Durante la última década la obra del pintor cubano Rafael Soriano (Cidra, Matanzas, 1920–Miami, 2015) ha recibido la atención que se le debía por mucho tiempo.
En 2011 se expuso una bella muestra antológica en el Lowe Museum de la Universidad de Miami, organizada por Jesús Rosado. En 2016, una retrospectiva viajante (preparada por Elizabeth Goizueta) abrió en el McMullen Museum, de Boston College, continuó en California y cerró en Miami. Y el año pasado, una modesta exposición dedicada a su serie de Cabezas (montada por el autor de esta nota), se exhibió en la galería de William Paterson University, en Nueva Jersey, viajó al Art Museum of the Americas (OAS), en Washington, y terminó en el American Museum of the Cuban Diaspora, en Coral Way, Miami.
Dos magníficos documentales sobre su vida y obra han sido producidos desde 2010: el primero por Jorge Moya, y el más reciente por David y Beverly Scher. Recientemente fue anunciado que la obra existente de Soriano perteneciente a la fundación que lleva su nombre será representada por la nueva y prestigiosa L&Sgallery, en Coconut Grove, Florida.
Toda esta actividad es prueba de la importancia de este pintor y su debido reconocimiento. Aunque, en opinión de este cronista, todavía falta más por hacer con la obra de Soriano.
Rafael Soriano pertenece a la generación de la tercera vanguardia plástica cubana; es decir, aquellos nacidos en los años 20, y formados por lo que su colega, el escultor Estopiñán, llamó "los golpes de la historia": la traición de la revolución de 1933 en manos de Batista, la corrupción de los gobiernos democráticos del 1944-1952, el golpe de Estado de Batista en marzo del 52, que canceló el constitucionalismo en la Isla y, por último, la traición totalitaria de la revolución del 59, en manos de Fidel Castro.
Soriano también pertenece a la última generación que recibió su educación artística de manos de Leopoldo Romañach y Armando Menocal en la Academia de San Alejandro, y fue un activo integrante entre aquellos jóvenes, que con el deseo de "hacer patria" fundaron escuelas provinciales de artes plásticas a finales de los 40 y principios de los 50.
No se puede escribir una historia del arte cubano sin la presencia de Soriano. Y me atrevo a escribir que su importancia no reside en los hechos mencionados anteriormente.
Su importancia reside en que es una figura cimera en la abstracción geométrica o concreta de Cuba y el continente. Dentro de esta vertiente lo separa de sus colegas su extraordinario oficio pictórico (solo hay que ver la condición de sus óleos de esa época hoy en día), y una preocupación metafísica en búsqueda de la cuarta dimensión por vía de la segunda dimensión de la pintura.
Si la historia de Cuba no hubiera convulsionado brutalmente a partir de 1959, creo que Soriano hubiera llegado a ser un reconocido maestro del arte concreto, quizás mundialmente o por lo menos en Nueva York y París.
El exiliado causado por la Revolución Cubana trasformó a Soriano de un buen pintor a un gran pintor. Fue el trauma y desolación de su exilio —que dolorosamente no le permitió pintar por un par de años después de llegar a Miami— lo que ahondó su visión pictórica. De las heridas de su diáspora construyó un mundo plástico. He aquí la resurrección de su pintura como una aventura estética que nos revela trascendencia. He aquí su importancia, sin duda su grandeza.
Soriano pertenece a esa familia de exploradores del pincel cosmopolitas como Tamayo, Matta, Rothko, Morales y Szyszlo. Su pintura es ante todo gran pintura, como lo es la de Zurbarán, Velázquez o Rembrandt. Pintura sobre pintura que revela los misterios de la existencia. Epifanías visuales que nos sacuden y alborotan, nos abren a la experiencia de ser.
Como un poema de Octavio Paz, su pintura simultáneamente celebra la alegría de vivir, y nos revela su misterio en el sufrimiento y en la muerte. En estos 100 años de Rafael Soriano debemos recordar que, como aquel poeta que murió en Dos Ríos, el pintor matancero se nos sale de Cuba y pertenece al mundo.