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Ensayo

Entre cielo e infierno

'En el Puente de Hierro y sus alrededores a menudo me pongo a pensar en qué hacer con la onda expansiva de la descojonación, que abarcó por supuesto a Miguel Collazo y a las lecturas que hoy hacemos de sus libros.'

La Habana

Cada vez que paso por el Puente de Hierro me acuerdo de Miguel Collazo (La Habana, 1936-La Habana, 1999). Parafraseando a Borges: es una de las buenas costumbres que me quedan.

Sobre las aguas (es un decir) del Almendares, entre una chimenea vieja y un astillero desvencijado, el Puente de Hierro está enclavado también en el inicio mismo de Trastiendas. El protagonista de la novela, Domingo Sastre, "vestido de domingo y con cara de domingo", lo cruza en dirección a la pizzería La Romanita.

Pero antes de la pizzería hay que pasar primero por la "ronera mágica" El Cocinero, que hoy tiene enfrente la primera parada del P3 (y que aún sigue llena de personajes de Collazo, como moscas sobre las mesas de formica). Casi todas las semanas veo a Domingo Sastre caminando por esa cuadra, entre el bar de cuarta o quinta categoría y la esquina de la antigua posada, umbral del páramo que es ese tramo de la calle 11: una calle ancha, árida, polvorienta, donde el sol se encarna al asfalto como en ningún otro sitio del Vedado.

Y a solo un par de cuadras de La Romanita, en la esquina de Línea y 18, está El Niágara. Otro abrevadero de mala muerte al que acuden los borrachines de los cuentos reunidos en Dulces delirios. El primero de estos cuentos, "Bajo la gorrita del Papa", tendría que figurar en cualquier antología de Miguel Collazo. Una antología de esas al estilo Valoración múltiple que a nadie se le ocurre hacer.

"El Papa estaba sentado en la tercera banqueta, contando de Línea hacia dentro, con su gorrita Mitsubishi, su radiecito Sokol con un racimo de pilas atadas atrás con par de ligas rojas, sus tres cajetillas Aroma, medio vacías, y su fosforera Ronson de gasolina."

Toda una época, un estilo, una forma de masculinidad y de cubanía es este hombrecillo que trabaja de sereno y allí, bajo los ventiladores del Niágara, repite: "Estoy contento, papa, contento... Hielito, papa, hielito..."

Aún no tan ebrios como él, Felo y Rafa hablan con el cantinero sobre otro socio. "¿Viste lo que le pasó al Pingüino?", pregunta uno, pero en la discusión —una vaga trama policial, un negocio de cría de conejos— nunca queda claro qué fue lo que le pasó al Pingüino. En los cuentos de bares de Collazo siempre es así. Los compañeros de barra —lejos de la barra incluso, en plena calle, o en exasperantes conversaciones telefónicas— hablando se van por las ramas, se confunden, se diluyen, se interrumpen, dicen "Atiéndeme, coño, atiéndeme" sin llegar nunca a lo que hay que atender.

La urgencia indescifrable. "¡Fulano se embarcó!", pero no se sabe bien cómo ni por qué se embarcó. "¡Estoy en candela!", pero no sabremos nada de la candela en concreto. Al fondo siempre parece haber una tragedia, un crimen, un trauma personal, familiar, laboral, que el diálogo de bar no termina nunca de esclarecer. En el aire flota la nube de los puntos suspensivos.

En la literatura cubana Miguel Collazo siempre fue un poco como esa nube. Flotaba por encima de todo el mundo.

Ediciones Unión publicó Dulces delirios en 1996. Por aquellos años, ¿cuál era el  realismo mainstream? Precisamente, eso que discuten los personajes de Collazo dándose unos tragos, o entre una y otra resaca. Los personajes de Collazo divagan sobre lo que los otros escritores escriben (o intentan escribir). Es el llamado "núcleo" o "conflicto" de un modelo de relato realista lo que evaden constantemente con sus rodeos etílicos.

Frente al retablo épico de aquella narrativa —balseros, jineteras, rockeros, gays, reclutas, presos, policías, antihéroes que se volvieron heroicos—, los borrachines no dan la talla. Sus motivaciones más consistentes son resolver la permuta o encontrar a alguien que les eche un derretidito en el baño. Son tipos cuya lógica se agota en esta clase de parlamentos: "Felo, atiende... No se puede tumbar el plafón sin zafar la lámpara... Además, si el otro era de concreto, ¿por qué tú insistes en que este es de yeso?"

Lo de ellos no es la lucha sino la luchita más vulgar y doméstica. Fauna microbiana, criaturas del relajo y del repliegue. Collazo encontró varias cosas ahí, mirando el fondo cristalino de su propio vaso.

En "Dulces delirios", el cuento que da título al volumen, la casa del susodicho Felo (hilo conductor de tales delirios) de pronto se ve invadida por un olor a azufre. Felo descubre el ojo del diablo espiándolo. Después, en la duermevela, entre vapores de alcohol, recibe la visita de un ángel.

