Para Marta Lindner
La llamaba pidiendo como caramelo visita suya para hablarle de la vida familiar en tono menor, tono de muchacho, de niño. Su intimidad, que tenía aldaba, se abría de par en par, dejando atrás el bronce y el repique para acogerse a la urgencia de afecto.
Algunas compañeras de Marta sabían del cariño que Lezama le había profesado y que Lorenzo había sido uno de los origenistas más allegados al poeta.
El señor barroco, muy dado a abigarrarse en su labia o a ocultarse como un pulpo en su tinta, era capaz de disipar nubarrones y derribar murallas. Comparecía entonces el hijo de Rosa, el hermano de Rosa y Eloísa, el amigo de Mariano, de René, de Alfredo; y Joseíto se entregaba al cariño que sabía dar y recibir a manos llenas.
A Lezama lo habían consagrado ya el rumor y la leyenda; colmaba el ambiente, se le respiraba, impalpable, invisible, como el aroma que desprenden las viejas postales con sus paisajes en sepia o chafarrinados con colores exprimidos de un prisma casero.
La incomprensión, la envidia, el desprecio, clavos de quienes habían pretendido crucificarlo, multiplicaron la tardía pero merecida fama. Tuvo horno de leña y excelente levadura esa fama, que lenta pero firme, con paso de mulo en el abismo, se había ido cumpliendo como un verso suyo. Hasta quienes lo escupían lo esculpían.
Poco editado y escasamente leído, a Lorenzo también se le empezaba a encaramar sobre un incómodo pedestal; se tallaba a mandarriazos el vacío con que lo rodeaban; él mismo, hostil, desafiante, aportaba bujardas, martellinas y cinceles para que lo siguieran esculpiendo; y a la larga hasta se regodearía al posar en la rigidez de su neurosis, disimulando el asignado rol de payaso como bagboy, disfraz incompatible con sus años y con su sostenida y orgullosa vocación de escritor.
Las compañeras de Marta eran bibliotecarias, y estaban enteradas acerca de libros y autores, pues participaban diariamente de la fiesta del saber, aunque se distrajeran más con el polvo que con las polillas, frecuentando archivos y poco, muy poco, las páginas taladradas por la voraz erudición del insecto.
Entre sorbos de café se descansaba del polvo y las polillas, comentando noticias, películas, libros, autores, recetas, vecinos. Así surgió por segunda o tercera vez el nombre del camagüeyano que contaba anécdotas de la época de María Castaña, donde asomaban palabras clave como barroco, Chambelona, Lezama. Una en particular, de 1917, arrojaba una luz intrigante sobre ciertas páginas de Paradiso.
Marta apretaba los labios y fruncía las cejas, sopesando el posible machihembrado entre la realidad y la ficción que las anécdotas despertaban. Las dudas poco a poco se fueron rindiendo a la curiosidad; y así Marta, camagüeyana de pura cepa por parte de madre, al fin se convenció de que quizá valdría la pena visitar al memorioso.
Le aseguraban que era una tarjeta postal viva, un retrovisor que retenía al paisaje lejano sin abandonarlo a puntos de fuga, empequeñeciéndolo en imprecisiones y olvidos. En fin, una lupa casi proustiana para acercarse a la patria chica de hermosos llanos y tinajones, de ganado envuelto en la altísima yerba guinea que le servía de pasto, y de prejuicios.
—Víctor Vega Ceballos. Fue ministro durante el primer gobierno de Batista. Le pedí su teléfono por si quieren visitarlo.
Completaban la información un aumentativo: simpatiquísimo, paliativo necesario dada la vinculación política, y una frase, escueta pero dicente, que le servía de apódosis: le gusta echarse el trago.
Marta y Lorenzo esperaron mi llegada a Playa Albina para concertar la cita. Gracias al aumentativo y la frase de apetencia etílica, lograron que su frecuente huésped superara recalcitrantes escrúpulos.
Listo el trío, se concertó la cita y acudimos tan puntuales como la reina de Inglaterra. Llegamos bien recomendados por la fichera que nos sirvió de puente y aun mejor recomendados por la botella de Johnny Walker.
En cuanto el anfitrión abrió la puerta, le presentamos la contagiosa etiqueta negra como un salvoconducto firmado por Fouché.
De parte nuestra los saludos y las presentaciones fueron tan efusivos como encubiertos. Queríamos darle cuerda al gallo para que cantara a gusto, sin centinelas, alertas, luces rojas. A toda costa había que evitar sospechas acerca de nuestra tarea como oidores. Por eso, en su turno, que fue el primero, Marta subrayó que era la única libresca de los tres.
