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La tercera vez que Alejandro Magno se encaminó con su ejército hacia Tebas, la griega, fue definitiva. Antes se había visto en la obligación de imponerle la paz, pero sin necesidad de matar: nada sería parecido. Ejecutados entre 5.000 y 6.000 que alzaron las armas y vendidos como esclavos el resto de los habitantes, otros 30.000, cuenta el ameno y siempre profundo —dos características complejas de conciliar en un historiador— Valerio Massimo Manfredi, que el gran guerrero macedonio arrastró alguna resaca moral el resto de su corta, si bien intensa vida.
La orden de llevar a escombros la polis se cumplió con dificultad, oposición, pero a rajatabla, únicamente la casa del poeta Píndaro quedó edificada, además de los monumentos religiosos.
Sacerdotes y familiares del poeta salvaron la vida, les fue perdonada.
Hubo un momento en que cualquier cosa, o casa, que se quisiera re/construir en Tebas, pienso yo, partiría de la fe, la poesía. La fe había salvado a los templos, su relato podría sobrevivir gracias a los sacerdotes indultados. La poesía de Píndaro, florida de musas, efebos y de vino, tal cual le gustaba al magno Alejandro la vida, condescendía a que prosiguiera el linaje del poeta, a que la residencia donde creara sobreviviera al desastre.
No fue la única vez que el soberbio guerrero diera riendas a su capacidad destructora. De camino a Egipto, en su obsesión con dominar Oriente, capturar a su enemigo íntimo, el rey persa Darío II, una de las escasas resistencia la encontró en Gaza, donde la defensa que prohibía el cruce hacia la tierra de los faraones duró más de 60 días.
En detrimento de Jerusalén, que se rindió sin apenas tirar un chícharo, siendo el conquistador indulgente con sus habitantes —sea dicho todo—, Gaza, los palestinos de entonces, pagaron con la vida: muertos o esclavos por desafiar al invasor de Occidente.
Poca, o casi ninguna resistencia más halló Alejandro III y una vez en Egipto, los antiquísimos templos de Menfis, sus sacerdotes le bendijeron.
Cualquiera hubiera decidido estarse quieto, vivir de lo conquistado que no era poco. Es evidente también que cualquiera no hubiera sido Alejandro Magno.
2
En otro libro, Gandhara, de Bérénice Geoffroy-Schneiter, se puede ver el legado del emperador hijo de Filipo II en recónditas regiones de Oriente. Lo que se estudia como arte grecobudista, en la región que nombra la obra y que incluye, también, lo que hoy día es Kandahar.
El encuentro de Apolo y Buda es el subtítulo, sin duda específico, acertado.
Empeñada la autora en rescatar la memoria histórica de un país donde se han cambiado los picos de arqueólogos por los fusiles, para decirlo parecido a como ella lo expresa, el libro contagia una admiración, amor por el pasado glorioso en contrapunto al amargor, la impotencia que inevitablemente se siente al saber, tener evidencias sobradas, del degradamiento al que somos capaces de llegar como especie.
Conocida la zona y el arte de tiempos remotos, Marco Polo hablaba de esta manera: "todos los reyes provienen de un mismo linaje, descendientes del rey Alejandro y de su esposa, hija del rey Darío el Grande, el gran señor de Persia"
Y decía de sus gentes: "son buenos arqueros y buenos cazadores, y la mayoría se visten con pieles de animales porque tienen gran carencia de otras vestimentas".
Y continúa aclarando la poca importancia que brindaban al aspecto, teniendo como aliada a la naturaleza, las altas montañas donde "el aire es tan puro y la estancia tan vivificante que si un hombre, viviendo en las ciudades y moradas construidas en la llanura y los valles próximos a los montes, coge fiebre de cualquier clase o cualquier otra enfermedad fortuita, sube rápidamente y ve su enfermedad disipada y su salud restituida".
