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Artes Plásticas

José Seone: dos monedas para Acosta León

Autor de libros sobre Ponce y Amelia, Seoane entrevista al pintor alucinado y suicida, y reúne en un volumen esos diálogos, sueños, ficción y crítica.

La Habana

José Seoane sostuvo una larga entrevista con Ángel Acosta León que sobrevive en su libro recién aparecido La colombina (Vida sexual de Freud). Algunas invenciones en torno a Ángel Acosta León. Se trata de cinco conversaciones ocurridas entre 1962 y 1963, en las que Seoane volcó su alucinada sensibilidad afín, y por esa "contaminación" que reúne en un volumen invención y testimonio, este libro alcanza una más profunda interpretación del pintor.

Seoane, a quien le interesaban particularmente los sueños de sus biografiados, va a repetir poco después la estrategia con Amelia Peláez, en Palmas reales en el Sena (1987). Asimismo, había confiado en el testimonio para el ejercicio de la crítica: es el caso de su libro Fidelio Ponce en San Juan de los Yeras (1996), donde escruta la singularidad de este exponente de la vanguardia cubana a partir de testigos que asistieron a la confección de un mural publicitario en un remoto pueblo de Las Villas.

Cada uno de los libros de José Seoane atravesaría una larga espera hasta ser editado. Y él morirá en agosto de 2008, sin lograr publicar varios de sus trabajos, entre ellos este.

Aunque en La colombina… prevalece un discurso único, Ángel Acosta León comparte el protagonismo con su interlocutor Seoane. El artista plástico lo declara desde las primeras líneas: "Mira, yo tengo entendido que todas las que tú has hecho son entrevistas folclóricas", aludiendo a Remedios y supersticiones de la provincia de Las Villas (1962) y a la compilación Cuentos de aparecidos (1963), publicados por la casa editora de la Universidad Central de Las Villas que dirigía un amigo común de ambos: Samuel Feijóo.

Acosta León propone el título de una novela que él pensaba escribir: Vida sexual de Freud. Al anteponerle La colombina, evocando ese insistente motivo de su obra, Seoane recalca cuánta interioridad se revelará. El título tiene también toda la connotación sexual del pudor conventual con que Acosta León acometía el acto creativo. Encerrado durante días, el pintor terminaba fatigado, vencido emocionalmente, enfermo. Y en uno de sus sueños, a la llegada de unos visitantes desconocidos, cubre la superficie con una tela provista de dos perforaciones, a través de las cuales sigue trabajando.

Lidiar con la muerte

Ángel Acosta León estaba acostumbrado a lidiar con la muerte. Nacido el 2 de agosto de 1932, era el más pequeño de una familia en la que sus sobrevivientes cuentan todavía entre los diez hermanos un aborto de la madre. Uno de ellos, Humberto –que le antecedía en edad–, había fallecido a los cinco años por la infección de una mordida del perro que tenía como mascota. De las hermanas, Juana se lanzó del Puente Almendares en 1947, tras enterarse de la infidelidad del esposo y del padecimiento de una posible enfermedad pulmonar. Incluso él mismo se entrenó en morir. Por ello llama la atención en La colombina… que a alguien que tanto abandonase el conjunto de su cuerpo en continuos intentos de suicidio, le angustiara proteger de cualquier daño sus ojos y sus brazos. ¿Esas partes serían su todo?

"Pensaba que iba a perder las manos y que no podría volver a pintar. Pensé que iba a caer en la miseria, a morir de hambre", afirma. Su arte, por tanto, representaba también la garantía económica de remontar el origen social por el que se vio impelido de niño a vender periódicos y a desempeñarse desde adolescente como auxiliar de limpieza, chapistero y cobrador de guaguas.

Se hace patente en La colombina… el rechazo a ese medio de "personas sin educación, de una falta total de tacto y de una espantosa vulgaridad que salía hasta en la forma de tomar el agua" y a la propia condición racial (al referirse a su negritud: "físicamente soy uno de ellos, y socialmente sigo estando entre ellos", y nunca utiliza el "nosotros"). Distanciamiento de la pobreza que es por extensión exorcismo del contexto en el que debió encubrir su homosexualidad: "La naturaleza debiera regirse por una ley tal que las emociones y sentimientos varios no surgieran hasta la edad conveniente para comprenderlos y soportarlos".

Hay en las primeras páginas del libro de Seone hasta una justificación implícita de esa condición, en la narración de un accidente que le cuesta la virilidad en la temprana juventud.

