Aquel domingo de octubre de 1936, cuando se conocen en el banquete habanero que le brinda José María Chacón y Calvo a la recién llegada, María Zambrano es una joven malagueña, precoz y sobre todo observadora, sugestiva y culta, casada con su más reciente novio y de paso a Chile en el buque frutero Santa Rita. Lezama tiene 26 años, ella 32. La foto en el restaurante y las de ellos de aquella época, muestran un Lezama apuesto y aún delgado; a una María sílfide o náyade.
Sin excluir chispazos de atracción física, propios de la química inefable, Lezama ya había leído en Revista de Occidente y quizás en Cruz y Raya, ensayos de la discípula rebelde de Ortega y Gasset, de la que en unas décadas sería la voz más nítida y tal vez lúcida del pensamiento filosófico de habla hispana. María ni sabía quién era aquel sagaz interlocutor, que ya presumía de erudiciones y sobre todo de metáforas gongorinas.
Estas líneas pretenden algo hoy muy exótico: invitarlos a observar una amistad como confluencia de ideas, mutuas resonancias, fricciones filosóficas que en el poeta se convierten en su poética y en la filósofa en su "razón poética" para entenderse entre ellos y entender la otredad. O quizás sea mejor decir las otredades.
Hermoso signo contra obtusos fanatismos, seguir aquellas señales no es un acto de arqueología intelectual sino un desafío al presente histórico, a la historia que Hegel equivocadamente vio como construcción, futuro. La correspondencia entre ellos, los textos que ambos se intercambiaron hasta después de la muerte de Lezama el 9 de agosto de 1976, y algunas informaciones y anécdotas bien verificadas, permiten armar un punto de vista que enaltece a los dos grandes escritores, con Cuba —para bien y para mal— en el centro. Mi cercanía a la conocida como Escuela de Ginebra enlaza texto y contexto, considera útil tanto la valoración estilística de una sinécdoque en Muerte de Narciso, como las informaciones sobre un librero de la calle O’Reilly llamado Veloso, apodado el Gallego, sobrino del dueño de la entonces mejor librería habanera, La Moderna Poesía, que le permitía a Lezama pagar los libros a plazo y al que María le encargaba libros recién publicados en Ciudad de México, Buenos Aires, París...
'¿Cómo decirle cómo?'
En la libreta de apuntes del Curso Délfico correspondiente a los primeros meses de 1975, aparece el viernes 28 de marzo que Lezama esa noche nos leyó el poema que acababa de escribirle a su querida María. Él se lo adjuntaría a la carta enviada el 7 de abril (Correspondencia, Carta XXXIII, 179); tal vez con las modificaciones que solía hacer al pasarlo a máquina o dictárselo a su esposa María Luisa Bautista.
El poema no resume sino lanza flechas. No es síntesis sino símbolos, imágenes, resonancias de cariño y admiración. Lezama, como otros poetas-ensayistas —Borges, Paz…—, asedia motivos temáticos desde diferentes opciones en diversas épocas. En este caso desde sus recuerdos de paseos, lectura de ensayos y libros de ella, asistencia a conferencias en el Ateneo, veladas en el Palacio Orbón, cenas en Bauta y cartas a Italia y Francia. En otros poemas —según puede comprobarse— mediante la escritura de un ensayo, como sucede con Julián del Casal o con los misterios del orfismo que siempre lo fascinaron. Sólo un leitmotiv recurrente es capaz de provocar escrituras disímiles a lo largo de períodos de tiempo más o menos dilatados.
Aquí tenemos el que quizás sea el axis de la amistad que los engrandeció, digna de estudiarse por algún nuevo Maurice Blanchot (Pour l’amitié, L’amitié). Dice:
María Zambrano
María se nos ha vuelto tan transparente
que la vemos al mismo tiempo
en Suiza, en Roma o en La Habana.
Acompañada de Araceli
no le teme al fuego ni al hielo.
Tiene los gatos frígidos
y los gatos térmicos,
aquellos fantasmas elásticos de Baudelaire
la miran tan despaciosamente
que María temerosa comienza a escribir.
La he oído conversar desde Platón hasta Husserl
en días alternos y opuestos por el vértice,
y terminar cantando un corrido mexicano.