Aquí se podría recordar al Miguel Collazo de los años 70 y 80, el creador de Onoloria y las fantasmagorías de El Arco de Belén; o a aquel joven autor de El viaje, la mejor novela de ciencia-ficción que se ha escrito en Cuba. Pero esto es otra cosa. Estas apariciones infernales y al mismo tiempo celestiales no introducen ningún nivel alegórico o fantástico en el relato, sino que son una consecuencia del propio realismo, su prolongación óptica. Realismo en 3D y bajo microscopio: hiperrealismo o realismo hipersocialista.

Como si uno acercara la mirada a una pared hasta detallar las capas de repello y sus rajaduras, las grietas, los huecos. (Los últimos personajes de Collazo viven obsesionados por la vivienda, el piso, el techo, el cemento blanco; sus angustias son casi siempre de albañilería.)

Nada más realista que el agujero, "más o menos del tamaño de una taza de inodoro", que con un machetín abrió Bebe Antonio —protagonista de la novela posterior a Dulces delirios, El hilo del ovillo (1998)— debajo de la mesa de Silvia La Sibila. Luego de retirar el cemento y el resebo mezclado con tierra, Bebe Antonio esparció miel y un puñado de harina; a continuación degolló un gato negro y vertió la sangre caliente en el centro:

"Entonces, del hoyo, entre otros muchos que se atropellaban por salir, aparecieron las almas de jóvenes y viejos, varones y hembras y todos aquellos que habían muerto por sus propias manos y voluntad; vestidos con ropajes de otras y diversas épocas: bellas muchachas, vírgenes y en embarazo, amoratadas por el veneno o apuñaladas en sus pechos; mujeres cortesanas y rústicas, lívidas o ennegrecidas por las pócimas y la asfixia; ancianos ensangrentados y viejas con las ropas desgarradas y los huesos rotos; hombres altos y de mediana estatura, lacerados en distintas formas o baleados en sus cabezas; campesinos zanjados por machetes, ahogados en los ríos o con los cuellos quebrados por ahorcamiento; gente de rango, oficiales y miserables con las más atroces heridas..."

Por ese agujero de inodoro se desciende también a la gran novela póstuma: en la trastienda de Trastiendas se escucha el torbellino, los lamentos de las almas en pena, la legión de fantasmas y suicidas entre los que ya se contaba el propio Collazo, hablando, inventando, murmurando... (Trastiendas es nuestro Pedro Páramo.) En esa suerte de Havana Club lleno de socios de la baja sociedad el olor azufre ya está en la calle, en todas partes. Olor a azufre y a pezuña quemada que flota en el aire, "dejando atrás una serpentina de billetes verdes, un penetrante aroma a mirra e incienso".

Pero volvamos a Felo. Al ángel que se le acaba de aparecer, "metido entre nubes rosaditas, entre fulgores y melodías, oliendo a gloria, a puticas y a delirios sensuales", Felo le confiesa que estaba soñando con su jefe, un hijo de puta lleno de consignas que lo tiene empapelado, uno de esos tipos que escalan a costa de los miserables de abajo, uno de esos tipos...

El ángel lo interrumpe inmediatamente. "Felito, por la Virgen María", le dice. "¿Tú inventaste a esos tipos, tú los fabricaste?", le pregunta. "¡Entonces olvídate de ellos! Dale agua a eso, cógele su vuelta. Yo me voy al dancinlai y tú te vienes conmigo y te borras todas esas musarañas y herejías de la cabeza".

Las cursivas son mías.

"Este país está descojonado", agrega Felito, descojonado él también, y el ángel aplica la misma lógica: "¿Quién dijo que está descojonado? Y en última instancia, ¿lo descojonaste tú?"

"Este país es el paraíso", declarará más tarde el no menos descojonado Juan de los Muertos de Brugués. Aquí este ser de alas multicolores apunta: "¿Quieres que te diga la verdad? Para mí está de maravilla. Y no quiero, entiéndeme, no quiero ni voy a permitir que me lo cambien un átomo. ¿Estamos? Mira en torno tuyo, cabezón. ¿Qué ves? ¿No es esto el paraíso?"

Las cursivas son de Collazo.

Su personaje se rinde finalmente a la propuesta angelical. Beber y vacilar en la playa con unas niñas de tetas suculentas. Vamos a ponernos contentos, Felito, contentos. Vamos a ponernos la gorrita del Papa.

En el Puente de Hierro y sus alrededores a menudo me pongo a pensar en qué hacer con la onda expansiva de la descojonación, que abarcó por supuesto a Miguel Collazo y a las lecturas que hoy hacemos de sus libros.

Y desde ahora me interesan especialmente los distintos ecos que puede tener la voz de ese ángel suyo en los escritores que llegarán a un país de átomos ya cambiados, revueltos en el agua sucia del dominó.

Porque, a nadie le quepa duda, ese ángel, que es también un poderoso demonio, va a seguir hablando.


Este texto apareció originalmente en la revista Voces. Se reproduce con autorización del autor.

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