Sobre este territorio esquilmado desde hace cientos de años, estudiosos occidentales y orientales se disputan la creación de determinadas obras, así como cuáles escuelas las realizaron. Los helenistas e indianistas solamente están de acuerdo en que ambos rasgos, características de los pueblos son visibles: los budas son budas, pero los peinados y los ropajes son griegos: "Los budas de esas regiones, a caballo entre Pakistán y el Afganistán actuales, adoptan, en efecto, desde el primer siglo de nuestra era, el ropaje griego, pero también la sonrisa y los trazos de esos olímpicos de los que los sucesores de Alejandro guardaban confusamente el recuerdo".
En ninguna otra parte existen estos helénicos budas, muchos son rosas, que por suerte todavía están algunos en museos, colecciones privadas, y por adversidad muy pocos en sus lugares de origen.
Estetas e historiadores no descansan en la búsqueda del gen dominante de este arte mestizo surgido en los lindes de Irán, la India.
A la par, se desarrolla un mercado negro, expolio del patrimonio afgano, que produce más dinero que el trafico de drogas: la heroína, el opio y el hachís juntos.
Cuando los talibanes explotaron los budas del Valle de Bamiyan, más allá de creer en el efecto de la profanación —perversidad ignorante— generaron millones de euros en reliquias.
Cada fragmento de buda tiene un precio hoy día. El peligro para adquirir el producto –pedacito de figura sagrada devenido tesoro para anticuarios, coleccionistas caprichosos— es bien remunerado en Europa, Estados Unidos, sobre todo. ¿Una ironía? No, perversidad otra vez.
Si atendemos al mapa actual de la guerra, será sencillo constatar que la mayoría se libra en los sitios fundacionales de nuestra historia universal. Ciudades como Alepo, Palmira, Damasco en Siria, son parte de la cruel cotidianidad informativa. Sus escombros ambientan las noticias a la vez que los islamistas se hacen fuertes en Iraq: la misma Babilonia que antes bombardearan Clinton, Bush, y que se suponía un territorio libre, mucho más seguro que con el ahorcado dictador.
¡Guerra en Mesopotamia!
3
Cuando era muchacho construyeron una plaza con escenario y le llamaron Parque de la Trova. La modesta plaza con bancos de granito, cemento y yerro vino a ovalar el vacío, el hueco que había quedado del antiguo ayuntamiento, mismo sitio del archivo de historia del pueblo y estación de policía.
Esto es lo que sabíamos, sabemos.
La toma del pueblo por las tropas del Che en diciembre de 1958 no fue muy extensa, ni siquiera un día. El Vaquerito y los suyos hicieron explotar los cocteles molotov y las llamas se llevaron en la épica parte de nuestra historia mismamente. El Che no estuvo, se quedó en Manacas, pero dio órdenes de terminar cuanto antes.
Siendo Remedios, otrora Santa Cruz de la Sabana del Cayo —primigeniamente, Carahate, según el propio Bartolomé de las Casas—, parte fundacional de la Isla, no es exagerado pensar entonces que parte también de nuestra historia como país se quemó en la escaramuza urgente.
Según escasos testimonios que he encontrado, fue innecesario y desproporcionado el ataque, además de a conciencia. El apremio del comandante argentino, su Columna número 8 Ciro Redondo, por llegar a Santa Clara era más importante que los tesoros, papeles amarillentos que pudieran haber guardados en el edificio antiguo y de madera de la villa.
De todos los historiadores que ha dado tan histórico pueblo, ninguno todavía ha esclarecido estos hechos.
Incluso los que sí participaron y han hablado sobre lo sucedido la navidad del 58 del siglo pasado, evitan o no dan detalles sobre el suceso.
Si bien no lo dicen —entiendo que por poco trascendente el relato se hace breve— casi todo se reduce a una orden.
La orden.
Con la quema de la historia se podía llegar a pensar que comenzaría una historia nueva.
Siempre fue igual.
L. Santiago Méndez Alpízar nació en Remedios, en 1970. Es coordinador del blog Efory Atocha.com y editor de la Colección Atocha de Literatura Hispanoamericana de Efory Atocha Ediciones. Este texto pertenece a su libro Perversión del lenguaje, marginalia e historia (Efory Atocha Ediciones, Madrid, 2015).