Las olitas jónicas del Mediterráneo,
los gatos que utilizaban la palabra como
que según los egipcios unía todas las cosas
como una metáfora inmutable,
le hablaban al oído,
mientras Araceli trazaba un círculo mágico
con doce gatos zodiacales,
y cada uno esperaba su momento
para salmodiar El libro de los muertos.
María es ya para mí
como una sibila
a la cual tenuemente nos acercamos,
creyendo oír el centro de la tierra
y el cielo del empíreo,
que está más allá del cielo visible.
Vivirla, sentirla llegar como una nube,
es como tomar una copa de vino
y hundirnos en su légamo.
Ella todavía puede despedirse
abrazada con Araceli,
pero siempre retorna como una luz temblorosa.
Marzo y 1975
"¿Cómo decirle cómo?" —le pregunta y contesta María el 3 de junio (Correspondencia, Carta XXXIV, 182). La preciosa carta es digna del poema, entre La Habana que la añora y el caserío de La Piece, en las faldas de El Jura, donde la filósofa sobrevive porque su pobreza —no hay "pobreza irradiante", Lezama se equivoca— no le permite regresar a Roma o irse a París; donde su dignidad e ideario republicano todavía no la dejan regresar a España —Francisco Franco no morirá hasta el 20 de noviembre de ese mismo 1975.
Tal vez esa carta sea la mejor invitación a leer la correspondencia entre ellos. Comienza diciéndole a su par, al poeta cuyo saber analógico razona mejor que cualquier método causalista: "Le escribo en este viejo papel arrugado, pero de hermoso color porque lo he encontrado entre unos papeles míos de La Habana. O lo compré allí o allí llegó de Italia. Allí ha estado y se quedó suelto como en espera de dedicación. ¿Cómo decirle cómo? Me tranquiliza el saber que en esta transparencia en que estamos como vivientes la palabra comunicativa va dejando lugar y blancura a la palabra de comunión. Hace ya tiempo o siempre en lo que usted escribe sucede, va sucediendo sin anuncio, anuncio ella misma y su cumplimiento, identidad de promesa y ser, tal como lo vi en su persona —en su presencia— en la hora de conocernos aquella noche"...
Más adelante recuerda: "Me dijo Ud. una tarde en el jardincillo a la puerta del Liceo, a la salida de una de mis innumerables conferencias: María, se le han puesto los ojos azules al hablar. Y Ud. no podía saber que toda mi vida quise tener los ojos azules. Y solamente usted los vio aquella tarde".
Termina con la gratitud: "Y gracias por su vino y por el légamo. Tuvo Ud. siempre la virtud de que los ínferos, lo de abajo, lo que queda, aparezca salvado sin dejar su ser. Dios se lo pague" (Correspondencia, Carta XXXIV, 182-4).
Una de las más intensas amistades entre dos escritores de diferentes sexos en el turbulento siglo XX, tiene en esta relación poema-carta no solo la gracia de las miradas que se entrecruzan sin distancias físicas, sino los implícitos posibles cuando los referentes son casi los mismos, cuando las lecturas y reflexiones coinciden, cuando la filósofa sabe que el poeta sabe y coincide en la palabra como soplo, tributo al Espíritu Santo, a la heterodoxa catolicidad —sin beaterías ni sacristanes— donde navegan con el san Agustín de las Confesiones, con la zona no aristotélica de santo Tomás de Aquino —genio y erudito cuya cultura incluía los cauces neoplatónicos y el tránsito enriquecedor de la patrística a la escolástica—; con Dante en su ascenso hacia la Luz, pero tras el Infierno y el Purgatorio, es decir, tras la vida como experiencia compleja y contradictoria, pecaminosa.
La transparencia que el poema elogia en su destinataria no es la fría limpieza, casi siempre con su cuota de hipocresía, que suele pintarse en odas y ditirambos. Obsérvese que el como egipcio exalta el axioma esencial donde María Zambrano funda su sesgadura filosófica, para distanciarse de su maestro José Ortega y Gasset. La analogía como principio del Verbo señala el mejor elogio a su interlocutora porque es el suyo propio. Es el modo de la metáfora y del lenguaje que leyeron y probablemente conversaron entre ellos, en la Scienza nuova (1725-44) de Giambattista Vico, libro que Lezama incluiría entre las lecturas clave de nuestro Curso Délfico.
