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Literatura

De cómo Reinaldo Arenas y yo nos conocimos

'De repente Delfín dice que tiene una cita con el escritor Reinaldo Arenas. ¿Reinaldo Arenas? ¿Quién es Reinaldo Arenas?'

La Habana

Una de aquellas tardes tristes de mi juventud de 24 años estoy en mis habitaciones. Tocan a la puerta. Abro. Es Delfín Prat, excelente poeta holguinero, amigo de la infancia de Reinaldo Arenas, igual que otro personaje que llegó para quedarse a vivir en el hotel Monserrate dos años después de mí llegada en el año 1973: Coco la Salá.

Es una tarde rara. Normalmente yo me la paso en la casa de Pedro O. Godínez, porque nunca soporto mi soledad o estar solo dentro de mi casa.

Delfín ya tiene confianza para, desde entrar a mi casa, ir directo a acostarse en el pimpampún. Vivimos una época difícil, como todas las épocas de la Revolución. Los muebles, butacas, y sillones que los cubanos tienen han sido adquiridos antes del triunfo de la Dictadura. De mi tía Tina heredé un juego de comedor de seis sillas con un mueble para guardar los platos y alimentos que no necesitan refrigeración, un refrigerador, una cama, un escaparatico para niño, una coqueta, una butaca frente a la coqueta, un escaparate, un televisor roto, y una cocina de gas que nunca me dejó instalada por temor a que, siendo yo un poco loco, me explotara dentro del apartamento. Pero ningún sillón o butaca.

Si hubiera heredado un sillón o butaca ahora mis amigos no tendrían que acostarse en lo que tengo por cama. Pero no es solamente Delfín quien tiene esa "confianza". La mayor parte de mis amigos entran a mis habitaciones y se acuestan en el pimpampún. Solo unos pocos utilizan para sentarse unas cajas de leche condensada vacías que tienen estampado en madera quemada la inscripción "Made in USSR".

Delfín está tendido en la segunda habitación. Escucho que está hablando solo, pero está recitando de memoria y con su incomparable voz algunos de los poemas de su libro Lenguaje de mudos.

No tengo que preguntar a Delfín si desea beber té negro en una lata vacía de leche condensada, que son los vasos de los escritores pobres y solitarios de nuestra época. Ya puse al fuego a calentar el agua requerida sobre una cocina china de querosén.

De repente Delfín dice que tiene una cita con el escritor Reinaldo Arenas. ¿Reinaldo Arenas? ¿Quién es Reinaldo Arenas? ¿He oído ese nombre alguna vez? Sí… ahora lo recuerdo. Ya he escuchado varias veces ese nombre. Hago la reconstrucción del pasado. Sí, en efecto, el Monje Maldito, estableciendo una comparación de mi forma de escribir con mi relato "Olmedo de la Cruz y la Esperanza", fue quien  me habló una tarde, mientras cruzábamos transversalmente la Manzana de Gómez:

—¡Tú, en tu forma de escribir te pareces a Reinaldo Arenas!

—¿Reinaldo Arenas? ¿Quién es Reinaldo Arenas? –pregunto.

—Uno de los mejores escritores que tiene este país —termina de decir el Monje Maldito en tono conspirativo.

—¿Es un buen escritor? –pregunto.

—Aparte de estar entre los mejores escritores de Cuba, probablemente sea el mejor.

La conversación que estoy reproduciendo entre el Monje y yo es mágica y misteriosa. De esta conversación con el Monje Maldito han transcurrido más de 30 años. En ese momento todavía no había madurado como el escritor que ahora soy. Yo sabía que algún día terminaría escribiendo lo que aún eran pedazos de la memoria. Lo que no sabía era que mi cerebro, con el tiempo y con más hechos, terminaría organizando el rompecabezas de mi biografía personal y establecería las conexiones necesarias demostrando su relación causal.

¿Por qué el Monje Maldito, faltando tres o cuatro meses para que Delfín viniera por mi casa como en la tarde de hoy, me habla de Reinaldo Arenas? He aquí lo mágico y misterioso del hecho. Porque cuando Delfín me habló de Reinaldo Arenas de inmediato recordé mi conversación con el Monje Maldito.

Le llevo hasta el pimpampún la lata con la bebida de té negro a Delfín y le pregunto si podré asistir con él a la cita con Reinaldo Arenas.

—¿Te interesa conocer a Reinaldo? —pregunta Delfín.

—Curiosidad.

—¿Curiosidad? ¿Por qué? —me dice el gran poeta holguinero.

—Alguien me habló recientemente. Me dijo que mi modo de escribir tiene puntos de contacto con tu amigo.

