Durante el invierno de 1940-1941, el capitán de caballería Józef Czapski, prisionero en el campo de Griazovets (escrito a la polaca, Griazowietz), dictó a sus compañeros unas conferencias sobre Marcel Proust que acaban de aparecer en español: Proust contra la decadencia. Después del pacto firmado entre Hitler y Stalin, miles de integrantes del ejército de Polonia habían sido internados en campos soviéticos. Griazovets, antiguo centro de peregrinaciones religiosas, era el segundo campo de prisioneros por el que Czapski pasaba. Del anterior habían sido deportados en dirección desconocida aquellos que se atrevieron a animar unas conferencias. En cambio, las autoridades de Griazovets permitieron a Czapski hablar de Proust siempre que respetase la censura.
La mayor parte de aquellos hombres iban a ser ajusticiados secretamente en Katyn. Con la Operación Barbarroja y el rompimiento del pacto germano-soviético, Polonia fue considerada aliada por Moscú, y a Czapski le tocó investigar el destino de sus compatriotas desaparecidos, a quienes todavía no daban por muertos. Recorrió en esas gestiones los peores laberintos: fue recibido por el general Zhúkov, se entrevistó con el segundo de Lavrenti Beria, visitó la Lubianka. Hizo también pesquisas en busca de obras de Vasili Rozanov. Pero los libreros moscovitas evitaron escuchar el nombre del autor censurado y las autoridades políticas, con tal de esconder el asesinato masivo de oficiales polacos, pretextaron la deportación de aquellos hombres a Siberia. Prefirieron tapar el horror de Katyn con el horror del Gulag.
Entretanto, el ejército polaco se rehacía y esperaba en territorio de la URSS su oportunidad de entrar en combate. Józef Czapski fue nombrado jefe del servicio de propaganda y de información. Tuvo a su cargo la vida cultural de los campamentos y las relaciones con las autoridades soviéticas. Les faltaba logística y armamento, les sobraban motivos de sospechas contra sus anfitriones, antes carceleros. Por órdenes de Moscú fueron desplazados al Turquestán, quedaron expuestos al corte de provisiones y a las epidemias. Pero no dejaban de sumárseles compatriotas capaces de emprender largos trayectos hasta encontrarlos.
Después de muchas gestiones, consiguieron cruzar a Irán y salir de la tutela soviética. En busca de libertad y de combates atravesaron Irak, Palestina y Egipto. Czapski ha narrado esta odisea (junto a la de su búsqueda de los caídos en Katyn) en un libro excelente: En tierra inhumana (Acantilado, 2008). El ejército polaco cruza en esas páginas las estepas que cruzaron antes, en La hija del capitán de Pushkin, los sublevados de Pugachov. Atraviesa las tierras de fuga de los calmucos en La rebelión de los tártaros de Thomas De Quincey.
Józef Czapski alcanzó a combatir en Montecassino a las órdenes del general Anders, y tuvo suerte de que el populoso cementerio polaco emplazado allí no incluyera su lápida. Terminada la guerra, se instaló con su hermana en las cercanías de París. Participó en la fundación de la revista Kultura, volvió a pintar, publicó varios libros, soportó el ataque de los comunistas polacos. Gallimard editó en 1964 un tomo de Rozanov con prólogo suyo. Diez de sus lienzos fueron exhibidos en la Bienal de París de 1985. Siete años más tarde, murió. En el invierno en que hablara de Proust tenía 44 años.
Retratos de Marx, Engels y Lenin gobernaban las paredes del viejo convento dinamitado donde, terminadas las jornadas de trabajo, celebraban aquellas conferencias. El frío alcanzaba los 45 grados bajo cero. Czapski, convaleciente de una grave enfermedad, estaba eximido de los trabajos más difíciles. Limpiaba la escalera del antiguo convento, pelaba patatas, contaba con tiempo suficiente para idear sus charlas. En ellas puede encontrarse casi todo lo que procuran los proustianistas: la novela inolvidable, las anécdotas en torno al autor, la equivalencia entre personajes e individuos a los que Proust tratara, las extensas cartas. El Proust del Ritz, el Proust de la habitación de paredes de corcho, el torturado y torturador de amistades, el de los manuscritos incesantes, Marcel de las camisas quemadas y los algodones saliéndole por el cuello: Czapski pareciera haber leído todo lo accesible sobre el tema.
Veinte años antes, la convalecencia por una fiebre tifoidea le había prestado calma para vérselas con las enrevesadas frases de la novela. Su internamiento en un campo de prisioneros lo devolvía ahora a ellas. Para la convalecencia y para la cárcel, En busca del tiempo perdido… No contaba, sin embargo, con ejemplar de la novela. No tenía más salida que rumiarla, que hablar de memoria de una obra que versaba acerca de la memoria. "Esto no es un ensayo literario en el verdadero sentido del término", advirtió luego, "sino más bien recuerdos sobre una obra a la que debía mucho y que no estaba seguro de volver a ver en mi vida".
