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Crítica

Penes, el sida y Dios —arrinconado en el cuerpo y la noche insular

Este volumen 'más allá de ser una antología de cuentos sobre el sida, es una muestra visceral del comportamiento del hombre con relación a su cuerpo y los cuerpos que desea'.

Estocolmo
Fotograma de 'La montaña mágica', 1982.
Fotograma de 'La montaña mágica', 1982. El País

He escuchado decir más de una vez que la culpa te lleva al castigo y el castigo es doloroso. Al no existir un juez que te condene te conviertes en tu propio juez. Y en este sentido la flagelación figurada, consciente o inconsciente, pretende disciplinar el alma una y otra vez, sin conseguirlo. En mi propio caso, el deseo, al materializarse, me llevó a sentirme culpable y la culpa trajo el castigo: infección y aislamiento. El miedo, el castigo, la muerte, por un lado, el deseo, el sexo y Dios, por el otro. Estos pares de triadas y tantas otras que se pudieran conjugar fueron las columnas que se erigieron a mi alrededor en forma de ideas, sentimientos y posibles destinos. Durante años discurrí entre ellas como quien se ha estancado en el laberinto de una sala hipóstila. Avanzaba y retrocedía, giraba, me tumbaba y volvía a ponerme en pie. Me lamentaba, odiaba, convulsionaba, pero con fe supe que saldría de allí. Dos años, tres años, cuatro años, cinco años, seis… Con cada intento de encontrar la salida reforzaba mi autoestima, aprendía a aceptarme tal cual y celebrar la vida, por consiguiente, rechacé el castigo.
     
Los medicamentos suelen paliar los efectos de una enfermedad, pero pocas veces eliminan la causa que la produce. Más allá de las investigaciones científicas y de los preparados que se elaboran en los laboratorios, recientes estudios demuestran que la sanación es algo que ocurre en el interior, inducido mentalmente y resuelto en el inconsciente. Por ello, dejar de estigmatizar mi sexualidad me ayudó a sanarme, es decir, a reconciliar mi cuerpo, mi mente y mi inconsciente. No tuve que hacer cambios drásticos en mi disposición sexual, porque reconocí que en los penes no está el látigo de Dios. No más vergüenza, basta de máscaras y simulaciones. Dios está en todas partes, y de los genitales emerge la fuente que proviene de Dios.
     
Y sobreviví. Finalmente fui salvado por la mano de un ángel que, en forma de peregrino, me ayudó a escapar. Mis años de aislamiento, de bochornos y de sobresaltos quedaron atrás. Al cabo de 30 años ni hablo ni escribo sobre aquel decenio que, en lo posible, traté de olvidar, empañando los recuerdos y la memoria. Y fue bueno. El pasado pisado posibilita alientos nuevos.
     
Lo que ayer ocupó las grandes planas de los diarios e informativos, al convertirse en espuma, con el paso del tiempo comenzó a desdibujarse. Lo que no se nombra es como si no existiera. El sida, aquella pandemia que flageló los finales del siglo XX, cada vez se recuerda menos. O se olvida más. Aunque actualmente casi 38 millones de personas viven con VIH, apenas se habla de ello. Es como si el VIH hubiera entrado en estado de hibernación. Después que el conocimiento superase al miedo, se produjeron retrovirales que controlaron la replicación viral y convirtieron el sida en una afección crónica. Hoy se trata como una enfermedad de transmisión sexual más. Ya no se le dedican titulares ni se publican estadísticas sobre diagnósticos y tratamientos. Los noticieros prefieren traer al presente mejores, nuevas y feroces alarmas consigo: otras epidemias, otras guerras y otros ruidos que avisen sobre crisis, escasez y destrucción. ¿Por qué entonces, de repente, aparece Del cuerpo y la noche insular: relatos de amor, de sida y de muerte?
     