—No lo creo, Ramón. El mundo interior de Reinaldo es turbulento y tormentoso. Además, Ramón, no puedes comprender ahora la distancia abismal que hay entre Reinaldo y tú. Te falta conocimiento y muchas horas de escritura.

—El conocimiento literario —apunté.

—Por un lado. Por otro lado es otro tipo de conocimiento que se alcanza, supongo, con el vivir. Ahora no sabría decirte si ese conocimiento es una desgracia o un privilegio. Pero llega cuando no lo buscas, ni lo esperas.

—¿Tú tienes ese conocimiento? —pregunto.

—Algo debo de tener. De lo contrario jamás hubiera podido escribir Lenguaje de mudos. Y te voy a dar un consejo: ¡no conozcas a Reinaldo Arenas!

Ahora, 30 años después, es que puedo comprender las palabras del poeta. ¡He aquí la trampa de la vida! ¡Nos regalan verdades cuando no podemos utilizarlas porque no sabemos para qué sirven!

—¿Me acompañas? —pregunta Delfín.

—Sí.

La cita es en la calle 23 y L, en la misma esquina del cine Yara (antiguo Radiocentro) a las nueve de la noche. Sobre las 8:30 pm, Delfín y yo subimos por La Rampa. Cuando llegamos al lugar Reinaldo Arenas sale al encuentro del poeta y los dos escritores se funden en un solo abrazo. Por alguna rareza de mi conciencia sé que estoy asistiendo al encuentro de dos dioses de la literatura cubana.

Utilizo la palabra rareza porque sin haber leído aún a Reinaldo tengo el convencimiento interior de que por primera vez en mi vida estoy conociendo a un escritor de raza. La emoción es auténtica porque hasta ese momento nadie me ha dicho que Reinaldo es un Premio Médicis en Francia a la mejor novela publicada en un año… y tampoco sé que ya los críticos lo consideran un miembro del boom latinoamericano surgido en la década de los años 60 junto a nombres tan prestigiosos como Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez…

Delfín se vuelve hacia mí y le dice a su amigo:

—¡Reinaldo, te presento a Ramón Díaz-Marzo!

Reinaldo y yo nos estrechamos las manos. El gran escritor nos invita a una merienda en la antigua cafetería de la CMQ, rebautizada por la Revolución como Instituto Cubano de la Radio y la Televisión (ICRT). La perspectiva de comer algo me entusiasma. Antes de que Delfín llegara a mi casa yo me había comido un enorme pan con tortilla de huevos de gallina. El otro pedazo de pan que me sobró se lo pude haber dado a Delfín, pero siempre lo tengo planificado para cuando regreso tarde en la madrugada.

Siempre ha sido bueno tener un lugar a donde ir. Me siento halagado de estar en compañía de dos grandes escritores. Tendría muchas cosas que hablar y preguntarle a Reinaldo, pero más importante que Reinaldo y Delfín y todos mis amigos, es mi Juego. De todos mis amigos el único que conoce mi más caro secreto es Pedro O. Godínez, mi mentor literario y quien me inició en el Juego.

Pedro O. Godínez fue quien me mostró el Juego. Me explicó todas las conveniencias del Juego y también sus riesgos. En comparación, las satisfacciones del Juego eran mayores que sus posibles infortunios. Ese mundo Reinaldo Arenas intentó conocerlo intelectualmente, pero para conocer los más íntimos secretos del Juego tenía que tener una disposición natural que la naturaleza siempre le negó al gran escritor.

Así que mi ventaja esa noche memorable, cuando llegara el momento de las separaciones, es que yo tendría un lugar a donde ir. Mi existencia no era trivial y patética como la del resto de los cubanos.

La cafetería estaba bien surtida y la concurrencia no era mucha. Vivíamos una época en que el dinero aún tenía valor y no había modo de conseguirlo dentro de una isla herméticamente cerrada para la población. Los únicos que siempre disponían de recursos y dinero, durante todas las etapas de la Revolución, era la nomenclatura y los administradores y directores de empresas del Estado mientras los hermanos Castro no dispusieran la separación de sus cargos o sus fusilamientos.

Reinaldo nos había dado carta blanca para que pidiéramos lo que se nos antojara. Pedimos. Es entonces cuando Delfín nos pide permiso para ausentarse unos minutos y salir a la calle a buscar un teléfono público y realizar una llamada inaplazable.

El Maestro y yo nos quedamos solos. Hablamos de cosas que no recuerdo. El Maestro había llegado a este mundo nueve años antes que yo; tenía más horas de vuelo. Era lógico que el Maestro, que aún no me conocía, le costara mucho trabajo descender a mi nivel.

