DIARIO DE CUBA festeja que el maestro Aurelio de la Vega cumple hoy 95 años con la publicación de este segundo adelanto de la "Conversación de verano" que él sostuviera con Enrico Mario Santí. Este diálogo aparecerá íntegramente en el volumen El otro tiempo/The Other Time: Aurelio de la Vega y la Música-Aurelio de la Vega and Music, de próxima aparición en la editorial Aduana Vieja, de Valencia.
Hablemos un poco de ese desarrollo tuyo. Primero vino Kramer, más tarde Kleiber. ¿Y después?
Me interesaba el mundo de Schönberg y Berg, que en Cuba no tenía ni raíces ni ecos. Kramer me descubre a Mahler, a Bruckner, a Hindemith, a Max Ragger, a Pfitzner. Cuando me hace oír por vez primera partes de la ópera Palestrina de Pfitzner, que tocaba en el piano, me enfrento por vez primera con unas armonías extraordinarias.
Kramer es el primero que me habla del dodecafonismo, de Schönberg, de Alban Berg, y de Webern, compositores que por aquel entonces eran casi desconocidos en los propios EEUU. ¡Figúrate entonces cómo debe haber sido el desconocimiento total en Cuba!
[…] A Kramer, el músico que me abrió tantas puertas, luego le dan por fin una visa para venirse a EEUU en 1945. Lo dejé de ver por muchos años, hasta que me reuní de nuevo con él en Nueva York y luego en mi casa de Northridge. Yo, entre tanto, me quedé en Cuba un año más, solo, haciendo mis investigaciones, casándome con Sara Lequerica, mi primera esposa. Por aquel entonces, Kleiber ya estaba en Cuba. Lo habían contratado como director de la Orquesta Filarmónica de La Habana.
Te refieres a Erich Kleiber, el gran director alemán.
Efectivamente. Me acerco a Kleiber porque tengo unos deseos enormes de salir de Cuba, porque no me siento allí bien. Recuerda que por entonces yo ya estoy en paréntesis porque la gente dice que soy un apátrida, un anticubano…
Y además, un formalista.
Exacto, y no te creas que eran palabras solamente. Había verdadera reacción. Si pudieran haberme matado lo habrían hecho con gusto. Exclusión, censura, ninguneo. Entonces yo me acerco a Kleiber y le digo: "Mire, mi problema es este. Yo soy Fulano de Tal, mi situación musical en Cuba es tal cosa, etc, etc." […] Yo sabía que él tenía una conexión con Schönberg, porque él había hecho el estreno mundial del Wozzeck de Berg, en Berlín, en el año 25…
[…] Entonces, también en California, vivía Emst Toch, otro compositor vienés no tan conocido como Schönberg pero de gran reputación. Kleiber conocía más a Toch que a Schönberg, porque había dirigido varias veces obras suyas. Entonces, me dio dos cartas: una para Schönberg y otra para Toch. Y me vine para acá.
Me conseguí un puestecito miserable en el consulado de Cuba, con un sueldo mediocre pero tolerable, porque yo no quería depender del dinero de mi familia. Llegué a Los Ángeles lleno de ilusiones y repleto de expectativas. Tenía 21 años, acababa de casarme con Sarita Lequerica, hija de un prestigioso médico, prima tercera mía, bellísima, llena de vida, muy compenetrada con mi mundo musical creativo, y pianista que le gustaba hacer música de cámara. […]
Llegamos Sarita y yo a Los Ángeles y enseguida llamé por teléfono a Schönberg, mi ídolo musical de mis años jóvenes, para quien traía la carta de presentación de Kleiber. Mis enormes deseos de estudiar con Schönberg tuvieron inicios difíciles. A Schönberg se le metió en la cabeza que yo era un niño rico, y ávido de dinero pidió una suma exorbitante por las clases. Tuve dos entrevistas en su casa para ver si podíamos llegar a un acuerdo, y pretendió que le pagara por cada visita de unos 20 o 25 minutos la cantidad de 50 dólares, que en 1947 era ya cosa fuerte.