En los años 90, Ediciones La Palma apostó por apoyar un modesto taller literario, creado en un sanatorio para encerrar a enfermos de VIH/sida, ya que, como es de sobra conocido, Cuba fue, probablemente, el único país que, en los años 80, aisló a personas con VIH para controlar y evitar la propagación del virus en la sociedad. En el sanatorio, situado en el municipio de Santiago de las Vegas, en la provincia Habana, era precisamente donde estaba aislado yo. Al taller literario lo nombramos La Montaña Mágica por la semejanza con el sanatorio que se describe en la novela homónima de Thomas Mann.
     
El taller literario estaba formado por pacientes del internado y era liderado por Ana María Rojas y Lourdes Zayón, las asesoras literarias de la Casa de Cultura de Santiago de las Vegas y Arroyo Naranjo. Cada martes, emocionados y agradecidos, mis compañeros y yo nos preparábamos para recibir, en los jardines del sanatorio, a las asesoras y sus invitados, ya que el taller, creado en 1992, fue creciendo, aupando y uniendo a escritores e intelectuales que, sin ser seropositivos ni tener una relación directa con el VIH, se identificaban —por razones ideológicas y sociales— con los seres peculiares (sidosos) que vivíamos allí.
     
Los encuentros eran memorables, a veces trascendentales. Aunque los integrantes teníamos edades, intereses y comportamientos diferentes, al funcionar en grupo convertíamos las sesiones en una terapia grupal donde nos desahogábamos, despotricábamos del sistema sanatorial —o del Gobierno— y creíamos conspirar cada vez que se introducía de manera clandestina las obras de autores proscritos como Mario Vargas Llosa, Reinaldo Arenas, Zoe Valdés, o libros como el I Ching, o fotocopias de textos de Krishnamurti o Caballo de Troya. Y no podía faltar, por supuesto, obras de temática gay, como Hombres sin mujer, La muerte en Venecia, Memorias de Adriano y otros que ya no recuerdo.
     
La amistad en el grupo fue solidaria; compartimos primero el amor y después el dolor y el llanto cuando la muerte comenzó a rondar a los talleristas. Ella, la muerte, se anunciaba descaradamente en las caras de mis compañeros de infortunio. El tallerista elegido adelgazaba drásticamente, el círculo facial se afilaba y la piel… ah, se tornaba gris como hoja de árbol arrugada y marchita. El tallerista envejecía en tres meses y apenas podía andar por los jardines. Entonces las sesiones literarias se dividían en pequeños grupos. Las asesoras visitaban a los enfermos en las habitaciones del recinto, les contaban anécdotas, les hacían reír, les leían cuentos... Hasta que eran trasladados al hospital, para morir allí. Y se perdían.
     
En lo personal, el taller me ayudó a expulsar mis demonios. Escribí textos audaces, procaces y dolorosos. Conseguí molestar a tal punto que algunos de mis compañeros (no talleristas) clasificaban mis cuentos como "monstruosos". Y puede que tuvieran razón; con los cuentos enfrenté el miedo. Con ellos vomité el veneno que me habían inoculado. Con ellos derribé las columnas de la vergüenza y el castigo.
     
La productividad del taller se fue haciendo evidente. El material que produjimos los talleristas fue llegando, de manera contundente, a los ambientes culturales de la Isla. Conseguimos traspasar las rejas que nos aislaban y participábamos, mediante "permisos sanatoriales", en los eventos literarios a los que éramos invitados. En esas ocasiones, la dirección sanatorial asignaba a las asesoras literarias el papel de "acompañantes", responsabilizándolas de que los talleristas no propagaran el virus de la inmunodeficiencia humana durante las breves estancias fuera del sanatorio.
     
Se publicaron folletos o plaquettes con nuestras obras y mi relato "De nalgas al fondo" obtuvo el Premio de Cuento en el Encuentro Nacional de Talleres Literarios de 1995. Como colofón del período, Ediciones La Palma publicó en 1997 Toda esa gente solitaria, cuentos cubanos sobre el sida. Se trataba de la primera antología de relatos que recogían la dura cara de la enfermedad. En el dorso del libro puede leerse: "El 30 de abril de 1986 el Estado cubano crea en las afueras de La Habana el sanatorio 'Villa de los Cocos', oficialmente 'Santiago de las Vegas', centro donde se interna a los enfermos de SIDA de la Isla. Los pacientes aficionados a la literatura crearon el taller literario La Montaña Mágica y estos 18 cuentos son su resultado".
     
