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Chile

Chile, una democracia consolidada

La victoria de Sebastián Piñera no significa un cheque en blanco para la derecha.

Madrid

"Apuntamos a la necesidad de retomar caminos de diálogos, en la búsqueda de consensos y conversar con todos los sectores", declaró esta mañana Andrés Chadwick, coordinador político de la campaña del vencedor de las elecciones presidenciales chilenas, Sebastián Piñera.

Más allá de la habitual profesión de fe democrática, la declaración de Chadwick es un recordatorio de la realidad política que deberá afrontar el nuevo mandatario. Pese a su holgada victoria en los comicios del domingo, el bloque político liderado por Piñera, Chile Vamos, no cuenta con una mayoría en el Congreso.

Semejante correlación de fuerzas obligará al nuevo oficialismo a una negociación continua con buena parte de la oposición para poder sacar adelante su programa legislativo durante los próximos cuatro años.

Este dato permite atenuar lo que podría ser considerado a primera vista como un giro a la derecha del tablero político chileno. Las dos vueltas que necesitó el escrutinio presidencial dan lugar a conclusiones más contrastadas.

Siguiendo los resultados de la primera ronda, el reparto de votos entre las distintas agrupaciones de derecha y de centro-izquierda quedó prácticamente en un empate entre ambos polos. ¿Cómo se explica entonces la ventaja contundente de Sebastián Piñera en la segunda vuelta?

Disgregación del centro-izquierda

Un primer elemento de explicación sería el respaldo unánime que Piñera recabó en el conjunto de partidos de derecha. Lo cual habría propiciado una fuerte movilización de su electorado de base.

Según Rivas, Sallaberry y Dodds, en el diario chileno La Tercera, Piñera "logró movilizar a los votantes de derecha que no habían participado en las últimas elecciones, e incluso quizás se abstuvieron en la primera vuelta".

La irrupción de estos "nuevos votantes" habría incidido de modo decisivo en el aumento de votos a favor de Piñera.

Esta unidad de la derecha contrasta con la disgregación del centro-izquierda durante todo el proceso electoral. No solo la coalición Nueva Mayoría llegó dividida a la primera vuelta, sino que además su candidato, Alejandro Guillier, pudo apenas contar para la segunda vuelta con un tibio apoyo del Frente Amplio, la pujante formación de la izquierda radical que, con apenas unos meses de existencia, lograra hacerse del 20% de los votos en la primera ronda.

Las divisiones en el seno de la izquierda responden por lo menos a dos dinámicas. Por una parte, el bloque Nueva Mayoría, heredero de la Concertación que gobernara Chile de 1990 a 2010, conoció una legislatura marcada por las tensiones entre sus dos extremos, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista.

Fue justamente el distanciamiento con lo que consideraba un giro demasiado pronunciado hacia la izquierda, por parte del Gobierno de Michelle Bachelet, lo que llevara a la formación centrista a presentar su propia candidata, Carolina Goic, a la primera vuelta de las presidenciales, consumando así el quiebre del oficialismo.

Por otra parte, las principales figuras del Frente Amplio, una abigarrada constelación de grupos de izquierda que se origina en las movilizaciones estudiantiles de 2011, si bien a última hora dijeron que votarían por Guillier, insistieron en que, independientemente de quién ganara las elecciones, ellos estarían en la oposición, considerando que Nueva Mayoría se ha limitado a una gestión del statu-quo en lugar de promover una verdadera agenda de cambio.

Por lo visto, Guillier no demostró suficientes dotes de equilibrista para aunar a la vez los votos centristas e izquierdistas. Lo más probable es que haya sufrido la deserción de ambos bandos.

Giro limitado

Visto así, la victoria de Sebastián Piñera no significa un cheque en blanco para la derecha. Sin real ventaja en el Congreso, es poco probable que ésta se lance en el desmantelamiento de las reformas aprobadas durante la última legislatura: despenalización parcial del aborto, aumento del salario mínimo, reforma laboral con avances en los derechos básicos de los trabajadores, gratuidad de la educación universitaria.

El propio Piñera reconoció implícitamente, en la recta final de la campaña, que no habría marcha atrás al respecto. Aunque, es de suponer, tampoco seguirá adelante la agenda social impulsada por Bachelet. Lo más probable es que pase a concentrarse en la reactivación de una economía cuyo crecimiento se ha atascado en los últimos años.

En realidad, el margen de acción del nuevo Gobierno dependerá no sólo de sus habilidades de negociación, sino también de cómo el centro-izquierda gestione su recomposición.

Sin dudas, cabe destacar la solidez institucional de la democracia chilena. El desarrollo sin sobresaltos de los comicios, así como el reconocimiento inmediato (y hasta jovial) de los resultados, por parte de Alejandro Guillier y de Michelle Bachelet, suponen una bocanada de aire fresco en la región.

A su manera, la clase política chilena nos ha brindado una lección: solo el respeto cabal por las instituciones asegura el funcionamiento y la consolidación de un sistema democrático. Después de los lamentables espectáculos ofrecidos no hace mucho por Honduras y Venezuela –ni hablar ya de Cuba–, la celebración de unas elecciones sin irregularidades y pacíficas hacen de Chile un ejemplo a seguir en el continente.

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