Nuestra, proclamamos, es una curiosidad patriótica pero socarrona, y difusa, muy difusa, acerca de tiempos añorados pero que día a día van quedando borrosos o empañados en el grueso vidrio de la distancia. Queremos revivir cuadros costumbristas, reír la cultura del atajo, escuchar notas del Himno de Bayamo en ritmo de mambo.
Entreverados Carlos Manuel de Céspedes y Dámaso Pérez Prado en justas proporciones, no habría durante la visita inoportunos "¡Alto! ¿Quién vive?" ni "¡Alto! ¿Quién va?".
El camagüeyano empezó a desenvainar como un machete Collins su memoria. Al hablar de su vida política se puso sombrero de yarey y se acercó a Baraguá, destacando la fama que había llegado a disfrutar como orador.
De repente —grata sorpresa para el trío—, se alejó del bronce y los airados mangos, y en un santiamén se bajó de Demóstenes y Cicerón.
—En el cementerio de Camagüey —dijo sonriente— pronuncié discursos que visiblemente conmovían al auditorio.
Coreamos su sonrisa con la nuestra, triple y odontológica, para que el discurso prosiguiera su rumbo, presintiendo que pronto llegaría a buen puerto. Y así fue.
—Encaramado sobre una tumba, y abriendo los brazos ceremoniosamente hasta abarcar los cuatro puntos cardinales, decía "aquí, aquí donde regaron las sagradas cenizas de Agramonte, aquí donde junto a ustedes, estimados conciudadanos, me escucha el Bayardo de Cuba, juro cumplir lo prometido".
La pequeña sala se transformó; una estrella de mar, pentarradial, aplanada, movía sus brazos como las manecillas de un reloj de bolsillo, sacudiendo como un salero de oro al pasado; el compás de cinco agujas apuntaba a un norte que estaba al sur, o al este, o justo allí, frente al sofá colocado contra la roñosa pared del viejo camposanto.
Seis ojos se habían desmesurado en aquellos brazos oratorios; seis ojos saltones, desorbitados, colgaban como horas perdidas de una leontina, saltaban como ranas entre las cuatro paredes que pasaban del fondo del mar al césped descuidado.
Sobre el sofá manchado de blanco, momentáneamente endurecido como una lápida, flotábamos Marta, Lorenzo y yo; apenas éramos esqueletos en letras y números que señalaban hacia abajo, hacia el centro de la tierra, hacia el infierno.
Estábamos muertos de risa.
El anfitrión, satisfecho con el auditorio, ofreció otro trago. Antes de servirse el suyo, insistió primero con Marta, que se negaba a nuevas rondas con el no gracias, todavía estoy bien, lo cual sin duda alegró al copero.
Con nosotros tuvo menos suerte. Lorenzo y yo acercamos nuestros vasos al fuego y los cubitos de hielo, para cumplir con el sírvanse ustedes mismos, sin pena, están en su casa.
—Sin pena, como en su casa — le dije haciéndome eco del ofrecimiento— cuéntenos de la vida mundana en la provincia. Algo sabemos, pero de entreoídas, acerca de un personaje muy simpático que tenía una famosa casa de citas en Camagüey.
—¿Se refiere a Paquito Prada?
—Efectivamente —dijo Lorenzo— ese es el nombre. Ya lo había archivado en el olvido. Menos mal que nos adivinó el pensamiento.
—Cómo no, era muy célebre la Casa de Paquito Prada. Él era casi ella. No por homosexual, que lo fue en junio como en enero. Pero no basta clasificarlo así. El homosexualismo no resultaba suficiente para él, pues le encantaba imitar a las mujeres en todo sentido. Se vestía como ellas, con faja, encajes y escote, se maquillaba, se contoneaba al caminar. Era sata, coquetísima, más que las muchachas que trabajaban en aquel convento. Los domingos salía a pasear en coche por la ciudad acompañado por algunas chicas. Todas domingueras, y Paquito la más elegante, por supuesto, iban de tacón y corpiño bajo graciosos parasoles, saludando a diestra y siniestra con versallescas inclinaciones de la cabeza. Saludaban hasta a los monaguillos y los curas, quienes seguramente se santiguaban tras devolverles el saludo.
—Esto se pone cada vez más curioso, como decía Alicia en el País de las Maravillas.
—Era muy llamativo cuando se disfrazaba de mujer. Quería que admiraran su vestido, su pamela, sus zapatos de charol. Su deseo, imagino, era ser visto como hembra cabal. Insistía en que se acercaran a sus aretes de perlas para que le vieran los lóbulos perforados o él mismo ponía proa hacia algún incauto para mostrar el camafeo o el broche antiguo.