Esta primera recopilación fue la inspiración de la segunda, que aparece un cuarto de siglo después, en medio de una nueva pandemia: el Covid-19. Las pandemias cambian de nombre: peste, cólera, gripe española, sida, pero todas —todas— tienen un denominador común: son devastadoras, diezman la población, provocan la discriminación y expanden el pánico y la histeria colectiva. Las epidemias son un horror para la humanidad, quien no puede huir de ellas, les teme y aprueba con alivio los tratamientos de prevención y aislamiento. El VIH/sida, como pandemia, no difiere del Covid-19 en cuanto a miedos, restricciones y cuarentenas. El desconocimiento, por carencia, y el miedo, como emoción primaria ante el riesgo y la amenaza, lo justifican todo. Las pandemias matan. El desconocimiento y el miedo también.
     
Arrinconados en el cuerpo y la noche insular, parafraseo así el prólogo y título del libro de relatos de amor, de sida y de muerte que Ediciones Hurón Azul presentó el año 2021. La selección de cuentos que José Antonio Michelena reúne en este volumen lo demuestra. Son narraciones de 11 autores cubanos, muy jóvenes en el momento que escribieron sus textos, en el vórtice mismo de un periodo llamado "Especial", eufemismo de la crisis económica y social que azotaba a Cuba en los años 90 tras el desmoronamiento del bloque socialista. Aquellos jóvenes irrespetuosos y rebeldes cambiaron la exhortación "haz lo posible" por el precepto "hazlo posible". No tenían nada que perder porque, a todas luces lo habían perdido todo. Escribieron sin censura relatos de ficción o autobiográficos que todavía hoy, por el manejo de los recursos literarios y el tratamiento abierto y crítico de los argumentos, conmueven y sorprenden a quien los lee.
     
Arrinconados, sí. Fuimos llevados, los diagnosticados seropositivos en Cuba, a un rincón para recibir atención médica y aislamiento social. En sanatorios nos albergaron y allí languidecimos marginados, desoídos y aleccionados.
     
El editor sintetiza muy bien la historia de cómo llegó el VIH a Cuba y a quiénes responsabilizaron por ello. Cómo se crearon los sanatorios y cómo su política de ayuda y encierro dio tanto de qué hablar. De escribir sobre ello se encargaron jóvenes intelectuales que asumieron la literatura como arma y respuesta personal a un régimen autoritario que controlaba todo. O casi todo, porque la creatividad y el pensamiento son imposibles de domeñar. Y es precisamente este volumen de cuentos, que 30 años después publica Hurón Azul, quien da testimonio literario del final de un siglo estigmatizado por una plaga, la incertidumbre y la sexualidad.
     
No se puede hablar de sida sin hablar de sexo. Esta particularidad es la que diferencia al sida del resto de las pandemias. El sida tiene una relación directa con los genitales por su forma de transmisión a través de fluidos corporales como el semen, la sangre y las secreciones vaginales. Aunque se transmite también por vía perinatal (de madre a hijo) y vía sanguínea (compartiendo agujas y materiales infectados con el virus), la vía sexual es la manera común de contagio y esta verdad produce temor, rechazo y duda ante el llamado del placer o Eros. La aparición del sida en los 80 tuvo un fuerte impacto en las relaciones sociales y la conducta sexual. Fue un llamado de atención para frenar el "libertinaje sexual" desatado en décadas anteriores. El sida, metafóricamente, resultó de la culpa y facilitó el castigo. El interés y atracción de mujer a mujer, así como las vías de contagio perinatal y sanguínea no están incluidas en este florilegio; por tanto, es el miembro viril quien lidera y convierte el acto de penetración en anatema.
     