¿Y ese fue el fin del cuento?
No, por fin se constituyó una clase con otros dos jóvenes compositores, José Malsio, de Perú, y Melvin Cummings, del Canadá, quienes, como yo, aspiraban a ser discípulos del gran maestro. Pero las pocas sesiones en que participé fueron muy tormentosas y negativas.
Schönberg se mostraba con rasgos de tirano, no se le podía contradecir en nada, por respetuosas que fueran nuestras preguntas, interrumpía las clases para hablar de Platón, de Hegel o de temas sociopolíticos. Si uno no estaba totalmente de acuerdo con lo que nos explicaba, y hago énfasis en totalmente, montaba en cólera, suspendía la instrucción y nos mandaba a casa.
Finalmente tuve un desagradable encuentro con él con respecto a una interpretación del expresionismo, pugna de la cual yo salí mal parado. Schönberg me llevó a la puerta de su casa en 116 North Rockingham Avenue, Brentwood, y la cerró tras de mí.
No lo vi más nunca. Me fui a mi auto y lloré por largo tiempo. Gertrude Schönberg, la esposa del gran monumento, después me habló para que yo volviese, pero le expliqué que no podía resistir más las humillaciones.
Tiene que haber sido un hecho dramático en tu vida.
Sí, con dolor en mi alma, con todas mis ilusiones por el suelo, con mis planes desbaratados, decidí no continuar ese doloroso capítulo de mi temprana vida. Unos meses después entré en contacto con Ernst Toch, quien en lo personal era el reverso de la medalla de Schönberg.
Toch era también, como Schönberg, compositor de fama, alma gentil que me acogió con calor e interés, y con quien trabajé como discípulo atento por dos años. Aprendí mucho de él, sobre todo en relación con los conceptos de forma y de color orquestal, y quedamos amigos hasta su muerte, ocurrida en 1964.
[…]
Con todos los años que han pasado y la madurez que se adquiere cuando uno crece, me parece que Schönberg fue un fenómeno peligroso. Todavía estamos sufriendo las consecuencias de su arte, en el sentido de la disolución de todas las estructuras de los cánones. Schönberg nos dejó desnudos, en cueros. Y por esa puerta abierta entraron una cantidad de descarados, y de clowns, y de pura porquería que hoy quedamos anonadados…
¿Pero entonces, te pesa haber aprendido de Schönberg lo que aprendiste en tus años juveniles?
No. No. Qué va. Yo creo que mientras uno está viviendo, se nutre de una serie de fuentes, a veces contradictorias. Un día uno lee a Nietzsche y al día siguiente medita con la Imitación de Cristo. Y todas esas fuentes, que a veces son totalmente distintas, nos dan vida. Si uno tiene cierta inteligencia yo creo que eso entra dentro del sistema vital de la persona y produce un mélange espiritual-estético. Entonces uno, que ha recibido una serie de influencias y de directrices y que ha tomado de esas fuentes lo que mejor le parecía, hace su propio discurso. Yo creo que un discípulo directo, unilateral, de una sola banda, no es muy interesante.
Pero entonces, ¿qué dirías tú que tomaste de Schönberg para hacer ese mélange? ¿Cuál fue el ingrediente Schönberg?
En primer lugar el fenómeno Schönberg, antes que nosotros pudiéramos ver los resultados finales, fue increíble porque produjo una gran revolución. Es una de las grandes upheavals que han ocurrido en el campo de la música.
Recordemos un poco la historia. Durante siglos el hombre concebía la música linealmente, a una sola voz. Por el siglo XI, de pronto, aparece un compositor que dice: "No, hay que crear una segunda voz, y estas dos voces van a ser combinadas". Ese es el inicio increíble, no solamente del contrapunto vocal sino de la posibilidad fabulosa de las grandes estructuras, porque entonces la música tiene una dimensión, y una perspectiva, que le permite construir grandes segmentos sonoros que antes eran imposibles de imaginar.