Transcurría el tiempo. Ya habían traído la merienda de los tres. Decidimos esperar unos minutos pero el gran poeta no regresaba. Comenzamos a degustar la merienda. ¿Por qué el gran poeta se demoraba? Tal vez la llamada telefónica no era local, sino a la lejana provincia de Holguín.

Mientras Reinaldo y yo merendábamos rodeados de una atmósfera tranquila y refrigerada, irrumpen en el local cinco individuos vestidos de civil. No hay que tener tantas horas de vuelo para saber que son cinco policías de la Secreta. Reinaldo y yo nos percatamos pero continuamos merendando como si estuviéramos ajenos al mundo exterior.

Es indudable. Los cinco policías caminan en dirección a nuestra mesa y nos rodean. Reinaldo y yo interrumpimos el refrigerio y alzamos nuestros ojos. El jefe del piquete nos muestra un carnet que apenas podemos ver por la velocidad que lo mete y lo saca del bolsillo de la camisa. El jefe del grupito represivo es un enano. El enano nos ordena levantarnos y que depositemos todas nuestras pertenencias en la mesa junto a los emparedados y los helados que se están derritiendo.

Como nuestra mesa se encuentra en un lateral de la cafetería donde la pared es un cristal el enano nos ordena colocar nuestros cuerpos en forma de X con las manos apoyadas en el cristal. Los demás policías, sin tocar nuestras partes pudendas (el ojo del culo y la cabeza de la pinga) nos cachean. Estos policías también nos ordenaron abrir nuestras bocas y revisar nuestros dientes y muelas y lengua como estomatólogos. En esta parte del registro estaban buscando marihuana.

En aquella época aún no existía el carnet de identidad. Reinaldo tuvo que identificarse con una carta de libertad donde se hacía constar que el susodicho ciudadano había cumplido seis meses de prisión acusado de realizar actos sexuales con menores de edad. Yo me identifiqué con un certificado médico de exsifilítico.

Cuando los cabrones se marchan y Reinaldo y yo recogemos nuestras pertenencias de la mesa llega Delfín muy alarmado y dice que lo ha visto todo desde la acera de enfrente. Reinaldo no le presta atención a la llegada de Delfín; parece estar acostumbrado a la persecución policíaca. Soy yo quien no ha sabido leer esta primera señal. Menos de una hora de estar al lado del gran escritor y ya la policía me está registrando. Con lo que me dijo Delfín —¡no conozcas a Reinaldo Arenas!— y este sospechoso encuentro con la policía debiera bastarme para comprender que el Maestro es un ser que paga su talento con una maldición: la persecución de los agentes del infierno. Pero yo solo tengo sensibilidad y un poquito de talento. No soy un genio para descubrir en qué mundo acabo de hacer mi entrada. Nadie nunca podrá decirme nada que me sirva para defenderme si no lo he vivido.

Delfín y Arenas hacen algún comentario sobre lo que acaba de ocurrir. Pero hablan del asunto con hechos que desconozco. Es como oír una conversación de personas mayores con orejas de niño.

Terminamos la merienda. Salimos. Delfín le ha dicho a Reinaldo que yo vivo solo y dispongo de dos habitaciones con entradas independientes. El semblante de Reinaldo cambia. Reinaldo Arenas me dice que le gustaría leer lo que he escrito. Delfín comprende que Reinaldo se quiere quedar a solas conmigo para apuntalar una amistad que se inicia. El gran poeta se despide. Son las 10 de la noche. Yo le puedo dedicar al gran escritor dos horas, pero él no lo sabe. Hace varias horas que los salones de Juego abrieron sus puertas. Mientras exista la noche el Juego estará garantizado. El Juego es el que me salva y me seguirá salvando durante muchos años más. Pero el Maestro no lo sabe.

El Maestro solo sabe que los demonios que lo acompañan siempre han destruido todo lo que él toca, y seguro estuvo pensando que yo sería su próxima víctima. A él no le importa el reguero de cadáveres espirituales que a su paso va dejando en el camino de su vida.

Reinaldo y yo bajamos por La Rampa en dirección al muro del Malecón. El malecón habanero es uno de los lugares más hermosos del mundo. Allí el gran escritor me contó a grandes rasgos los últimos avatares de su vida. Casualmente ambos descubrimos que Coco la Salá vivía en mi edificio. Hubo un momento en que Delfín se lo había dicho, pero Reinaldo no le dio importancia. Ahora cuando soy yo quien le habla de lo poco que sé de La Salá, el escritor está realmente interesado en el lugar donde vivo.