Lezama reconoce en sus versos libres que María Zambrano ha sido su sibila, vino y légamo: profetisa de su quehacer poético. La sibila de Delfos desde la roca en que habita acaricia los gatos a los que la hermana de María, Araceli, y ella misma, eran tan aficionadas, hasta el punto de que dos o tres embarcaron con ellas en el carguero donde parten de La Habana hacia Roma, hasta haber causado casi que las desalojaran en Roma del departamento que alquilaban en la Piazza del Populo.
Son los gatos del Egipto clásico, los zodiacales y los que siguen el Ka, en El libro de los muertos, texto también clave entre los que Editabunda aconseja en Oppiano Licario. Las referencias tributan al recorrer como a chispazos de nostalgia la vida de ella en La Habana, sobre todo entre los años finales de la década del 40 y 1954, cuando parte sin saber que no volvería a regresar.
Baudelaire y su famoso soneto (Poema LXVI, Las flores del mal, 1857) los enlaza Lezama con las conferencias —que ella socráticamente llamaba "conversaciones"— sobre Husserl y Platón, entre la fenomenología que aprendiera de Ortega y Gasset y las preocupaciones existenciales que estudiara en Ser y tiempo de Martin Heidegger, tema del existencialismo no agnóstico que compartiera con su amigo José Gaos, traductor del filósofo alemán (El ser y el tiempo, México, 1951), que también estuviera en La Habana por aquellos años, de visita como conferenciante, procedente de México, donde se había transterrado, donde alguna vez quiso, con la ayuda de Alfonso Reyes, que María se asentara.
El último verso del poema precisa cómo ambos creen en el eterno retorno, al igual que en los misterios eleusinos que conducen al cristianismo, "más allá del cielo visible". La ve retornar siempre —por supuesto que no solo a Cuba, sino a la patria de la amistad que fundaron— "como una luz temblorosa". La luz de los místicos, que precede a la "nada". Y el "temblor" de la humildad, de lo frágil de la existencia cuya conciencia fortalece, convierte en roca sibilina el cada día al arrinconar las vanidades, ir al amor, a lo que ella llamase "razones del corazón".
Cuarenta años de amistad
Esencial para los deslindes de la poética del grupo Orígenes, los años cubanos de María Zambrano dan el eco no solo de los poetas católicos de la más importante constelación de escritores cubanos en la historia literaria del país, sino también —en el permisivo y plural ambiente que entonces forjaron— de aquellas voces que establecieron indivisiblemente el contrapunto, la disidencia, el amor-odio, como encarna genialmente Virgilio Piñera respecto de su indispensable y querido Lezama, según puede leerse —por ejemplo— en el poema que le dedicara a su muerte: "El hechizado" (La Isla en peso, 189). O desde la otra esquina, siempre permisiva, en los elogios que María Zambrano le otorga a los poemas de Virgilio en "La Cuba secreta", (Orígenes, 20, 1948. Correspondencia, 286-7).
Dos infiernos rechazaron siempre María y Lezama: el de las inquisiciones, totalitarismos y discriminaciones, que María padeció primero como exiliada de la destrozada República española; que ambos compartirían en los años estalinistas (1971-1976) de la vida de Lezama y que los dos rechazaban en su trato diario con personas de ideas diferentes a las suyas. Y el infierno de la temporalidad como más fuerte que cualquier pérdida o carencia, sobre todo cuando lo proyectaban hacia el casi herético catolicismo que profesaban. De ahí la imago como fijeza, modo de detener el transcurrir, cristalizarlo, evitar la caída, como los pasos del mulo en el abismo. De ahí que María en "La Cuba secreta" elogie mucho el poema autobiográfico "Rapsodia para el mulo", de Lezama (Orígenes, 2, 1948. Correspondencia, 286).
Aún en los años en que solo podemos conjeturar por qué interrumpieron el intercambio epistolar, entre 1959 y 1967, cuando la visita a Cuba del poeta y ensayista José Ángel Valente facilita la reanudación del diálogo, es fácil observar que se mantuvo la comunidad de ideales, como testifican las cartas que a partir de entonces se cruzan. Son coincidencias éticas y estéticas, filosóficas y religiosas, sin orden de importancia porque forman un todo encantado por la simpatía, la mutua atracción. Ella lo confesó sin falso pudor, sin imposturas sonrojadas: "La misma tarde que por primera vez puse el pie en La Habana, camino de Santiago de Chile y tras un largo y accidentadísimo periplo entre la vida y la muerte, encontré a José Lezama Lima, el año de 1936. Habíamos entrado en la ciudad por un mar que allí se hacía río, al pie de las casas, algunas espléndidas, nacidas del agua, y que luego se extendía en la inmensa bahía".