Sus personajes de Familia en la ventana (1959) asoman al marco de lo que para ellos es una abertura y para nosotros el cuadro, con toda su desolación reflejada en los ojos. A su vez, tal expresión puede ser un espejo del mundo que permanecen contemplando, un mundo, por ende, compartido por el público. La obra hace aflorar en quien la observa un sentimiento conforme a la sumatoria de sus frustraciones.

Conjúguese esto con el epígrafe de Degas con que abre Seoane su libro: "El artista no representa lo que ve, sino lo que ha de hacer que los demás vean". Otro aspecto de Familia en la ventana: el elemento contextual no es preponderante. Se trata de un lamento eterno. No concede el respiro de reducirla a la mera denuncia de un pasado republicano. Para mayor angustia, no nos brinda, como sí hace Campesinos felices de Carlos Enríquez (del que tanto atrajera a Acosta León "su violencia, su morbosa voluptuosidad"), un título que la menoscabe en esa fácil primera ironía.

Todo el tiempo teme Acosta León que su universo traspase a la realidad. Se hace evidente en el pasaje de La colombina… en el que escucha a dos muchachos conversar sobre preferencias en la pelambre del sexo femenino: "Primero pensé en mujeres con una discreta cabellera, algo así como una barba. Después casi vi mujeres con enormes cabelleras sexuales que le llegaban hasta los pies. Cabelleras negras, cabelleras rubias, cabelleras albinas".

"Entonces me pregunté —sigue— cómo se las arreglaban estas mujeres en la vida diaria para llevar esas cabelleras, usando sayas a la altura de las rodillas. Pensé un poco y enseguida apareció la solución: enrollaban la cabellera haciendo una especie de bola, comprimida según su longitud, y la metían en una bolsa de tamaño adecuado que debía colgar de las entrepiernas del blúmer".

'Destruidos como juguetes'

Los que entendemos por perfectos mecanismos en la obra de Ángel Acosta León, lo son solo en su nombre. Milagrosamente para nuestros ojos, todavía funcionan. "Parkisonado" es el término más eficaz que encontró Severo Sarduy en "Una carpa de circo descosida" para resumir el temblor que tiende al deterioro, al desastre en sus artefactos, esa cultura del reciclaje. Cosas que se resisten a perecer, apreciadas a través de un velo onírico. Un espejismo premonitorio consecuencia de la realidad, pues tiene sus componentes: cafeteras, carros, juguetes, yunques, colombinas y naves con innumerables desperfectos, parches metálicos y lamentos maquinales.

No olvidar que, en una carta a Samuel Feijóo, Acosta León le confesaba: "Nosotros nos destruimos como juguetes". De sus objetos, llega a admitir en este libro que es "arriesgada la convivencia con ellos". Y entre las "visiones" que acuden a él, está la de una mujer vestida de blanco, con velo y más de diez puñales clavados en el pecho. Nótese la simbiosis de la misteriosa Dama del Velo del teatro cubano con la imagen de San Sebastián.

"Para nadie es un secreto que cuando una cosa se exagera o condensa se percibe mejor", asegura Acosta León (o Seoane a través de él). En Palma bélica, latente bajo el jolgorio y la pachanga, hay una maquinaria que trae la guerra. Pues no es exclusivamente defensiva, ya que asemeja un ariete. No por coincidencia, en una de las pesadillas narradas, siente bajo los pies la cabeza de una serpiente "gruesa como un tronco de palma, y larga como diez o quince de ellos".

Se delata en el libro de Seone una cuidadosa elaboración literaria, como ese sueño donde el pintor se detiene frente al garaje abierto de un chalet mal iluminado en el que aprecia un altar con velas y una gran Santa Bárbara: "Pensé que se trataba de un velorio, pero luego comprendí que esto no era posible, ya que no había personas velando". Y recuérdese que, en el barco "Aracelio Iglesias" que lo traía a Cuba, se descubrió la ausencia de Ángel Acosta León la madrugada del 5 de diciembre de 1964, terminándose la celebración del día de Santa Bárbara iniciada la noche antes. Un velorio sin dolientes ni plañideras.

Volvía tras triunfar en las galerías Charpentier de París, d’Eendt de Ámsterdam, Maya de Bruselas y Schiedam de Rotterdam, pero sumido en una crisis nerviosa por temor a las consecuencias que le pudiese acarrear el haber sido retratado por la inteligencia cubana en una manifestación de opositores en el exilio. Ante sus amenazas de suicidio, hacía el viaje bajo custodia. Haydée Santamaría le garantizaba protección y un estudio en la Casa de las Américas. Pero desde entonces circularon distintos rumores: que venía amarrado, que le habían dado bebida, que se había agravado su esquizofrenia o las secuelas de una sífilis.