—Algo nos comentaron de ese broche. Parece que era su joya favorita.
—Les informaron bien. Al llegar un nuevo cliente, si tenía buena presencia, se le encimaba para recibirlo personalmente y con mucha ceremonia establecía el protocolo. Esas prometedoras visitas, que le pulían los ojos como cubiertos de plata, solían culminar de sopetón con la pregunta: "¿Le gusta mi broche barroco?". Era el punto final de la bienvenida.
—Cuéntenos acerca de un banquete que si mal no recuerdo se organizó en la Casa de Paquito Prada cuando la oposición a Menocal entonaba La Chambelona.
—Yo era muy joven entonces. Pero con los años me fui enterando del asunto. Los viejos referían los hechos con lujo de detalles.
—¿Recuerda algunos?
—¡Por supuesto! Varios oficiales del ejército republicano decidieron festejar allí por todo lo alto una sonada victoria. El enemigo había sido batido y tuvo que retirarse en desbandada. Para la ocasión se encargó champán y una paella como Dios manda, se retiraron los manteles de hule y se sacaron los de hilo, apareció la mejor vajilla, las pocas copas de cristal que aún no se habían roto fueron enjabonadas y escurridas hasta decir basta, y como sucedía en ocasiones especiales, se cerró como caja fuerte el prostíbulo. Cuando pretendieron asomarse durante la encerrona dos o tres inoportunos, una aduanera inexorable les trancó el paso, conminando a que desistieran de inmediato los insistentes repiques, mientras en una prudente distancia, ofendido, colérico, Paquito bramaba: "¿Por qué se acercaran a mi puerta esos comedores de carne de puerco?"
—Tremendo personaje.
—La cosa fue de ampanga. Literalmente. Pues casi ocurre una desgracia. Incómodo en su kimono de embarazada, a Paquito no se le ocurrió nada menos que simular dolores de parto. Eso frente a gente que venía de batallas campales a celebrar telegramas del generalato, condecoraciones inminentes, nuevas polainas, probables ascensos. Eran jóvenes, y al encerrarse en la caja fuerte tras poco descanso, como todos decían por si se les mojaba la pólvora, aún estaban enardecidos por los machetazos y los tiros.
—¿Dijo dolores de parto?
—Como lo oye. Simulaba un embarazo de nueve meses con fundas, sábanas, almohadas. Con esa barrigona como para trillizos se encaramó en el mesón de la barra y se acostó pidiendo a gritos una comadrona. Apretaba los nueve meses y también las piernas, para no romper aguas, decía pidiendo auxilio, rogando que por piedad aparecieran en la improvisada sala de partos toallas limpias y agua caliente, ayuda, apoyo, alivio, enfermeras, comadronas y dos o tres obstetras recién diplomados en La Sorbonne. Nada de eso había allí. Solo putas, ejército y esa cosa que ni se sabía exactamente qué cosa era, pero que era Paquito, reconocible a pesar de estar aún más uniformado que los soldados.
—¡Vaya ocurrencia!
—Casi le cuesta la vida…
—¿Cómo dice?
—Paquito se pasó de la raya. Aquellos no eran soldaditos de plomo, y estaban bebiendo mucho, jactándose de ser muy machos. Un capitán sacó el arma de reglamento y le apuntó a la parturienta y sus trillizos. Y apretó el gatillo. Afortunadamente el teniente que estaba a su lado le golpeó el brazo y la bala hizo techo.
—¿Y qué hizo Paquito?
—El plomazo desviado lo puso histérico. Las muchachas lo bajaron tembloroso de la barra, lo rodearon, lo calmaron, sugiriéndole, eso sí, un aborto. No tenía que desvestirse, si no quería. Ni siquiera tenía que quitarse el maquillaje, corrido, chorreado, por el parto interrumpido y el terror de la pólvora. Pero había que desinflar la barriga.
—Imagino que la fiesta terminó.
—No. La fiesta se compuso. Se comió paella, se brindó con champán del bueno. La escena final es como para una novela. Con la bendición de Paquito, que calculaba las ganancias apoltronado discretamente en un rincón de la sala, parejitas de hombres y mujeres subieron a las habitaciones para lunas de miel con rápida fecha de vencimiento. Pero hubo la excepción. Un oficial, macizo y estentóreo, había permanecido firme al pie de la mesa, sacudiendo al que se había quedado medio dormido. Sin percatarse del centinela que echaba bendiciones, ese caballero le vació en la cabeza una botella de champán casi entera a su compañero. Lo bañó. Riendo a borbotones, y abrazados, ellos también agarraron escalera.
Caracas, 17 de agosto 2014