Y cuenta entonces el encuentro: "Fue en una cena de acogida, más bien nacida que organizada, ofrecida por un grupo de intelectuales solidarios de nuestra causa en la guerra civil española. Se sentó a mi lado, a la derecha" —¡recuerda medio siglo después!—, "un joven de grande aplomo y ¿por qué no decirlo? De una comedida belleza, que había leído algo de lo por mí publicado en la Revista de Occidente. No es cosa de transcribir aquí mi estado de ánimo en aquel momento. En esta sierpe de recuerdos, larga y apretada en mi memoria" —María escribe esto cuando tenía 83 años—, "surge aquel joven con tal fuerza que por momentos lo nadifica todo. Era José Lezama Lima. Su mirada, la intensidad de su presencia, su capacidad de atención, su honda cordialidad y medida, quiero decir comedimiento, se sobrepusieron a mi zozobra; su presencia, tan seriamente alegre, tan audazmente asentada en su propio destino, quizás me contagió" ("Breve testimonio de un encuentro inacabable", liminar a la edición crítica de Paradiso, Madrid, Archivum, 1988. Correspondencia. 308).
La contagió para siempre, podríamos decir ahora que recreamos su ejemplar amistad, la conexión —rapport— que establecen, donde lo intuitivo, como en el acto poético sobre el cual Lezama escribiera más páginas que cualquier otro poeta de habla hispana en el pasado siglo, entroniza su forma de conocimiento como visión, milagro, relación de El hombre y lo divino, para homologar el breviario de ella que publicara el Fondo de Cultura Económica de México en 1955, cuyo ejemplar dedicado —quizás hoy perdido en los saqueados fondos de la Biblioteca Nacional José Martí—- Lezama me prestó en 1969.
La sacralización de la memoria, incluyendo la afectiva que tanto admiraron al leer a Proust, se proyectaba lógicamente hacia los poetas místicos, en especial hacia san Juan de la Cruz y el Cántico espiritual. Debe recordarse que en el salón de actos del Ateneo de La Habana, sentado discretamente pero con mayor atención que la mayoría, Lezama participó de la conferencia impartida por María, bajo el título "La mística realización de la vida personal", el 28 de mayo de 1948. También asistió a las dos siguientes: "San Juan de la Cruz: vida y camino, la noche oscura", el 4 de junio; y a la tercera: "San Juan de la Cruz: el Cántico espiritual", dictada el 12 de junio; como consignara Rafael Marquina en el diario Información (1 de junio de 1948, El grupo Orígenes… 10).
La amorosa admiración de los dos al genial poeta también es estudiada por Jorge Luis Arcos en su introducción a la antología de textos de María sobre Cuba (La Cuba secreta…), entre otras referencias que comprueban la comunión con el místico, las lecturas de santa Teresa de Jesús por el grupo católico de Orígenes, entre el alba y la aurora —como diría Fina García Marruz. El sanjuanismo es decisivo en la poética de Lezama, a él siempre vuelve a través del eros cognoscente, hacia el eros ascendente de la Luz divina. Sin que ello significara —salvo para burdas caricaturas de críticos maniqueos— subestimar una conferencia de ella sobre Plotino, por solo citar un ejemplo de la heterodoxia filosófica que los caracterizaba.
Cuarenta años de amistad se asentaron en los principios que ella expuso, parece que en 1940, cuando dicta un curso sobre los orígenes de la ética en el mismo Ateneo que años después la invitaría a hablar de la mística española. El destino de María y Lezama —como el de Antígona—, nunca pierde los fulgores órficos que se mueven del nacimiento hasta la destrucción, pero que no dejan de respirar hacia la resurrección en la que creen. Javier Fornieles señala con lucidez, refiriéndose a ambos escritores, que "La voz de Antígona o Job es la voz patética y ética del sentir original, una voz que se funde en el sentimiento de lo trágico y el goce de lo sublime" (Correspondencia, 59). Muy bien medita María la frase "católico órfico" en su liminar a Paradiso (Correspondencia, 310).