Todos los cuentos de la selección, sin excepción, abordan y transitan las relaciones conflictivas del amor erótico, ya sea el VIH, una consecuencia del coito o un impedimento para ello. El VIH es el muro que impide interactuar a las parejas, convierte el deseo en "lo prohibido" y en crimen el contagio. Por ello, es de esperar que las narraciones estén respaldadas por el fatalismo y la indefensión ("La noche comienza ahora", "Río abajo", "Ejercicio de imaginación", "El desesperado amor de los ahorcados", "El arte de volar", "Sin reservas"). En algunos momentos comparece la paranoia y la melancolía ("La piel de Inesa", "Una nueva estación"), a los que le siguen el odio y la desesperación ("November rain", "Castigo y crimen"). Por fortuna encontramos también la vindicación del acto sexual como respuesta y transgresión ("De nalgas al fondo", "Huitzel y Quetzal", "Umbral", "En la diversidad"). El optimismo y el entusiasmo no abundan, pero se emparentan con la conformidad ("Gunilla", "Huitzel y Quetzal") y la aclamada posibilidad ("En la diversidad") de que los finales pueden cambiarse.
     
¿Qué sensaciones nos dejan estos relatos? ¿Qué emociones nos faltan? Con excepción de aquellos que vindican el cuerpo y el deseo, veo en el resto un boicot o renuncia a la satisfacción sexual y un evidente distanciamiento con el Yo Superior, quien sustenta la creencia milenaria de que Dios no reconoce o aprueba el placer. Pero, si Dios creó los genitales, el placer sexual es también un asunto de Dios.
     
Michelena plantea en el prólogo la triada amor-sexo-muerte como el tema principal de las historias del libro. Lo resume en la ecuación amor + sexo = muerte. Yo, por mi parte, blandiendo antiguos paradigmas que refieren lo impostergable del deseo y sus entredichos expongo la ecuación culpa + castigo = dolor. El amor prohibido enferma de deseo insatisfecho y si ese deseo es satisfecho, produce culpabilidad. ¿Cómo lidiar entonces con el deseo, la culpa y el castigo? ¿Cómo abolir los términos crimen, condena, persecución? Yo propongo, desde mi experiencia, hacer un ejercicio similar al que propuso Jorge Alejandro Camacho en su cuento "Ejercicio de imaginación", pero esta vez visualicemos el resultado que queremos lograr. Vendría bien sustituir el descontento por la esperanza, el resentimiento por el perdón y el miedo por el amor.
     
Dependerá de nuestra actitud y responsabilidad alcanzar la liberación en el acto de aceptación de quién realmente somos. Si todos tenemos un juez interior que nos culpa, ese juez puede a su vez transformarse en Dios para sanarnos. Si Dios, luego, es nuestra voz interior, depende del hombre reconciliarse con Dios: sin culpa no habrá castigo; sin castigo no hay dolor.
     
Sin lugar a dudas fue un placer leer los cuentos iniciales de escritores hoy consagrados en su mayoría: Amir Valle, Karla Suárez, Alexis Díaz Pimienta, Yoss, Ronaldo Menéndez, Ernesto Santana, Jorge Alejandro Camacho, Ricardo Arrieta, Pedro Pérez, Eduardo Hernández y Miguel Ángel Fraga —quien firma estas líneas—.
     
Complementan el libro el erotismo de las ilustraciones (acuarelas y tintas) de Parisicilia, el poema "Aquí estoy" de Miguel Miranda y los testimonios de Ana María de Rojas "Memorias de una fragua de amistad" y de Ernesto Santana "Mucho más que un taller literario". Tanto Ana como Ernesto expresan con sencillez sus impresiones sobre aquellos días literarios en el taller La Montaña Mágica. Personalmente, admito que sus experiencias me han hecho revivir recuerdos que yo no sabía que fueran tan gratificantes.
     
Del cuerpo y la noche insular, más allá de ser una antología de cuentos sobre el sida, es una muestra visceral del comportamiento del hombre con relación a su cuerpo y los cuerpos que desea. De una u otra manera los registros de insatisfacción y culpabilidad dirigen los cauces de las acciones que se narran. Y en todos ellos, por molesto que sea, el falo apunta con irredenta ostentación, no como falacia sino como obelisco del deseo, desde el rincón, hacia la luz.


Del cuerpo y la noche insular: relatos de amor, de sida y de muerte (selección de José Antonio Michelena, Ediciones Hurón Azul, Madrid, 2022).

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