Atención. Se ha publicado en la isla Baroni: un viaje, singular novela del escritor argentino Sergio Chejfec. Y tal como sucediera el año anterior, cuando la misma editorial reunió en un volumen tres piezas del mexicano Mario Bellatin, de pronto uno puede servirse un plato para gourmets en esos bodegones arrasados y abandonados del planeta que son las librerías cubanas.
Plato "exótico" pero en el buen sentido de la palabra, si es que todavía lo hay.
Baroni es Rafaela Baroni, artista venezolana de raigambre popular, medio naïf y medio mística, conocida por sus tallas de santos y vírgenes. El viaje es un viaje a su obra y a su mundo, a la naturaleza que la rodea, al páramo andino donde vive, a los pueblos y a los habitantes de sitios sumergidos en la geografía venezolana: Boconó, Betijoque, Jajó, Hoyo de la Puerta... Pero es un viaje también —y sobre todo— a los paisajes de la autorreflexión y la memoria, al interior profundo de una mirada y un pensamiento narrativos.
Pasada la mitad del libro, hay una escena en que Baroni señala hacia un árbol: por el tronco sube un perezoso. Y Sergio Chejfec escribe: "Me permito ahora un paréntesis divulgador, como esas viejas películas que se desvían un poco para mostrar aspectos de la vida local". El paréntesis dura solamente un párrafo, pero la novela completa viene siendo, en cierto modo, un paréntesis igual a ese.
Baroni: un viaje es película documental, voz en off, pase de diapositivas, el largo desvío de un relato que no llega a ser otra cosa que ese desvío, porque al otro lado del paréntesis no hay nada: el afuera "imaginario" no existe. Como personaje, Rafaela Baroni es tan real como Sergio Chejfec, que vivió 15 años en Venezuela. Si el libro es una novela, y así lo leemos, es porque el cuaderno de viajes, la crónica, el ensayo y la biografía pueden hibridarse y convertirse en —¿qué otra cosa?— una novela. O a veces, en algo mucho más "novela" que lo que usualmente se califica como tal.
La ficción contemporánea como el mecanismo que responde a la idea del documento y sus soportes. Ya no se trata del par voltaico realidad-ficción, sino de las múltiples tensiones entre narración e información.
El gesto de Baroni señalando el animalito lo encuentro revelador por otro motivo. Se ha hecho lugar común en las reseñas de los libros de Chejfec hablar de la lentitud, de las digresiones que caracterizan su "prosa lenta", del ritmo pausado, parsimonioso, "rumiante": el perezoso es el autor. (En el mencionado paréntesis divulgador, Chejfec advierte que si una persona carga a un perezoso para ayudarle, por ejemplo, a cruzar una carretera, "se expone a que el animal la oprima con esas garras aptas para remontar troncos altísimos, en un abrazo difícil de deshacer y capaz de hundirse hasta el hueso".)
El "estilo de movimiento" del arborícola hace pensar, según Chejfec, en "una especie de cansancio". Páginas atrás el argentino estaba en una carretera, de noche, regresando del taller de Baroni y sintiéndose "un habitante de la soledad":
Dicho así suena un poco afectado o confesional, sin embargo me refería a algo práctico. Mis diálogos con las personas se estaban reduciendo cada vez más. No encontraba qué decir, casi nunca, y lo que escuchaba me parecía siempre insuficiente. Por un lado, mi experiencia era cada vez más reducida, lapsos paulatinamente más largos los dedicaba solo a pensar, lucubraciones dispersas, flotantes, alejadas de cualquier destino y concentración; y por el otro, advertía que día a día era más irresuelto en mis afirmaciones, tanto, que hacía comentarios falseados, insostenibles o directamente inconvincentes.
De ascendencia polaca y judía, Sergio Chejfec aclaraba en una entrevista que a la hora de escribir se propuso inventar una lengua que no traicionara lo que él llama sus "orígenes titubeantes". Aquí, en estas memorias de inmensa desolación rural, apunta:
Rumiaba estas ideas en medio de aquellos caminos oscuros, advirtiendo cómo la naturaleza muda y ennegrecida sintonizaba con mis pensamientos y les servía de escenario. Imaginaba que esos valles de pobladores escondidos eran el único territorio del mundo que me había tocado para habitar; que yo hablaba con la intención de hacerme oír, pero en una lengua desplazada, ni incorrecta ni extranjera.
La naturaleza, la forma en que se despliega sobre aquellos parajes, hace juego también con esa "especie de cansancio". La naturaleza replica una sensación de abatimiento, proyecta como el fondo inmóvil de esa lejanía "de cualquier destino y concentración":
Los días casi no cambian, el sol calienta lo mismo, las lluvias son continuas o están ausentes, etc. Sin mencionar la luminosidad y la estridencia. Esto tiene diversas consecuencias, la más importante según mi criterio es que el país es irrepresentable. Y podría no solo referirme a este país en particular, sino también a algunos más.
Sin embargo, Baroni es otra cosa. Más que destino o propósito de un viaje, es la posibilidad de que algo se mueva. En las primeras páginas del libro, Chejfec cita un poema de Juan Sánchez Peláez. "No encuentro mejor forma de apropiarme de ciertos versos que copiarlos, sumarlos al flujo más o menos continuo de lo que, mal o bien, tengo para decir", escribe. "Casi la misma debilidad que siento frente a las formas de Baroni." Las piezas de la artista, sus colores vivos, su simplicidad, le muestran al escritor que la representación es posible, a pesar de todo. O, al menos, que es posible intentarla.
Por ahí anda una de las claves de Baroni: un viaje. Tras la publicación del libro en España (Candaya, Madrid, 2010), así lo subrayaba el propio Chejfec:
La novela me permitió imaginar una versión de Venezuela a través de Baroni. En un punto, Baroni y Venezuela se sobreimprimen. Obviamente no me propuse un argumento totalizador, para eso ya tenemos el discurso de los nacionalismos. Me interesó proponer una especie de ilusión: dado que los héroes literarios de hoy no pueden llevar sobre sus espaldas el peso de una nacionalidad, de una clase social e incluso de una época o de una circunstancia histórica, ¿por qué no sugerir que este ser casi anónimo y para muchos lateral como Rafaela Baroni es lo más trascendente entre las señales habituales de un país saturado de petróleo y de retórica?
Pienso en la saturación y pienso en la catalepsia: leemos que Rafaela Baroni, cuyo trabajo está estrechamente vinculado a la religiosidad popular, en varias ocasiones sufrió ataques catalépticos y fue tomada por muerta e incluso velada. Por tal motivo ha fabricado en su casa su propio ataúd, donde se acuesta cada Viernes Santo a la vista del público. Es una performance, y a la vez es culto y desafío a la Muerte (así, con mayúsculas retóricas). Lo mismo que las figuras milagreras que talla y que pinta, en las cuales siempre encuentra la forma de poner un lorito. Agregar un lorito a la pieza como signo de buen augurio y acaso también como firma.
Y escribe Sergio Chejfec, siempre agregando cosas a ese flujo más o menos continuo de lo que, bien o mal, tiene para decirnos: "Recuerdo ahora otro loro, que en el ancho jardín de una casa y a metros del cementerio del pueblo, entonaba por la mañana temprano el himno venezolano; al escucharlo, pensaba que si algún deudo iba a visitar alguna tumba a esa hora desusada, escucharía también los primeros versos. Pero claro, en un pueblo chico esa sería para todos la música matinal del cementerio".
Sergio Chejfec, Baroni: un viaje (Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2014).