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Política

¿Está listo Bolsonaro para lidiar con la realidad?

El nuevo presidente de Brasil tendrá que vérselas con un Congreso fragmentado en una treintena de partidos.

Madrid

No hubo sorpresas en Brasil. Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal (PSL), ganó este domingo la segunda vuelta de las elecciones presidenciales con un 55% de los votos, sacando diez puntos de ventaja a su rival, el candidato de Partido del los Trabajadores (PT), Fernando Haddad

Bolsonaro confirma pues que ha sabido capitalizar el hartazgo en la sociedad brasileña de la clase política tradicional y, en particular, del partido que ha hegemonizado el escenario político desde comienzos de siglo, el PT.

La campaña del ultraderechista ha girado en torno a los males que lastran al gigante suramericano: la fragilidad económica, la inseguridad y la corrupción.

No es de sorprender el eco encontrado en la ciudadanía, puesto que, después de haber atravesado una profunda recesión entre 2014 y 2016, la economía brasileña se muestra aún convaleciente: el crecimiento económico es débil, la tasa de desempleo ronda el 12% y la renta per cápita ha disminuido en un 7,5% en los últimos cuatro años.

Además, el país padece un aumento continuo de los índices de violencia. En 2017, por ejemplo, se registraron cerca de 64.000 homicidios y alrededor de 60.000 violaciones.

Por primera vez, desde el fin de la dictadura militar en 1985, el orden en ciertas ciudades ha sido puesto bajo el mando del Ejército. Es el caso de Río de Janeiro, donde el presidente Michel Temer decretó la intervención militar en el estado carioca para poner freno a la inseguridad.

A esto se le suma el descrédito en que ha quedado sumida la clase política en su conjunto. Tan solo en la trama de corrupción ligada a la petrolera estatal Petrobras están siendo investigados 415 políticos pertenecientes a 26 partidos (de un total de 35) en 21 estados (de los 26 que cuenta el país).

Entre ellos hay cinco exmandatarios: José Sarney, Fernando Collor de Mello, Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Silva (quien se encuentra en prisión) y Dilma Rousseff. Temer también aparece implicado, pero la Constitución impide que sea procesado por hechos anteriores a su mandato.

¿Candidato del cambio o de la revancha?

En semejante contexto Bolsonaro ha llegado a presentarse como candidato del cambio, pese a haber ocupado un escaño en la Cámara de Diputados durante las siete últimas legislaturas, es decir desde 1990.

Es más bien su discurso autoritario y de desprecio hacia las minorías, consideradas como bastiones (o clientelas) del PT, lo que le ha granjeado la imagen de antisistema. Así, durante toda la campaña presidencial ha mantenido el perfil que lo dio a conocer como un diputado excéntrico: racista, misógino, homófobo. 

La misoginia y la homofobia se avienen perfectamente con el moralismo de una baza considerable de su electorado, los evangélicos, quienes ven en las políticas de igualdad de género y tolerancia hacia los colectivos LGTB, propugnadas por el PT, una amenaza a la familia tradicional y a los valores cristianos.

El autoritarismo encuentra fuerte resonancia en una sociedad acosada por la criminalidad. De ahí su reivindicación del legado de la dictadura militar (1964-1985) y de soluciones radicales para los problemas de seguridad como la castración química de los violadores, el uso de la tortura, la legalización del porte de armas y la inmunidad para los policías que maten a presuntos delincuentes mientras estén en función –algo que ocurre con una frecuencia espeluznante, tan solo el año pasado fueron 5.000 los civiles muertos por disparos de los agentes de las fuerzas del orden–.

La victoria de Bolsonaro también adquiere aires de revancha de las élites rurales y las clases pudientes urbanas, compuestas por una aplastante mayoría blanca e impregnadas por un imaginario racista y clasista. En estas siempre ha existido un fuerte rechazo hacia las políticas redistributivas implementadas por el PT, sobre todo durante la presidencia de Lula.

Así, las bravuconadas contra los pobres y los negros, que con frecuencia son los mismos, se acompañan de descalificación y amenazas hacia la oposición de izquierda: "Vamos a barrer del mapa a los bandidos rojos. O van presos o marchan al exilio".

La realidad y el deseo

A partir de ahora empieza la cuenta atrás para ver cómo el flamante mandatario piensa concretizar sus promesas de campaña.

Todo apunta a que los militares tendrán un peso importante en el Gobierno de Bolsonaro. Prueba de ello es que la vicepresidencia está en manos del general retirado Hamilton Mourão, quien ha coqueteado en más de una ocasión con la posibilidad de un autogolpe con el apoyo del Ejército.

La presencia castrense buscaría reforzar el poder de las Fuerzas Armadas en la seguridad nacional. Una estrategia de mano dura que estaría acompañada de medidas como la reducción de la edad mínima para ingresar en la cárcel de 18 a 16 años o la calificación como terrorismo de las protestas de los sindicatos de trabajadores agrarios, si se efectúan en propiedades privadas.

Sin embargo, este conjunto de medidas (militarización de la seguridad, judicialización de menores, criminalización de la protesta social) tendrían que ser sancionadas como constitucionales por el Tribunal Supremo Federal. Algo que no está garantizado.

De igual modo habrá que ver si sus miras sobre la política ambiental se adscriben al orden constitucional, puesto que, como candidato, Bolsonaro anunció su intención de suprimir ciertos derechos de las comunidades indígenas con el fin de abrir sus territorios a la industria minera. 

Es justamente para potenciar la explotación económica de la Amazonía que Bolsonaro prometió en un inicio abandonar el Acuerdo de París contra el calentamiento global, aunque luego matizara su posición, diciendo que Brasil seguiría respetando el pacto siempre y cuando no obstaculizara la soberanía nacional.

Tal vez le resulte factible crear un colegio militar en todas las capitales del Estado, como parte de su objetivo de militarizar la enseñanza pública. En cambio, es probable que encuentre mayores resistencias institucionales si, siguiendo sus propuestas, intenta modificar los planes de estudio para vedar las ideas progresistas (igualdad de género y racial). 

También en su propia coalición se vislumbran posibles tensiones. Si bien los militares probablemente respalden los impulsos autoritarios en el plano de la educación y de la seguridad, es menos seguro, dada la tradición estatista del Ejército brasileño, que apoyen con unanimidad el programa de privatización de empresas públicas sugerido por el probable futuro ministro de Economía, el neoliberal Paulo Guedes.

Por último, el ahora oficialista PSL, pese a haberse convertido en la segunda formación de la Cámara de Diputados, detrás del PT, tendrá que lidiar con un Congreso sumamente fragmentado en el que los escaños están repartidos entre una treintena de partidos y donde el traspaso de diputados de una formación a otra o la compra de votos son moneda corriente.

¿Será capaz el PSL de tejer las alianzas necesarias sin caer en el mercadeo que caracteriza a la política brasileña?

En 28 años como parlamentario, Bolsonaro consiguió aprobar solo dos proyectos de ley de su autoría. Necesitará mostrarse más acertado si pretende sacar adelante el país.

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