La participación en la historia de Cuba de la ingeniera ucraniana-canadiense Paulina Zelitsky es pobremente conocida. Pocos saben que fue un equipo bajo su mando quién localizó los restos del acorazado Maine, cerca de las costas de La Habana en el año 2000, o que antes de escapar para Canadá, ella se vio involucrada en la organización de una base secreta de submarinos soviéticos aquí en la Isla.
Su nombre se relaciona hoy en día más bien con el descubrimiento de extraños megalitos submarinos al oeste de Pinar del Río, aún misteriosos. Sus apariciones en los medios han sido escasas. Una vez retirada de una vida laboral que la ha llevado a trabajar en países tan diversos como la antigua URSS, Canadá, México o Cuba, Zelitsky se ha dedicado a la distancia de la escritura y, desde la tranquilidad de su casa en las afueras de Ontario, produce volúmenes que ella misma edita sobre su vida y reflexiones, a veces en colaboración con su esposo Paul Weinzweig. Uno de esos volúmenes, la novela Dog Days in Cuba (Días de perro en Cuba), cuya traducción al español prepara actualmente, ubica su trama en La Habana, en el momento en que ella puso en marcha un proyecto de búsqueda de tesoros españoles sumergidos, allá por el año 1997. Indirectamente, afirma la autora, ese volumen revela episodios de la historia de Cuba no solo desconocidos, sino secretos.
A pesar de que la formación de Zelitsky es científica, Dog Days in Cuba consigue una prosa amena, bien articulada y un tono parejo del personaje-narrador que hace muy fácil su lectura. Quien cuenta la historia es un perro inspirado en aquel doberman Benz que encontró la autora en las calles de La Habana: "Me sentí muy triste cuando nuestro doberman cubano murió a los 11 años. Entonces comencé una terapia escribiendo las notas sobre la experiencia suya. Dog Days in Cuba es mi despedida". Pero también hay una justificación retórica detrás de la elección de la perspectiva imaginaria de un perro para contar la historia, y es que ella favorece el abordaje oblicuo de acontecimientos difíciles de tratar, sobre todo aquellos basados en hechos y personas reales.
Según Zelitsky, la mayoría de los episodios narrados en su novela sucedieron en la realidad. Tenemos, en principio, la anécdota que justifica el nombre de su perro doberman, Benz, un cachorro rescatado en Guanabacoa que precedió el robo del auto Mercedes Benz perteneciente al esposo de Zelitsky por parte de la Aduana de Cuba. Según aparece en el relato, mientras la pareja se acomodaba en Tarará para poner en marcha la empresa que colaboraría con CARISUB en la búsqueda de galeones españoles, las autoridades de Aduana evocaron una extraña ley para decomisar el auto Mercedes Benz 450SL rojo oscuro de 1977 que el esposo de Zelitsky había traído de Canadá hacía dos meses.
Según una norma evocada, que nadie les mostró, y que, casualmente, entraba en vigor ese mismo día, era ilegal el uso de automóviles con más de 20 años de antigüedad en Cuba. Los de la Aduana admitían con tristeza que era muy tarde para decomisar los antiguos autos cubanos que rodaban por las calles constantemente, pero en el caso del Mercedes de la pareja canadiense, esto podía hacerse perfectamente porque acababa de llegar.
"Cuando yo protesté, Ramiro Valdés me llamó a su oficina y delante de mí se quitó los pantalones", refiere Zelitsky. Según la autora, el comandante la habría recibido en una oficina en Miramar en pijamas y mientras ella hablaba procedió a cambiarse el atuendo como si nadie estuviera frente a él.
"Esto no me enamoró", recuerda Zelitsky con ironía, "así es que salí de la oficina". Después de aquello supo que la batalla por el carro estaría perdida porque "sería hacer la guerra con Ramiro, sería perder las inversiones en Cuba de nuestros familiares y amigos". Su esposo, sin embargo, en rebeldía, quitó del carro la insignia que distingue a la marca de automóviles y se la regaló al nuevo cachorro, Benz, que la portaría en su cuello como un presagio.
