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Ensayo

Las edades del cedro

'Al desgano, tomar un libro ya leído. Escuchar el levísimo crujido de los bordes de sus tapas al romper un contacto de años con la madera del librero. El crujido de una fruta desgajada de su árbol. Reencontrar el tacto de la portada, a medias, pues al igual que nosotros el libro ha cambiado de piel. Quizás más de una vez.'

Miami

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Un exceso de herramientas puede ser paralizante. Tanto más en lo que concierne a la palabra. La escritura (entendida como arte de escribir y arte del pensamiento, si cabe diferenciar) se aleja cada día más de la mano. La mano, a su vez, se olvida de pensar. Es un saber olvidado: la mano tiene su logos.

La máquina de escribir mecanizó la palabra. Thomas Mann protesta en sus diarios de principios del siglo XX contra este brutal progreso. Como es habitual, la novedad echó raíz en América. El Verbo entró en la línea de ensamblaje. El periodismo y la publicidad le otorgaron inmediato prestigio al invento. Había que escribir de manera legible y, sobre todo, de prisa.

¿Sufre la idea al distanciarse de su fuente fisiológica? ¿Que la mano no piensa? Observemos al niño. Tratemos de inculcarle las vocales sin un lápiz, sin la operación afín al dibujo. La palabra se hace carne en la redacción manual. Ahora, con el ordenador, se volatiliza, pierde masa. La facilidad de borrar y recomponer invita a construir con materiales ligeros e inmediatos. Se pierde, también, el respeto por los escombros. La meta no es decir, simplemente comunicar. Otro campo donde la eficacia aniquila la sustancia.

¿El uso de punto y coma? La oración subordinada va en vías de extinción. El párrafo obedece a los cánones del diseño gráfico. El modo en que se ven las cosas prima sobre el modo en que son (y se leen) las cosas. Así la expresión se despoja de su carga mántica. Ya no se habla del estilo, que es una cosmovisión.

Pantalla y teclado. En un nivel primario, ya se acusa la merma en la caligrafía y la ortografía. Se abandonan las prerrogativas de la mente en favor de  una panoplia de diccionarios y programas de edición y corrección electrónicos. La autoedición, que es un proceso ético, corre a cargo del software. La intención utilitaria acaba por corromper al lector. Se propagan en las escuelas los métodos de lectura instantánea. Por la obligada aceleración de su metabolismo, la inteligencia solo acepta alimentos premasticados.

 

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La violencia contra los animales precede a la violencia contra las personas. En Troya, Apolo empieza a disparar las flechas de la peste contra los mulos y los perros. Nueve días después las piras de cadáveres humanos apenas permiten andar por la playa.

 

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Al desgano, tomar un libro ya leído. Escuchar el levísimo crujido de los  bordes de sus tapas al romper un contacto de años con la madera del librero. El crujido de una fruta desgajada de su árbol. Reencontrar el tacto de la portada, a medias, pues al igual que nosotros el libro ha cambiado de piel. Quizás más de una vez. Los órganos de la lectura vuelven a intercambiar ignotas sustancias, cuyo efecto quizás no vivamos para comprobar. Y la firma, aquella firma nuestra de hace diez o veinte años. Nuestra marca de propiedad estampada en la primera página de una bestia noble y sutil, acaso inmortal. El guiño que nos hace el libro. La memoria que el libro tiene de nosotros. "¡Vaya, vaya, ya era hora de vernos!", nos dice. "¿Quieres que volvamos a salir a caminar?" Nuestro ser (cualquier cosa que eso signifique) reconstituido a partir de preteridas referencias. Los pasajes subrayados. Las notas al margen, escritas con la letra torcida de una lectura horizontal; ininteligible a veces, como ocurre con algunas viejas fotografías. Esta vez, el libro reencontrado fue Terraza en Roma, de Pascal Quignard. Página 113: "Lo esencial de mi vida se ha cumplido. He visto dos o tres cosas por primera vez".

 


Andrés Reynaldo nació en Calabazar de Sagua, en 1953. Estos fragmentos pertenecen a su ensayo Las edades del cedro.

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