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Crítica

No soy un monstruo, Félix

Próximo al tono del primer Vargas Llosa y a la sensación de truco de no pocas novelas de Benjamin Black, Santiago Rocangliolo vuelve a la Copa Mundial de Fútbol organizada en 1978 bajo la Junta Militar argentina.

Miami

Sería aconsejable leer La pena máxima (Alfaguara, Madrid, 2014), novela del peruano Santiago Roncagliolo, antes y después de habernos detenido en los casi sesenta minutos que dura el documental Mundial '78, la historia paralela; porque complementaría sobremanera una idea del trasfondo que domina los vericuetos de este thriller.

Si bien estamos en Lima, en un momento en que se perfila el declive de los 12 años de los militares en el poder, esta historia no puede desligarse del acontecimiento deportivo más importante del año, la Copa Mundial de Fútbol que organizara la Junta Militar argentina, en paralelo a una sostenida represión llevada a cabo contra muchos de quienes se le opusieron desde las filas del sindicalismo, el marxismo y el peronismo.

Si el equipo de Argentina no se hubiera jugado el pase a la final contra Perú, tal vez esta historia hubiera tomado otros senderos, o simplemente no existiría. Si en la retina de muchos no permaneciera todavía la sorpresiva visita que el general Jorge Rafael Videla hiciera a los vestuarios de la selección peruana en compañía de su amigo, el exsecretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, unos minutos antes del partido; y si este no se hubiera decidido a favor de la albiceleste por el astronómico marcador de seis goles a cero…, a esta novela le faltara la atmósfera de algarabía y depresión, vértigo y misterio que la caracteriza.

Tras los pasos de su amigo Joaquín Calvo, profesor universitario de discretísima vida íntima, cuyo cuerpo apareciera con un disparo de Parabellum en la frente, "como un lunar de carne", en un lodazal del río Rímac, andará el joven Félix Chacaltana, un inocuo asistente de archivo en el Poder Judicial peruano, tan ajeno a los tejemanejes del fútbol como torpe para entrever las sutilezas de la existencia.

Bien pronto en esta historia el archivero caerá en la cuenta de que no sabemos nada de la gente que nos rodea. Y esta idea de nebulosa, de prevalencia de lo turbio, de lo inconfesable, perdurará hasta la última página.

Próxima al tono del primer Vargas Llosa y a la sensación de truco de no pocas novelas de Benjamin Black, en La pena máxima aparecen un activista clandestino en una formación de izquierda que en realidad no es más que un topo, un colaborador de los servicios de inteligencia del ejército; un operativo de captura de subversivos argentinos en plenas calles de Lima, con la anuencia del gobierno amigo; un anciano supuestamente inofensivo, azotado por su pasado de combatiente en la Guerra Civil española y de padre disfuncional; una mujer madura que engaña a su esposo, oficial del ejército, y que desea tener un hijo con su amante; una madre castradora, inquisitiva, y su cabeza plagada de rígidos fantasmas…

En efecto, porque aquí todo está tocado por la vara de lo inasible, todo bulle debajo de un velo de niebla, como el viaje de Joaquín a Buenos Aires en busca de un recién nacido; y luego otro, el del mismo Chacaltana, nada menos que a las instalaciones de la Escuela de Mecánica de la Armada, punto neurálgico de la represión, a escasos mil metros del estadio donde tenía lugar el partido final de la Copa del Mundo de Fútbol.

"La gente siempre nos sorprende, ¿verdad? Al final, no sabemos nada de nadie", reconoce en algún momento este joven todavía virgen, tal vez demasiado caricaturizado por Roncagliolo, a la manera del célebre capitán Pantaleón Pantoja, involucrado muy a su pesar en "algo" que escapa a su furia de control.

Sobre esas renqueantes tierras de lo inasible se mueve esta trama, entre la detención de la ciudad que los partidos de fútbol generan, el revuelo electoral en un país que seguiría por unos años más desconectado del juego democrático, y el tráfico de recién nacidos arrebatados a madres insurgentes argentinas condenadas por el Plan Cóndor a la desaparición total.

Cerca del final, como quien habla ante un espejo, escuchamos en boca del asesino confeso: "No soy un monstruo, Félix. Solo hago justicia", y pensamos en los tantos personajes de todas nuestras novelas, jueces y padres, líderes y presidentes, que se han otorgado a sí mismos el derecho de impartir justicia, arda el árbol que tenga que arder…

"Fui usado. Lo del poder que se aprovecha del deporte es tan viejo como la humanidad", reconoció en algún momento César Menotti, entrenador del equipo argentino, finalmente ganador de la Copa del Mundo. Santiago Roncagliolo ha sabido fabricar una historia a partir de estas miserias nuestras, las de la ceguera y la manipulación, la vehemencia y los ocultamientos.

La pena máxima empieza en Barrios Altos, en una "endiablada enredadera de callejuelas y calles superpuestas", y concluye en un cementerio. Como todo thriller, vive de vericuetos y depende de su lista de muertos, de seres de los que al final muy poco sabemos, como mismo no sabemos nada de los 40.000 espectadores de un partido de fútbol o de los nombres solemnes que descubrimos en la página de obituarios de un periódico cualquiera.


Santiago Rocangliolo, La pena máxima (Alfaguara, Madrid, 2014).

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