El segundo gran momento desde un punto de vista musical es la adopción de la escala temperada. Es decir, el consensus de que la escala natural de sonidos no es factible desde el punto de vista instrumental. Para poder hacer la música desde el punto de vista práctico se comprimió la escala. Fíjate, por ejemplo: en el piano falta, entre el mi y el fa, una nota. Y otra más falta entre el si y el do. ¿Y eso qué es? Sencillamente, que el mi y el fa no son el mi y el fa reales. Ahí falta una nota en el medio. ¿Comprendes? En realidad se le añadió y se le quitó un poquito (estamos hablando de un dieciseisavo) a las notas adyacentes. De este modo se suprimían notas y se comprimían las octavas.
La gente se cree que el fa sostenido es igual que el sol bemol. En el piano sí son una misma nota. Pero en realidad, el fa sostenido es más alto que el sol bemol.
Son una serie de cosas de las cuales uno no se da cuenta hasta que comprende el sentido de la invención de la clave temperada —invención genial que permite una manipulación de la música que antes no estaba concebida—. Esta adopción de la escala temperada conduce al establecimiento de las tonalidades mayores y menores y a la posibilidad del cromatismo.
Otro gran momento es la aparición del atonalismo, cuando Schönberg propone la disolución de las tonalidades. La música ahora fluctuaría sin una tonalidad directa, suspendiendo asimismo el uso de temas, la repetición y las formas cerradas. En este discurrir sin desarrollo, como una especie de fluir continuo, se suprimió el sentido del ritmo métrico. La música se convirtió en un discurso amétrico.
Enseguida nace el principio de que la música es multidireccional. La música no había podido ser multidireccional porque la armonía tenía un sentido de dirección no reversible. No se puede tocar una sinfonía de Beethoven al revés porque no esta concebida en esos términos.
Fue, por tanto, una gran revolución musical. Y cuando uno es joven, la tal revolución le parece a uno una cosa mágica, fabulosa. Entre otras cosas, Schönberg inventó una paleta orquestal novísima que no se había escuchado antes. Había habido unos atisbos en Mahler pero Schönberg fue mucho más innovador. Me fascinó también el hecho de que el principio organizativo del sistema dodecafónico, que sustituye al atonalismo, permitía una nueva estructuración formal basada en una renovada racionalidad.
De lo que no nos dimos cuenta cuando estábamos mesmerizados por esa época, en los años 20, 30, 40 o incluso en los 50, es que la computadora aural que llevamos dentro llegaba ya a un grado casi total de saturación, y que el oído humano ya no podía asimilar lo que recibía. Así, la música se transformó durante los años 70 y 80 en un juego cerebral total, donde lo auditivo ya no contaba. El individuo, en realidad, dejaba de oír la música. Entonces la partitura misma, la mesa grafológica, se convertía en el objeto artístico principal.
Música para los ojos.
Sí, pura augenmusik, sin realidad sonora. A mí me llamó mucho la atención que cuando Schönberg empezó a componer música atonal, el 90% de las obras usaban la voz humana, o sea, tenían textos. El Wozzeck, que es la obra maestra del atonalismo, es una ópera que, claro, tiene texto. ¿Por qué era eso? Porque el texto es lo que le permitía al compositor de música atonal una comunicación con su auditorio. Si no, la comunicación no existía.
Lo cual quiere decir que entonces los desarrollos posteriores, que son para los ojos, son, en realidad, una negación del atonalismo.
No, es una consecuencia del atonalismo.
Pero es una consecuencia negativa.
Sí. Es una consecuencia negativa porque se pierde la realidad. Yo siempre he explicado que el oído es el peor de los sentidos. Date cuenta, lo que es la vista: tú entras en un lugar y en dos segundos tú sabes el tamaño, el color, dónde están las puertas del local, qué está ahí, quiénes están en el recinto, etc… Una cosa instantánea, fantástica.
En cambio, tú le tocas al 90% de los seres humanos seis notas en secuencia no tonal y les dices que las repita y no dan pie con bola. La consecuencia del atonalismo fue crear una música que no tenía realidad. Fue una especie de abstracción, una especie de masturbación solitaria, en cierto modo. ¿Por qué? Porque el oído humano tiene unos límites pobrísimos. Y entonces la música comenzó a no ser audible.
