La serie "Transeúntes" del artista cubano Carlos Estévez forma parte de la exhibición recientemente clausurada La vida secreta de las ciudades, en el Centro de Cultura Español de Miami.
Todo transeúnte es un ser que deambula. No necesitamos saber de dónde viene ni adónde va, solo que no se trata de un ser cualquiera. Y aquí viene la sorpresa: el transeúnte es una máquina humana. Para comprender esa máquina es necesario que hagamos un poco de historia:
En Las pasiones del alma, René Descartes da por sentado que la glándula pineal es la sede del ser, punto de contacto entre el alma y el cuerpo. La descripción mecanicista es sorprendente: "…los nervios pueden compararse con los tubos de las máquinas; los músculos y sus tendones, con otros diversos resortes... las concavidades del cerebro con las aberturas de los caños... la respiració ... como los movimientos de un molino".
La ingeniosa síntesis cartesiana de la máquina humana augurará la conquista industrial desde el siglo XVIII hasta fines del siglo XX. Pero, ¿qué es un transeúnte?
Debemos comenzar en el Paris de mediados del siglo XIX (los dibujos de Estévez han sido realizados en París). Corre el Segundo Imperio, momento de prosperidad urbanística, a partir de las reformas del barón Haussmann. Se abre un París de avenidas, portales con columnatas, vidrieras, comercios con techos de vidrio, ornamentaciones caprichosas forjadas en hierro y paredes revestidas de mármol. A ambos lados de la avenida aparecen lujosas tiendas, terrazas de cafés y kioskos de revistas y libros. Los negocios no cierran hasta las diez de la noche. Después quedan los clubes nocturnos. El noctambulismo y el transeúnte son uña y carne.
En Libro de los pasajes, Walter Benjamin detalla el comportamiento de esa especie citadina que Baudelaire bautizara con el nombre de flâneur (en su lugar usamos "transeúnte"): "El [transeúnte] no es meramente un peatón, sino el peatón heroico... en medio de la multitud, mantiene su individualidad... siente placer dentro de la multitud y a la vez que la mira con desprecio".
El transeúnte es un artista malogrado por la típica ansiedad de la modernidad, especie de fisiólogo citadino, "botánico del asfalto", hipocondríaco narcisista tomándose selfies en rincones novedosos de la ciudad.
La serie de Estévez presenta una avalancha de formas, desprovista de excrecencias, reducida a un ideal geométrico estoico, controlado por la línea, el círculo y el polígono. Los dibujos corresponden a una pista sintagmática de un mecanicismo moderno y obsoleto (y precisamente por obsoleto más sugestivo).
Contemplar la ciudad es ensimismarse. Pero la vista no da consigo misma porque los contornos se desdibujan. Deambular es un tono menor de ambivalencia que sorprende y disloca. El ser intuye y a la vez rechaza que la ciudad esté hecha precisamente para él.
Deambular es volver a un paisaje ya conocido. Los situacionistas de la década de los 60 buscaron una manera de atenuar esa redundancia. La llamaron psicogeografía (Estévez lo llamaría "transeuntología"). Deambular es ir-a-la-deriva, única manera de reconocer y a la vez, olvidar el entorno perdiéndose en él. En la novela Nadja, André Breton explica el paradigma de su heroína: "[ella] disfruta no estar en ninguna otra parte sino deambulando... emancipada del imperio de la lógica".
Deambular es un ejercicio hipotético: cuanto más distantes y precisas sean las relaciones entre dos realidades que se pongan en contacto, más intensa será la imagen y mayor su fuerza poética.
El encantamiento citadino no soluciona la mediación redundante y obtusa del paisaje urbano —y por ello deberá ser mitigada con el alcohol, el hachís o la ideología (¿sería demasiado pedirle al transeúnte que fuese un ideólogo?)—. Comparemos al transeúnte con otra especie cercana: el turista, fenómeno propio del siglo XX, alguien que "consume" el espectáculo apropiándose de la imagen panorámica. El turista es un excursionista boyante, atento al paisaje y a su mapa GPS. Son dos caminos diferentes: el transeúnte hacia adentro, el turista hacia fuera.
Tiempos posmodernos
En la ciudad posmoderna, la libertad está imbricada entre el poder y la amenaza (de ahí el miedo como nuevo fenómeno moderno). Paul Virilio ha apuntado esta bipolaridad de la ciudad, parte geometría y parte ideología: "Donde una vez la polis inauguró un teatro político con su ágora y su fórum, ahora queda la pantalla de rayos catódicos... sombras y espectros se mezclan con sus procesos de desaparición... el cinematismo transmite la última imagen de un urbanismo sin urbanidad".
Nada de esto es raro para el transeúnte posmoderno. La modernidad, según los expertos, nace de un viaje al presente-futuro que anuncia: "el futuro comienza aquí". ¿Sabían que el tiempo también deambula? El ahora es una deriva posmoderna hacia el pasado. El futuro es white noise, ese presente eterno que nos traga a todos.