Tenían que ser los dos de recia estirpe para resistir, inquebrantables, las paulatinas certezas sobre sus respectivos países, los escepticismos ante los cambios sociales engañosamente luminosos y que no pasaron de ser fraudes. En una carta que me parece se cita y comenta por primera vez, porque a algunos les conviene mantener a Lezama en su casillero de la teleología insular y el culto ciego a José Martí, Lezama le confiesa a la exiliada su recelo ante los prontuarios sociales de entonces, que después él mismo padecería como insiliado, cuando la dictadura lo condena al ostracismo.
Está fechada en febrero de 1954 y no puede ser más premonitoria de lo que le ocurriría, de ahí —me permito ser enfático— el silencio que la ha rodeado. Dice: "A veces tengo la vivencia de su soledad. Otras, me parece adivinar que Ud. tendrá siempre los mejores amigos. De todos modos, su postura nos place: a falta de España, Roma o Cuba. Tres países a los cuales hay que ver con muchas reservas, pues no parece que en ellos se obligue o favorezca que el hombre alcance su plenitud, ofrezca la total alegría de su obra. El precisar por qué esos países se han ido convirtiendo en vivero de frustraciones, en impedimentos, en opacidades, en zonas muy difíciles para el tratamiento del hombre. Roma, por una invasión total de lo histórico, su sustancia ha sido totalmente ocupada por su aliento; España, por una no interpretación del azar concurrente, de esa gracia que lo histórico brinda para ser acogida por el sujeto creador. ¿Y nuestro país? Usted lo ha conocido y sufrido como pocos. No parece alzarse nunca a la recta interpretación, a la veracidad, todo para fruto de escamoteos, de sustituciones. Si los profetas le llamaban a Babilonia la gran prostituta, ¿cómo no llamarle a nuestra querida isla, la gran mentira? Se corrompe la palabra por un proceso de la humedad filtrándose, se corrompen las palabras apenas saltan de la voz al espacio entreabierto" (Correspondencia, 108).
Muy curioso resulta —nada es casual— que la visión amarga y lúcida de Lezama coincida con la que ofreciera antes el más culturalmente representativo de los poemas cubanos del siglo XX, quizás hasta hoy: "La isla en peso" (1943), de Virgilio Piñera: "Las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras" (La isla en peso, 33). Los dos sufrirían el insilio, se sentirían extranjeros en su propia tierra, como María hasta su regreso a España, donde al menos tuvo la alegría, tardía, del reconocimiento, del Premio Cervantes en 1988 y de la Fundación que lleva su nombre en Málaga; tributos que Lezama y Virgilio no recibirían —astutamente manipulados por el oficialismo oportunista— hasta después de muertos.
La eticidad trágica paga un enorme precio por existir, como leyó María Zambrano en Spinoza, su tesis de doctorado que nunca terminó. En "La Cuba secreta", ella lo había entrevisto: "La palabra poética es acción que libera al par las formas encerradas en el sueño de la materia y el soplo dormido en el corazón del hombre. No despierta el hombre en soledad, sino cuando su palabra despierta también la parcela de realidad que le ha sido concedida a su alma como patria" (Correspondencia, 285).
Esas parcelas de realidad —únicas patrias tangibles— unieron a María Zambrano con José Lezama Lima. Los unieron para siempre jamás en la palabra poética.
Bibliografía citada
Fornieles, Javier. Correspondencia. José Lezama Lima-María Zambrano. María Zambrano-María Luisa Bautista. (Espuela de Plata, Sevilla, 2006).
Gutiérrez Coto, Amauri. El Grupo Orígenes de Lezama Lima o el infierno de la trascendencia. (Legados, España, 2012).
Piñera, Virgilio. Obras completas. La isla en peso. Notas prologales de Antón Arrufat. (Edición del Centenario, Unión, La Habana, Primera edición 1998) Cito por la de 2011.
Zambrano, María. La Cuba secreta y otros ensayos. (Introducción y selección de Jorge Luis Arcos, Endymión, Madrid, 1996).
Zambrano, María. El hombre y lo divino (FCE, México, 1955).