Fíjate tú que, por ejemplo, hasta los años 60 toda la música histórica podía ser tocada en el piano. Tú puedes tocar canto gregoriano, tú puedes tocar una misa de Machaut, tú puedes tocar un cuarteto de Mozart, tú puedes reducir a dos pentagramas una sinfonía de Brahms. Hasta puedes reducir al piano toda una sinfonía de Prokofieff, porque hay una comunicación entre lo que está escrito en la partitura y lo que se puede hacer como realidad. De pronto, a partir de los 70, se encuentra uno con obras que no puede ser tocadas en el piano.
No son ya obras audibles.
No. Es una música gráfica. Cuando Penderecki escribe la Trilogía de Hiroshima, eso es ya absolutamente imposible de traducir musicalmente en el piano. Porque son unas masas sonoras microtonales que obliteran por completo la escala temperada.
Es como preguntar, ¿y a dónde hemos llegado?
¿Y adónde vamos? Entonces te das cuenta que lo que hicimos es que matamos a nuestra propia comunicatividad.
Lo que tenemos es un antihumanismo.
Claro. A mí me hace el efecto, por ejemplo, que la música de Pierre Boulez, que es ya casi no auditiva, llega a un callejón sin salida. Es, como le decía a mis alumnos, como si de pronto yo estuviera sentado en la sala de mi casa y empezara a describir un viaje a Marte. Lo describiría perfectamente: "Ahora estamos en el cohete, sentimos las vibraciones, ahora estamos en el espacio, se ve la Tierra cada vez más pequeña, estamos llegando a Marte, todo es rojo, se asienta la nave espacial, salimos y había piedras…" Entonces sigues con tu cuento. Pero en resumidas cuentas, no levantaste el culo de tu asiento: fue todo una experiencia mental.
En las décadas del 60 al 80 cierta música clásica derivada del mundo post-schönbergiano serial se convirtió en una experiencia que no era ni real ni física. Eso trajo como consecuencia, primero, la alienación casi total de las audiencias. Como consecuencia inmediata, la desaparición de la música de arte como fenómeno social. En cualquier sociedad occidental la música clásica había sido siempre parte de esa sociedad. Eso se acabó, y la música popular vino a llenar el hueco, irrumpiendo bulliciosamente, tomando el lugar de la música culta, y rebajando el valor técnico y ético de la misma.
Y también desapareció el placer.
Eso es: el placer auditivo desapareció porque lo ofrecido era una música continuamente torturante. Fíjate tú que la ley física del give and take o del push and receive es siempre lo mismo: tú empujas y entonces tú recibes. Aparece una disonancia, y aparece una consonancia. Siempre es un contraste entre estos dos elementos. Si tú de pronto haces una música toda en paz, donde no haya un solo momento de tensión, a los cinco minutos te duermes.
Si tú haces, al contrario, música que todo el tiempo es violentísima, disonante, ácida y árida, llega un momento que no la oyes más. Primero porque te molesta, porque la disonancia siempre crea una serie de ondas que el oído recibe como tensas. Puedes recibir tensión como un elemento de la estructura durante unos segundos, pero no puedes estar sometiendo el cerebro, durante un periodo de cinco minutos o más, a esa misma intensidad, porque llega un momento que no oyes. Te desconectas.
Todas estas cosas que estamos hablando es porque, a través de 50 años me fui dando cuenta de todos esos aspectos y fui entendiendo que Schönberg, al mismo tiempo que había sido el gran revolucionario y el gran abridor de puertas, había sido también un gran destructor.
Entonces con el tiempo te convertiste en un crítico de Schönberg.
Sí. Totalmente. Lo interesante desde un punto de vista filosófico, Enrico, es que un fenómeno como el de Schönberg, deductivamente, parece perfectamente lógico. Todo el trayecto entre la tonalidad, el cromatismo, el súper cromatismo y el atonalismo —todo ese trayecto que dura unos 30 años— cuando lo examinas con un microscopio, parece seamless. Todos los pasos fueron absolutamente congruentes, inevitables.