La empresa dedicada a exploraciones submarinas, CARISUB, había caído en desgracia. Así es que el Ejército tomó cartas en el asunto mediante las empresas Geomar y Sermar. Un oscuro oficial les fue asignado entonces a Advanced Digital Communication, la sociedad de Zelitsky, para actuar como contraparte cubana en la búsqueda de tesoros.
Después de un agitado incidente entre Benz y ese oficial, que puso en peligro al animal, decidieron incluir al perro en un nuevo proyecto que nada tenía que ver con su empresa, sino que se trató más bien de un arreglo personal. En la novela y en la realidad, según la autora, Benz fue entrenado en la detección de metales para que ayudara a la localización de un tesoro que estaría siendo supervisado por el mismísimo Fidel Castro.
Oculto en una de las muchas cavernas de Guanahacabibes —cuenta la leyenda— se encontraría el oro de la Iglesia de San Idelfonso de Mérida, que fuera traído a Cuba en 1642 por frailes franciscanos mientras huían de los piratas y de las sublevaciones mayas (los verdaderos dueños del metal). Varios hechos en la historia apuntan hacia la verdad de la operación de resguardo ideada por el arzobispo Fray Juan Alonso y Ocón. En la novela y en la realidad, según la autora, se dejaron pistas como el primer volumen del Libro de Defunciones del Registro Parroquial de Guane, que tiene la historia del fraile sobreviviente conocedor del tesoro.
Cuenta Zelitsky, en la realidad, que cuando Fidel Castro se puso en el rastro del botín, habría escrito una carta a Juan Pablo II pidiendo colaboración tecnológica e informativa. El trato sellado después de la negociación con la Iglesia fue que el botín sería trasladado al Vaticano, a cambio este pagaría un rescate y, como resultado, Juan Pablo II sería invitado a la isla.
El Vaticano envió entonces a alguien de su absoluta confianza para integrar la partida de hombres (y un perro) que persiguieron el tesoro hasta las inhóspitas cavernas de Guanahacabibes.
Zelitsky no asistió al rescate. Pero sabe lo que le contaron los de la partida: que el oro fue encontrado en una de las cuevas, efectivamente, y que Benz participó en el hallazgo. El hombre de confianza enviado por el Vaticano no era otro que Andrea Sodano, sobrino del tristemente célebre (también para la oposición cubana) cardenal Ángelo Sodano, secretario de Estado del Vaticano y mano derecha de Juan Pablo II.
"También estuvo un cubano encargado de la seguridad, que en la novela se llama Gaspar y en la realidad Argelio Suárez, y los arqueólogos profesionales de Pinar del Río dirigidos por el doctor Francisco Guío, personas que brevemente y muy en secreto nos contaron lo que sucedió en las cavernas", confiesa Zelitsky.
Dos instituciones herméticas y varias personas son mencionadas por Paulina Zelitsky. La Iglesia Católica no es muy conocida por su transparencia (sobre todo en lo referente a su dinero). El Estado cubano, es aún más opaco —tan cerca como en el año 2016, el diario Gramma hablaba del elusivo tesoro y de las partidas que se han organizado para buscarlo, infructuosamente—. Quedaría a los cubanos involucrados el deber de contribuir a la historia de su país confirmando el relato.
Hace unos 400 años algo muy grande sucedio en la tierra. La antigua civilizacion que poblaba el mundo desaparecio. Por eso hay tantas cuidades sumergidas. Lo que encontraron en guahanacabibes es prueba de que cuba estaba conectada a lo que es hoy el continente americano. A lo mejor cuba era parte de atlantida, como las otras islas del caribe. Pero el vaticano metio la mano y negocio con castro. Te callas la boca y el papa te visita, fue el acuerdo. No en balde los castro tienen tanto apoyo vaticano.
Esta historia es rocambolesca. Contada como novela, con un perro por el medio, y no como investigación tiende a ser un chorizo. Quizás todo es cierto, pero no se percibe así.