En medio de esa fiebre postmoderna, el transeúnte se debate entre el optimismo y la melancolía. Tan volcado en sí mismo y no se percata que su máquina permanece encendida "en punto neutro" consumiendo su existencia poco a poco.
En los años 70 y 80, la época moderna implosiona y se encoje cual fuelle de acordeón en dirección al futuro anterior de su propia nostalgia. Benjamin no hubiera podido anticipar estos hijos bastardos de la posmodernidad: transeúntes infiltrados y segurosos, víctimas del ayer. Irrumpen todas las almas traumadas por la vigilancia, ocupación muy respetada por las dictaduras. Fue Gustave Le Bon quien advirtió que la ciudad moderna se convierte en seno y a la vez foco de las masas y sus líderes.
En medio del ruedo sigiloso de la vigilancia aparece el "Transeúnte agente encubierto no registrado, agente sospechante", listo para informar a su superior cada paso del —sospechoso— infiltrado. Con la venia de René Ariza, hay sospecha dentro de la sospecha.
Ante un estímulo de peligro, el "Transeúnte en estado de alerta consciente" activa sus diez antenas parabólicas de peligrosidad política. Una vez estimulado el manureductor en forma de campana, el transeúnte es automáticamente transportado a un lugar más seguro.
Un moderno como Baudelaire no pudo imaginar el factor miedo del siglo XXI. El transeúnte se sabe vigilado por el sistema, pero no tiene más remedio que aceptar las reglas, so pena de quedar fuera del juego. Acceso a la tecnología significa dependencia absoluta, desde el celular móvil geolocalizando cada paso en tiempo real, a los electrodomésticos inteligentes enviando información a la pantalla de acopio de datos en la matriz, supervirtualidad en la que el transeúnte deviene cuasi objeto.
El "Transeúnte con miedo increíble" es víctima de esa ansiedad típica de la sociedad totalitaria, emoción que erecta su malla de banderillas, a razón de 1,5kg/seg. El miedo al miedo genera complejas pulsaciones intermitentes a través de un tejido alámbrico que iza la oriflama puntiaguda de peligro en dirección noreste (el norte es siempre revuelto y brutal). La máquina humana entonces incrementa su velocidad constante hasta 5,5 m/seg., en sentido suroeste, hasta perderse de vista.
Hay almas deambulantes que abusan del poder. En "Transeúnte potencial tirano no revelado", Estévez ilustra el momento en que el alma del artefacto no ha manifestado —aún— su abuso de poder (oportunidad excepcional de contemplar la sicología del transeúnte en estado potencial de tiranía). Observemos cómo la geometría en general aparenta suavizarse. Es un teatro, ya que todos llevamos un Castro por dentro.
La ciudad, ¿por dónde anda?
En la serie de dibujos aparecen transeúntes, pero nunca la ciudad. Sin embargo la ciudad está presente. En Hacia una arquitectura, Le Corbusier compara la máquina con la arquitectura aseverando: "Una casa es una máquina para vivir". Del mismo modo, la máquina humana es también arquitectura. ¿Qué es el modulor le corbusieriano sino la forma arquitectónica por excelencia?
Estévez propone la máquina humana como plano de planta arquitectónico en "Transeúnte reconfigurando su soledad". Cada círculo rojo con centro blanco del dibujo representa una fuente. Cada línea es una vereda. A la derecha tenemos una arboleda topiaria de 14 cipreses. En la parte inferior tenemos "El paseo de las 14 fuentes". En el medio de la pieza se destaca "El circunloquio del ave fénix", arreglo de ocho árboles mayores y una fuente de rotonda que imita la forma del ave.
Existe cierto paralelo entre los transeúntes de Estévez y el período mecanicomórficodadáde Picabia y el Duchamp de El Gran Vidrio. El interés de Picabia por la máquina se remonta a 1915, en Nueva York. Por esta época Paul Haviland, socio dadaísta de fechorías del primero, escribe un párrafo muy cercano a la idea de la máquina cartesiana: "El hombre hizo la máquina en su propia imagen... un sistema nervioso a través del cual funciona la electricidad, el fonógrafo, la imagen de su voz, la cámara, la imagen de su ojo... haciéndola en su propia imagen, el hombre creó el ideal humano maquinomorfo".
A diferencia de Picabia, Estévez se permite un juego simbólico en que la máquina funge como un elemento humorístico más cercano, por ejemplo, al Charlot tragicómico de Tiempos modernos. Ahora la fábrica es la ciudad; los transeúntes devienen universo colectivo de la máquina, oprimidos por un paisaje citadino de piezas anónimas de un engranaje superior.
Hay demasiado humor en esta serie de dibujos para imaginar siquiera un final dramático. El transeúnte esteveciano no es ni un ser desadaptado por la mecanización, ni una víctima aplastada por la ciudad matriz postmoderna. El transeúnte es más bien un tragicómico avisado, insiliado, libre y persistente, buscador de la felicidad, por efímera que parezca, en cada rincón de su accidente citadino.