Ahora, el problema consiste en que, aunque no le encuentres una falla a esa evolución, el final es destructivo. Es como un individuo que tiene gran inteligencia y te explica detalladamente que tuvo que matar a su madre por motivos ineludibles. Y te empieza a contar la historia: "Mire por este motivo, y este otro, y este de más acá, y este de más allá es que tuve que matar a mi madre". Pero en resumidas cuentas, cuando llegas al final del cuento, el tipo mató a la madre.
Una trayectoria perfectamente racional y un proceso de conclusión irracional.
Absolutamente. Y eso me ha preocupado por mucho tiempo. Y me he preguntado: ¿Cómo es esto? ¿Cómo es esta paradoja?
Haciendo un poco el recuento de tu propia obra, y al hacer este balance retrospectivo, ¿dirías tú que hubo en tu ascenso atonalista y dodecafónico bajo la influencia de Schönberg, un deseo inconsciente, destructivo? ¿Había cosas que querías tú destruir con tu propia obra?
Es una pregunta tremenda, interesantísima, porque yo creo que sí, que hay un aspecto destructivo. Pero es un aspecto destructivo que uno cree constructivo.
Por eso me refiero a la parte inconsciente.
Sí. Y creo que parte de la destrucción consistía en una fascinación. Hay un aspecto de fascinación completamente histórico y objetivo, basado en lo que significó el mundo de Schönberg, que es una cosa increíble, asombrosa.
¿Podría decirse que Schönberg fue y culminó ese peregrinaje centroeuropeo que empezaste a conocer con Kramer?
Absolutamente. Pero existe otro aspecto destructivo del caso Schönberg: el rechazo del pasado, aunque él jurase y tratara de explicar que el atonalismo no renegaba de ese pasado histórico.
Entonces fue que tomaste a Schönberg como rechazo de tu contorno.
Sí, cosas que yo encontraba limitadas, vulgares, estúpidas, superficiales. Había que matarlas.
En vez de buscar un machete, encontraste una bazuka. Tu bazuka fue Schönberg… Para terminar: ¿Cuáles obras tuyas dirías que son las que se pueden identificar bajo la égida de Schönberg?
Por ejemplo, la Elegía de 1954 nace bajo el manto de Verklärte Nacht. Mis obras dodecafónicas, que empiezan con el Cuarteto en cinco movimientos, In Memoriam Alban Berg, del año 57, llegan a la última obra dodecafónica que yo compuse: Structures, de 1962, para piano y cuarteto de cuerdas. Esa es mi última obra dodecafónica. Ya la siguiente, Labdanum, del 60, para flauta, viola y vibráfono, usó un lenguaje cromático libre no serial. Y de ahí en adelante mi música no tiene nada que ver con el mundo dodecafónico.
Entonces, a partir de Labdanum, abandonas la destructividad que en Schönberg te sirvió de catalizador.
Totalmente.
Es interesante entonces: cuando ya llegas al exilio permanente a partir del año 59, todavía estás en ese proceso de destrucción schönberguiano, por así decirlo. Pero ya para el año 62, cuando se sella el destino nacional cubano, y el individual tuyo, entonces abandonas esa destructividad.
Es verdad. Creo que hay cosas psicológica e históricamente interesantísimas, y creo también que la realización de que no hay verdaderas reformas en Cuba me destruye el regreso.
Y es un exilio permanente. Ya no hay más nada que destruir.
Correcto.
Todo ha sido destruído.
Exactamente…
Aunque no por ti precisamente, sino por las circunstancias…
Así mismo. El entorno asfixiante cesa. Es como una memoria, un recuerdo metido en el pasado, pero que no es ya ni hiriente ni directo.
Me honra muchísimo el conocer personalmente y tener amistad con el Gran Maestro Aurelio de la Vega, uno de los grandes genios cubanos de la música de todos los tiempos. Un artista inmortal que cuando en Cuba la pesadilla castrista sea un triste recuerdo será admirado y venerado extensamente. Y felicito a Enrico Mario Santí por esta formidable entrevista