Del viejo imperio soviético —que ahora parece congelado en los libros de historia— nos queda el eco de las consignas, cementerios de camaradas vencidos y gélidos archivos de espionaje que reposan, como sarcófagos, en el silencio de los almacenes.
Fue una maquinaria eficaz, tenebrosa y afilada, en la que se adivinaba el contorno de una antigua utopía: los sueños de igualdad, libertad y justicia que han desvelado al género humano en todas sus batallas. Para otros, confiados en los catecismos de economía política, era la única alternativa para convertir este mundo en algo menos amargo de lo que es hoy, incluso después de 1989.
Una cuartilla y media no son suficientes para calibrar bien lo que significó el comunismo soviético y su disolución, pero a mí —que creo que la ficción tiene mejor olfato que los manuales de marxismo— me bastan las 90 páginas de Partida de caza, un clásico del comic político y, a mi juicio, la obra maestra del dibujante Enki Bilal y su guionista Pierre Christin.
A inicios de los años 80, un grupo de hombres —altos dirigentes en los países del Pacto de Varsovia— se dan cita en una suntuosa mansión en los campos nevados de Polonia. Los convoca un fantasma, Vassili Chevtchenko, revolucionario veterano y hombre de acero que estuvo siempre en la primera línea del Partido. El inventario de burócratas abarca toda la geografía socialista del momento, pero no han venido —parece— a hacer política, sino a matar animales por deporte.
El más burgués de los pasatiempos es un ajedrez bien calculado para eliminar obstáculos de orden estratégico: uno de los cazadores resulta, en realidad, el blanco de los rifles. Con un sencillo y bien planeado fogonazo, devolverán a Chevtchenko su influencia en Moscú.
Mientras se prepara la expedición, calentados por el vodka y los lujos de la casona, cada uno recapitula el siniestro camino de traiciones, delaciones y puñaladas con las que han escalado las cúpulas del Kremlin. Cada conversación, cada relato contado entre la ironía y lo melancólico, se vuelve una crónica personal de la historia de Checoslovaquia, Hungría, Rumania, la Alemania del Este, Polonia y los demás estados satélites de Rusia.
Los espectros de la memoria regresan a través de las palabras para demostrar por qué, incluso herido de muerte, aquel aparato había alcanzado niveles alucinantes de podredumbre.
La historieta de Enki Bilal resulta, además, un documento premonitorio. Publicada en 1981, propuso un diagnóstico tan lúcido del régimen soviético que es imposible de leer sin sobresaltos. Por eso la edición actual del cómic incluye un dossier de 1990, donde uno de los participantes de la cacería evoca el destino de sus amigos, todos muertos o desaparecidos después del colapso de aquel sistema, en una misteriosa explosión.
Trepidante y atractiva como pocas narraciones de este género, Partida de caza es una lección fulminante sobre el poder y cómo las elites —a las que muy poco importan las ideologías— son capaces de todo por perpetuarse. Además del dibujo impecable, casi tenebroso, de Bilal —francés de madre checa y padre yugoslavo—, los diálogos de Christin transmiten un vértigo cinematográfico que nos recuerda a la mejor novela policial. Ambos tramaron un cómic de extraña densidad y, aunque parezca de otro tiempo, rigurosamente actual.
La cacería define el material que compone a estos hombres —criaturas del invierno estalinista pero afines a cualquier época—, conocedores del secreto para morir y resucitar tres veces en el próximo régimen. Son gente para las que el asesinato o el exilio son un simple trámite, ejecutado demasiadas veces. Y a uno le queda el mal sabor de imaginar que, detrás de la moribunda estrella roja, agazapadas en el óxido que sepulta a la hoz y al martillo, sobreviven las sombras de los viejos cazadores. Traicioneros, siempre lúcidos, para arriesgarlo todo en la última partida.
Enki Bilal y Pierre Christin, Partida de caza (Norma Editorial, 1995).