatos cada hora.
La tasa de homicidios de este periodo es pues la más alta registrada en un inicio de mandato en lo que va de siglo, superando en 48% a la del trimestre inicial de Enrique Peña Nieto, en 150% a la de Felipe Calderón y en 73% a la de Vicente Fox.
Esta escalada, sin embargo, no es privativa del mandato de López Obrador, sino que corresponde, en realidad, a un aumento continuo de la violencia en México en la última década y en particular, a partir de 2014, durante el sexenio de Peña Nieto.
Así, 2017 y 2018 han sido los años más violentos registrados en la historia del país con saldos de respectivos de 28.710 y 34.202 personas asesinadas.
La estrategia fallida de la guerra contra las drogas
Las raíces de este desenfreno de la violencia remontan a la decisión, en 2006, del expresidente Felipe Calderón de sacar a las tropas del Ejército de los cuarteles y declarar la guerra al narcotráfico.
Desde entonces los índices de violencia en el país no han hecho sino aumentar. El año anterior a la investidura de Calderón, por ejemplo, la tasa de homicidios en México era de 9,5 por cada 100.000 habitantes. Hoy supera el ratio de 25 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
La lucha contra las drogas desató una espiral de violencia que terminó por tomar de rehén al conjunto del territorio mexicano, incluso sus centros turísticos. Mientras que en 2010 el 24% de los homicidios se concentraban en Chihuahua, y especialmente en Ciudad Juárez, en 2017 no hay ni un solo estado que concentre más de un 10% de los asesinatos. Actualmente, la ola de homicidios va en aumento en tres de cada cuatro estados del país.
No es de sorprender que más de una década después del comienzo de la guerra contra las drogas el país haya registrado la muerte violenta de cerca de un cuarto de millón de personas, la desaparición de unas 35.000 y el desplazamiento forzado de otras 250.000.
Esto se debe a que la estrategia de decapitación de los cárteles históricos ha conducido a la fragmentación de las bandas criminales en grupos más pequeños y esparcidos por el conjunto del territorio nacional.
Al inicio de la guerra contra el narcotráfico se tenía registro de 20 organizaciones criminales. Para el final del sexenio de Calderón, ya existían 200 grupos armados.
Una fragmentación que se acompaña de una diversificación de los rubros delictivos –robo de combustibles, secuestros, extorsión, etc.– y de las disputas por su control. Todo esto ha disparado la violencia en el país.
Un engranaje institucional en delicuescencia
Además, existen otros factores de orden estructural que refuerzan esta tendencia.
El primero concierne la corrupción y la falta de medios que padecen los cuerpos policiales. Según un informe del Gobierno federal, presentado hace dos años, el país cuenta con una tasa de 0,8 agentes por cada 1.000 habitantes, cuando lo recomendado por la ONU se sitúa en 2,8. Es decir, que harían falta unos 100.000 uniformados suplementarios.
Además, de los 129.000 policías estatales en activo, solo uno de cada tres tendría las competencias necesarias para aprobar el Certificado Único Policial (CUP), el aval supuestamente indispensable para ejercer las funciones de representante del orden.
Algo que se debe en gran medida al estado de deterioro de la mayoría de las academias policiales del país, donde impera la carencia de aulas de trabajo, de computadoras, incluso de áreas de entrenamientos y puestos de tiro.
Por si fuera poco, en la mitad de las entidades estatales los agentes cobran menos del sueldo mínimo y la mayoría de ellos carece de beneficios como seguro médico, fondo de ahorro para el retiro y apoyos para las familias de los policías caídos en el ejercicio de sus funciones.
En semejante contexto, la ineficacia de los cuerpos policiales es un hecho consumado y su colusión con los grupos criminales es sistemática. De ahí la estrategia adoptada por los sucesivos gobiernos, desde el sexenio de Felipe Calderón, de acudir al Ejército y a la Marina para el mantenimiento del orden público.
Otro factor que contribuye a la escalada de la violencia es la impunidad casi absoluta de la que gozan los criminales en el país, debido a que el sistema judicial está prácticamente paralizado.
De cada 100 casos de asesinato, solo en cinco se condena a un culpable, lo cual implica que el 95% de los homicidios queda sin resolver. Un dato que pone en evidencia la sobrecarga de trabajo de los investigadores judiciales. Si se dividiera el número de asesinatos sin resolver, solo entre 2010 y 2016, por el número de fiscales de homicidios con que cuenta el país, a cada uno le tocaría en promedio 227 casos.
Por tanto, los resortes preventivos y punitivos del Estado para frenar la violencia están en punto muerto.
Sin visos de solución a corto plazo
El Gobierno de López Obrador ha puesto en marcha un Plan Nacional de Paz y Seguridad, que se centra en la creación de la Guardia Nacional, un cuerpo castrense compuesto por miembros de las Fuerzas Armadas y de la Marina, que dependerá de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y para 2021 debería contar con alrededor de 120.000 efectivos –el doble de los 50.000 militares que actualmente contribuyen a las tareas de seguridad–.
El plan prevé un despliegue progresivo de la nueva entidad por todo el territorio nacional, priorizando en un primer tiempo las zonas más conflictivas y de mayor densidad poblacional.
Su estrategia también incluye un enfoque en el desarrollo social como medida preventiva. Algunos puntos son la erradicación de la corrupción, la consolidación de programas que garanticen el empleo y el combate a la pobreza, así como el respeto de los derechos humanos.
Esto significa un progreso respecto a la fallida estrategia exclusivamente militar en vigor durante los últimos 12 años.
Sin embargo, como señalara un editorial de la revista Letras Libres, "el plan presenta lagunas en cuanto a acciones concretas para atender la crisis de la violencia, pues deja fuera temas relevantes como la procuración de justicia y la investigación".
Además, "el plan no aclara cómo se frenará la tasa alta de homicidios y delitos vinculados con el crimen organizado".
La operación contra el robo de combustibles lanzada en enero fue el primer golpe que la flamante Administración intentó asestar al crimen organizado. Pero el objetivo aquí buscado era el descenso de las tomas clandestinas de combustibles de los ductos de la petrolera estatal PEMEX.
Queda por ver si a mediano plazo los proyectos del Gobierno logran revertir la violencia que afecta al país. Por ahora, la espiral de asesinatos sigue sin freno.