El pasado 25 de mayo se cumplieron 125 años de que Oscar Wilde ingresara en prisión por "conducta indecente"; así catalogó la Justicia británica las relaciones homosexuales del célebre poeta, dramaturgo y narrador que definiera, a un tiempo, el momento de mayor decadencia y rebelión de la Inglaterra victoriana. Una sociedad hipócrita se vengaba de este modo del hombre que más la resaltara, al tiempo que se burlaba de ella. El sarcasmo de Wilde era su mayor culpa, su "desviada" sexualidad sólo un pretexto.
Wilde era un hombre agudo (en el sentido de ingenioso), un hacedor de frases relumbrantes que también era profundamente vulnerable, "hiperestésico", podrían llamarlo en jerga de fines del siglo XIX, es decir, susceptible de ser lastimado e incluso destruido, por la humana maldad; debilidad que ocultaba tras la máscara del irónico hombre de salón que parecía reírse de todo y de todos.
La londinense Folio Society, acaso el club de libros más prestigioso del mundo, acaba de publicar una edición conmemorativa de De profundis, la carta que le escribe Wilde a Lord Alfred Douglas —su amante y responsable indirecto de su prisión— cuando está casi a punto de salir de la cárcel. La Folio Society anuncia la edición como "una de las más notables cartas de amor jamás escritas". Creo, sin embargo, que esta definición, limita y, de alguna manera, rebaja el alcance de una obra que, amén de epístola, es también tratado filosófico, meditación religiosa y testamento de un gran escritor.
Por más de 30 años he tenido entre mis libros un ejemplar del De profundis. Lo compré en una librería de viejo en Londres en el verano de 1988 y, desde entonces, apenas si lo había manoseado un par de veces. Antes, en mi remota adolescencia, lo había leído en traducción al español. Ahora, la conmemoración me llevó a buscarlo y a leerlo (volumen de 148 páginas) en un par de sentadas; lectura que me ha deslumbrado y me ha dejado profundamente conmovido.
Bosie —como llamaba Wilde a Douglas— podrá ser el destinatario de esa carta y a él, y a su conducta egoísta e irresponsable, vuelve el autor una y otra vez, cuando en verdad se trata de una exploración de su propia alma, un muestrario de sus ideas estéticas, un discurso sobre el amor en que sobresale como una cima —frente al egoísmo y la inmadurez de las pasiones terrenas— el mayor exponente amoroso de la raza humana: Jesús de Nazaret.
En la desolación y el profundo abatimiento que le aporta su experiencia carcelaria, Wilde descubre y afirma —a veces a regañadientes— la naturaleza pura del amor absoluto, que, al decir de San Pablo, "todo lo sufre, todo lo espera, todo lo soporta", ungido por la resignación y la humildad y que no se encarnan, a pesar de sí mismo, en aquel frívolo joven aristócrata que se adueñó caprichosamente de su voluntad, sino en un profeta judío del siglo I.
"He dicho de Cristo que él está entre los poetas", escribe Wilde. "Eso es cierto. Shelley y Sófocles le acompañan. Pero toda su vida también es el más maravilloso de los poemas. Para 'piedad y terror' no hay nada en todo el ciclo de la tragedia griega que se le acerque. La pureza absoluta del protagonista eleva todo el esquema a la altura del arte romántico del cual los sufrimientos de la línea de Tebas y Pélope están excluidos por su horror y muestran cuán equivocado estaba Aristóteles cuando dijo, en su tratado sobre el drama, que sería imposible soportar el espectáculo de un inocente en el dolor. Ni en Esquilo ni en Dante, esos severos maestros de la ternura; ni en Shakespeare, el más puramente humano de todos los grandes artistas; ni en todo el mito y la leyenda celtas, donde la belleza del mundo se muestra a través de una niebla de lágrimas, y donde la vida de un hombre no es más que la vida de una flor; no hay nada que, por la simplicidad del pathos desposado y hecho uno con sublimidad de efecto trágico, pueda decirse que iguala o incluso se aproxime al último acto de la pasión de Cristo".
A esta conclusión llega el gran escritor victoriano desde la hondura de su propia tragedia, que ha reducido una relumbrante carrera a los deberes del recluso menesteroso —despojado de honor, familia y bienes— que lava a diario las losas de su celda. El autor ha querido dejarnos, como trascendente lección de vida, el testimonio de una humildad que lo redime.
Oscarito era tremendo
"Y no porque su obra me haya impresionado", dice Weston, el desagraviador. Pero su misma declaración es el mayor agravio al buen gusto, a la inteligencia de los lectores y a la verdad, porque dudo mucho que semejante socotroco pueda haberse adentrado en las complejidades de "The Sphinx", por citar un solo poema de Wilde. Echerri es haragán ("desde la hondura de su propia tragedia, que ha reducido una relumbrante carrera a los deberes del recluso menesteroso" ¡candela!); pero Weston es un sicofante.
Esto es divertido
Me he pasado toda la vida repitiendo frases de Oscar Wilde. Y no ha sido porque su obra me haya impresionado. De hecho, la lectura de El Retrato de Dorian Gray me lastimó mucho el espíritu. Pero sus frases ("quotes") demuestran una agudeza intelectual excepcional. Manejaba el sarcasmo con la elegancia de un Lord y su prosa sigue siendo un látigo para los obtusos.
Quiero que este comentario quede aqui como un desagravio a Echerri, un hombre inteligente, sensible y "agudo".
"Wilde era un hombre agudo", ¡bingo! Esta nota parece salida de un folletín de la era de Pickwick.