Czapski contaba únicamente con su memoria de lector. En medio del desierto, jugó a recordar a Proust hasta las citas, no se privó de dar ejemplos de episodios relevantes. El editor francés y el traductor al español de sus conferencias han cotejado ese Proust rumiado en Griazovets con el original: la proximidad resulta en muchos casos asombrosa. Czapski se detuvo especialmente en el episodio de la muerte de Bergotte ante un cuadro de Vermeer. Minutos antes de morir, el novelista Bergotte recibía una última lección acerca de su oficio: el muro amarillo del cuadro de Vermeer le enseñaba cómo habría tenido que componer sus libros. Biógrafos y críticos han convenido en que ese alucinado por la forma que encuentra la muerte en un museo era el propio Marcel Proust. Bergotte era su pretexto y, de igual modo, Proust podría entenderse como un pretexto del prisionero Józef Czapski, quien dictaba conferencias, no tanto sobre determinado autor francés, como sobre una forma ausente que añoraban él y sus escuchantes: el libro.
De alguna frase suya se desprende que al menos contaban con un volumen. "Acabo de releer el principio de Guerra y paz", dice de pasada. Y En tierra inhumana testimonia la lectura de una traducción de Balzac al polaco: cómo pasaban de un prisionero a otro las páginas sueltas, cómo debieron inferir los acontecimientos de las que faltaban. Pero desde septiembre de 1939 Józef Czapski no había tenido un volumen francés en sus manos.
Los facsímiles del cuaderno donde hizo notas para sus conferencias muestran esquemas a tinta y acuarela, árboles genealógicos de la literatura, retratos de literatos franceses —Mérimée, Daudet— dibujados de puro recuerdo. Con el pretexto de unas conferencias acerca de una novela inalcanzable, Czapski construyó el más insólito objeto que Griazovets pudiera contener: un libro nuevo. Aquel deseo que atenazara al Bergotte moribundo ante un lienzo, que alucinara al no menos moribundo Proust entre las paredes de corcho de su cuarto, deseo de dar forma, parteó un libro dentro del campo de prisioneros de Griazovets.
Las conferencias de Czapski pertenecen, antes que a los estudios literarios, a esa familia de extrañas obras que incluye, por citar un par de ejemplos de la época, a LTI: la lengua del Tercer Reich y a El Tercer Reich de los sueños. El autor del primero de éstos, Victor Klemperer, fue despojado de su cátedra de literatura francesa por ser judío, consiguió sobrevivir en Dresden y se encargó de historiar los forcejeos del nuevo régimen con el idioma alemán, reveló las emboscadas que tendía la jerga nazi. Charlotte Beradt se ocupó, por su parte, de los efectos del nazismo en otro idioma, el de los sueños. Pues, de tanto sufrir una pesadilla recurrente en la que era acosada y torturada, llegó a la conclusión de que no debía ser "la única condenada por la dictadura a soñar tales cosas", así que consultó con sus allegados y, entre 1933 y 1939, recopiló casi 300 sueños semejantes a los suyos.
Una mujer obligada a soñar ciertos sueños hizo calas en el sueño colectivo político, un filólogo anotó perversidades de la lengua oficial y, de modo semejante, Czapski recordó e inventó un libro dentro de un campo de prisioneros. No fue el único conferencista en Griazovets: otros compatriotas suyos hablaron de historia británica, de arquitectura, de migraciones, de alpinismo. En tierra inhumana menciona a prisioneros que, conducidos más allá del círculo polar ártico, fundaron un equipo de investigaciones filológicas con el fin de proteger la lengua polaca. Czapski recuerda también al teniente Ralski, profesor universitario y naturalista que dedicara largos años a investigar las hierbas de Polonia y cuyos archivos fueron destruidos. Mientras los conducían por las estepas ucranianas cubiertas de nieve, hambrientos como iban, desarrapados y sin saber hacia dónde los empujaban, aquel hombre atendía con pasión científica a los tallos que emergían de la nieve. Y empezó a trabajar en un libro sobre los prados y los bosques que no terminó nunca, pues debió morir asesinado en Katyn.
Czapski, Klemperer, Beradt (cuyos libros conocemos), Ralski y el equipo de filología polaca más allá del círculo polar perseveraron, en condiciones extremas, en la civilización y en la inteligencia. Tuvieron (esta comparación habría complacido al teniente Ralski, naturalista) la confianza de los espigadores.
Józef Czapski, Proust contra la decadencia. Conferencias en el campo de Griazowietz (traducción de Mauro Armiño, Siruela, Madrid, 2012).
Este texto apareció originalmente en la revista Letras Libres, en su edición mexicana y española.