Llegué al Malecón a las seis de la tarde. En principio, las obras parecían contonearse con la luz solar y la serenidad del mar y de la gente, que muchas veces en el Malecón se nota más intranquila y bulliciosa. Pero esta vez había una especie de respeto cívico por el arte, me imagino. Las personas contemplaban las obras e interactuaban con ellas, sin el alboroto carnavalesco que caracteriza al cubano en los eventos festivos al aire libre. Fue un verdadero paseo feliz para los más pequeños, disfrutar de la utilidad y el carácter lúdico de algunas obras, en especial Transfusión, de Arlés del Río, en la que se extraía agua de la bahía que luego era liberada en mangueras coloridas con compresores como pistolas de agua.
Y así seguí mi viaje, a la espera de la monumentalidad y la genialidad. Pero las obras, en general, se empequeñecían y perdían visibilidad entre la masa de transeúntes. Sentí una cierta tristeza y decepción porque luego nada más me deslumbró, salvo algunas piezas como Adentro, de Elio Jesús, y Potemkin Village, de Juan Andrés Milanés, donde se intervenían las fachadas de dos edificios habaneros.
Debí llegar más temprano, pienso, luego de recorrer en dos horas el muro del malecón desde el parque Maceo hasta la Fortaleza de La Punta y haberme sorprendido la noche en Un problema de perspectiva, de Felipe Dulzaides. Y volví a pensar, se hará la luz, pero no. La falta del alumbrado público me impidió fotografiar el resto de las piezas hasta La Punta. Una Bienal, con un año de atraso, y con toda una propaganda rimbombante y grandilocuente debía venir de igual manera, meditaba. Pero la serenidad del mar y la pasividad de los visitantes, más la oscuridad imperante, no podían comunicarme otra cosa que aburrimiento y la certeza de que aquí, realmente, no ha cambiado nada.