"Necesitamos que Duque enderece, porque si Duque no endereza nos va muy mal", declaró la semana pasada el expresidente Álvaro Uribe, refiriéndose a la gestión del flamante mandatario colombiano Iván Duque, de quien ha sido el mentor en el oficialista Centro Democrático.
Un comentario que retrata la delicada situación que atraviesa el presidente del país cafetalero tras sus primeros 100 días en el poder.
En poco más de tres meses Iván Duque, que fue elegido con más de diez millones de votos, ha visto su imagen desplomarse en las encuestas al suscitar la aprobación de un 27% de la población, cuando hace apenas dos meses cosechaba prácticamente el doble de valoraciones positivas.
A esto se añade una oleada de protestas sociales a lo largo del país, llegando a sumar alrededor de 350 manifestaciones durante este periodo. Tan solo en la capital, Bogotá, ha habido más de 40.
No menos determinante es el pulso insidioso que el mandatario está sosteniendo con su propio partido, el Centro Democrático.
Razones del descontento
Iván Duque centró su campaña electoral en varias promesas: revisar los acuerdos de paz, bajar los impuestos y luchar contra la corrupción.
Sin embargo, una vez en el poder no tardó en darse cuenta de que una revisión de lo pactado con la antigua guerrilla de las FARC —ahora convertida en el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común— amenazaba con descarrilar el proceso de paz, lo cual se saldaría con un nuevo periodo de inestabilidad para el país y presiones por parte de la comunidad internacional.
Por tanto, Duque no ha vuelto a cuestionar el tratado de paz y en su reciente gira por Europa insistió en que cumpliría los acuerdos. Algo que, por otra parte, se aviene con la voluntad expresada, desde la toma de posesión, de obrar por la unidad del país.
Pero este cambio de perspectiva choca con el sector más duro del Centro Democrático, cuyo objetivo final es "hacer trizas" los acuerdos de paz, bajo el supuesto que dejan impunes los crímenes de las FARC.
Otro golpe de timón del Gobierno de Duque ha sido diseñar una Ley de financiamiento que incluye un gravamen del 19% a los productos y bienes de la "canasta familiar" –compuesta por los alimentos básicos, la vivienda, los servicios de salud, educación, transporte, etc.–.
Y ello con el objetivo de recaudar unos 4.300 millones de dólares para garantizar el funcionamiento de programas sociales, infraestructura, planes rurales e incluso la implementación de los acuerdos de paz.
Este proyecto ha generado un descontento generalizado, ya que la mejora que busca no compensa la merma que inflige al grueso de la población. A tal punto que la propia bancada oficialista ha rechazado el proyecto de ley.
Duque también ha visto frenado en el Congreso, por sus propias filas, el paquete de propuestas con el que intenta hacer realidad su plan de lucha contra la corrupción.
Pero a la vez ha respaldado a dos cargos públicos cada vez más cuestionados por la opinión pública.
El primero es el ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla, quien ha tenido que enfrentar una moción de censura, debido a un oscuro conflicto de intereses cuando fuera miembro del gabinete de Álvaro Uribe en la década pasada.
El segundo es el fiscal general Néstor Humberto Martínez. A raíz de la muerte sospechosa de un testigo clave en las investigaciones sobre las operaciones de Odebrecht en Colombia, se han hecho públicas las grabaciones de unas conversaciones que dejan en entredicho la integridad del fiscal.
Por último, un fuerte movimiento estudiantil se ha apoderado de las calles del país en las últimas semanas, aglutinando a decenas de miles de personas en las principales ciudades para reclamar un incremento en el presupuesto destinado a la Educación Superior y denunciar el estado de deterioro de las universidades públicas.
¿Un presidente arrinconado?
A su llegada al poder Iván Duque declaró que cumpliría con una de sus promesas de campaña, acabar con la "mermelada". Es decir, con el reparto de prebendas (cargos, contratos, financiación, etc.) a los congresistas a cambio de su apoyo al Ejecutivo.
Sin embargo, esta decisión se está topando con la dura realidad, puesto que la gobernabilidad también depende de la capacidad de concitar mayorías en el Legislativo.
Por lo pronto, más allá de los desencuentros respecto a las directrices del nuevo Gobierno, buena parte de la bancada oficialista ve como una limitación de sus cuotas de poder la cautela gubernamental a la hora de distribuir plazas en la burocracia o de destinar las partidas presupuestarias. Un recelo que se traduce en la obstaculización de los proyectos del mandatario.
En un principio Duque creyó que la composición de un equipo de corte tecnocrático le permitiría salvar en cierta medida los obstáculos del Congreso. Pero, de igual modo, el manejo de la administración pública supone una gran pericia para tejer alianzas en sus distintos niveles y no ver paralizados o distorsionados los planes del Ejecutivo. Y, por ahora, el nuevo gabinete parece pecar de inexperiencia en este sentido.
Presionado por el descontento social, enfrentado con ciertos estamentos de su propio partido y sin un dominio seguro de la administración, el nuevo presidente colombiano parece condenado a replantearse seriamente su estrategia de gobierno.