También corrió la leyenda de que fue lanzado al mar, variante negada incluso por quienes admiten que su compañero de travesía, el dramaturgo Fermín Borges, lo aturdió asegurándole que nada más llegar, sería apresado. Nunca sabremos cómo logró abrirse la puerta de su camarote. Lo último que se supone de él es que se sumerge para siempre en la inmensidad del mar que tantos identifican con el origen de la vida. Su cuerpo nunca apareció.

'Con las manos atadas'

Avisaron de la tragedia a la familia cuatro días después. Nunca le entregaron las obras que traía en su equipaje. Funcionarios del Museo Nacional de Bellas Artes sellaron su estudio en el tercer piso de un edificio en Belascoaín y Neptuno, y confiscaron sus pertenencias.

La historia de su hermana María Antonia, Toña, viene a demostrar una especie de maldición que pesa sobre los de su sangre. Su pecado ha sido ser demasiado Acosta León. A tal punto, que luego de albergar la esperanza de que el pintor hubiese sobrevivido, fue a través de un sueño que se convenció de su muerte: "Hasta que un día acostada en el cuarto, veo a mi hermano Angelito entrar vestido de blanco y me dice: 'Oye, no llores más, que yo estoy muerto. YO ESTOY MUERTO'".

A María Antonia se le ha pretendido despojar también de su credibilidad, a partir de su actuación en un hecho relacionado con las piezas dejadas por Acosta León en Holanda: "Vinieron del Museo Nacional de Bellas Artes —recordaba en agosto de 2011— a hablar con mi mamá, porque era la única que podía reclamar esos cuadros, y le dije a mi madre: 'Si tú firmas eso, voy a mi casa y me mato. Porque tú sabes que todo se lo han cogido, ¿o no ves cómo se han portado? Que Angelito esté en el mundo, como él quiso'. No vinieron más. De verdad que me hubiera suicidado, porque yo quería mucho a mi hermano".

Regresar a Cuba en 1964 y lanzarse al mar, cercana ya la embocadura del Castillo del Morro, sintiendo en su cuerpo la brisa de una ciudad que aún dormía, era una redundancia. Su isla, otra nave, hacía tiempo que había comenzado a alejarse de él. En concordancia con esa pesadilla final en la que se sorprende denunciando la impostura de un supuesto mesías de tres años, ante los pasajeros de un ómnibus que consideran La Habana un segundo Belén: "hago algo, algo valiente que no podría hacer en la vida real, porque me faltan agallas".

En este libro, otra de las ensoñaciones muestra a un hipotético Acosta León paralelo, refugiado en esa atribuida hipersensibilidad manifiesta: "Comienza estando yo sentado en el inodoro de un baño, con las manos atadas, y un individuo cortándome lasquitas de las yemas de los dedos con una sevillana. Soportaba aquello más bien fingiendo grandes sufrimientos para que el individuo se apiadara de mí, pues en realidad, para lo que me estaba haciendo el dolor era poco. Tenía, te repito, la esperanza de que fingiendo un gran dolor, el individuo se apiadara de mí, y la tortura o castigo o lo que fuera, sería suspendida de un momento a otro. Pero no fue así."

Acosta León ha reconocido que cada una de estas fantasías tiene su origen en "un estímulo exterior". En otra, una voz omnipotente, y por omnipotente, omnipresente y hasta adivina, le espeta: "¡Creo que hemos tenido demasiadas contemplaciones contigo! ¿No te das cuenta de que esta situación es insostenible? ¿No comprendes que aquí todo está en tu contra y a nuestro favor? ¡Aquí impera nuestra ley!".

Vale repetir la frase con la que cierra el personaje: "Aquí todo es muy claro; no caben comentarios".

Dos monedas sobre los párpados cerrados eran el óbolo con que en una antigua tradición se creía garantizar el descanso de los difuntos. "Después de pintar algo así, un pintor puede, sin duda, morir tranquilo", comenta el artista a su entrevistador a propósito del Cristo deriso de Fra Angelico. Ni Ángel Acosta León con sus cuadros, ni José Seoane con su libro, podrán reposar en paz.

Nosotros tampoco.


José Seoane, La colombina (Vida sexual de Freud). Algunas invenciones en torno a Ángel Acosta León (Unión, La Habana, 2014).

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