Ya Reinaldo Arenas no disimula su interés por mi persona (mis dos habitaciones). Me invita a que le hable un poco más de mi vida. Reinaldo era bastante convincente cuando quería despertar hacia él simpatía. Entonces llega su turno y me habla de su vida: del pintor Jorge Camacho y su esposa Margarita, que tan fundamental papel jugaron en la divulgación internacional de sus libros; de cómo los conoció en el Primer Salón de Mayo celebrado en el Pabellón de Cuba; del caso Heberto Padilla; de su peregrinar por el INRA; del concurso literario que organizó la Biblioteca Nacional José Martí; de cómo ganó el primer premio del concurso y por causa de ese cuento se ganó la amistad y el apoyo del poeta cubano Eliseo Diego; de la admiración que despertó en el Estado Mayor de la poesía cubana: Fina García Marrúz, Cintio Vitier, y el exiliado interior don José Lezama Lima, y otras personalidades de la cultura especialmente después que ganó el Premio de Novela Cirilo Villaverde, convocado por la UNEAC, con su primera novela Celestino antes del alba. De cómo lo hicieron miembro de la UNEAC —una posición muy codiciada en el país por todos los escritores porque era como pertenecer al Comité Central de la literatura cubana—. De cómo le otorgaron un empleo en el equipo de redacción del mensual magacine de la UNEAC conocido como La Gaceta de Cuba; hasta el explote o trampa que le tendió la Seguridad del Estado en una casa alquilada en la playa de Santa María, donde participó y también fue preso Coco La Salá, que ahora vive en tu edificio, culpable de haber invitado a singar a dos menores de edad —dos delincuentes—-: una muchacha y un muchacho, que cuando las dos locas se quedaron dormidas se cargaron toda la ropa y las pertenencias de los maricones e intentaron salir de Santa María pero era muy temprano y ninguna guagua estaba en funciones, y le dio tiempo a Reinaldo Arenas a salir semidesnuda de la casa alquilada y avisar a la policía que de inmediato los capturaron, pero los dos jóvenes ladrones terminaron acusando a Reinaldo y a La Salá, y las dos locas terminaron encarceladas y los jóvenes delincuentes puestos en libertad y enviados a sus casas hasta el día del juicio, y a Reinaldo lo trasladaron a la Unidad de la Policía del municipio Miramar donde vivía con su tía, de donde escapó saludando amigablemente al policía que estaba en la puerta y este no lo detuvo, y emprendió un viaje incierto hacia Guantánamo, y en una zona de la costa se calzó las patas de rana y nadó mar adentro en una noche "sin luna y sin estrellas" con el objetivo de darle la vuelta a la ciudad de Guantánamo y llegar por mar a la Base Naval que allí tienen los norteamericanos en territorio cubano, y la loca encontrándose a varias millas de la costa ve las luces de la ciudad, incluso también las luces de la Base Militar y la intuición le dice que será devorada por los tiburones si no regresa a la costa. Encontrándose en La Habana otra vez, se esconde en el Parque Lenin de la policía que lo busca durante varios meses hasta que es capturado por un chivatazo de Delfín. Y me dice que de día vivía durmiendo en la copa de los árboles y de noche caminaba como un fantasma entre los matorrales, y unos amigos gemelos (escritores también) eran quienes le llevaban comida.

Y ya son las doce de la noche y le digo a Reinaldo Arenas que tengo que marcharme. Y Reinaldo me dice que le gustaría que yo conociera a una de las mujeres más cultas de Cuba. Yo acepto. Reinaldo escribe en una hoja la dirección de la Dra. Elia del Calvo, y me dice que él está viviendo en la casa de su amiga. Que le gustaría invitarme a un almuerzo en la casa de la sabia Dra. Elia del Calvo. Le pregunto si él tiene autoridad sobre la intelectual cubana.

—¡Me adora! —exclama el gran escritor.

—Yo me levanto tarde —digo.

—¡Mejor! Así hacemos un almuerzo-comida. ¿Qué te parece a las seis de la tarde?

—De acuerdo.

El gran escritor me dice que la casa de la Dra. Elia del Calvo se encuentra a pocas cuadras de donde nos encontramos, y escribe en un papel la dirección. Y ahora él puede, si yo quiero, acompañarme a la parada de ómnibus.

—No, Reinaldo, gracias. Si quieres vete ya que, a donde yo voy no tengo que coger guagua —le digo.

—¡Hasta mañana, Ramón! —se despide el gran escritor que se apea del muro y comienza a caminar en dirección a la estatua de Antonio Maceo.

El gran escritor tiene que haberse dado cuenta que una conversación que hubiera podido extenderse hasta altas horas de la madrugada yo la he interrumpido.

Mientras veo cómo Reinaldo Arenas se aleja disfruto de la brisa marina y del rumor de las olas cuando se despegan de los arrecifes y retornan al mar.

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