Si el multilaureado actor y director Mario Guerra albergó la intención de atrapar a los espectadores dentro de un remolino de conflictos para perturbarles y obligarles a meditar, he de reconocer que lo logró con la puesta en escena de La Misión, pieza teatral del dramaturgo alemán Heiner Müller exhibida durante los últimos días de marzo en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional.
Heiner Müller (1929-1995), un autor de la antigua República Democrática Alemana que fuera etiquetado de incómodo por su dramaturgia transgresora, se caracterizó por incluir en sus obras conceptos históricos, políticos y sociales capaces de pincharles las llantas al socialismo realmente existente. Por ello, en sus creaciones afloran la depresión que atormenta a la civilización contemporánea, una suerte de torbellino donde la poesía dramática simboliza el trabajo, la revolución, la sexualidad y la muerte.
Como alumno aventajado de Bertolt Brecht, Müller manifestó opiniones encontradas con el maestro (por supuesto, "sin traicionarlo"), y lo hizo con un matiz sentimental, quizás equiparable con las revoluciones, que suelen ser indispensables a pesar de la violencia y el extremismo que desencadenan. Un concepto que fuera defendido siempre por el propio Brecht.
Cuando en 1979 Müller escribió La Misión, subtitulada Recuerdo de una revolución, ya la Guerra Fría había comenzado el gradual derretido que más tarde haría desaparecer el Muro de Berlín. Apoyándose en los relatos de Luz sobre el cadalso de Anna Seghers, Müller hizo una recreación de la Revolución Francesa en el que afloran las mezquindades humanas de un grupo de hombres que llegan a América ensimismados en sus ideales europeos.
Para Müller, tanto como para Mario Guerra, "la verdad es revolucionaria", tan revolucionaria que mediante una representación, digamos lúdica de un grupo de actores profesionales, puede provocarse un estallido estrepitoso en la psiquis de los espectadores. Efecto imposible de ser alcanzado por el histrionismo de una elite partidista, que discurre ante un proletariado inmaduro.
Por tales motivos, "la verdad" asoma en la pantalla del ciclorama, desde el preámbulo de la puesta. En ella, el director se disculpa públicamente, ya que le prohibieron seguir enviando información vía email a sus colegas:
"¿La Razón?", expone allí Mario Guerra, "Hoy fui llamado con respeto, y sutileza a la dirección del Consejo de las Artes Escénicas, por mis envíos masivos. ¿Argumentos? Colapso de Cubarte por cantidad excesiva de correos (colapso no fue el término exacto). Contenido, en algunos casos, algo fuerte de los temas… ¿Qué culpa tengo yo de mi avidez por la noticia? ¿Qué culpa tengo yo de mi gusto por compartir esa noticia?… Asumo 'la orden más por prudencia, que por miedo' (cuando lo he sentido, lo he dicho)… Me hubiera gustado continuar informándoles o desinformándoles, según el caso. Se sabe que la verdad es relativa y, gracias a eso, el mundo no es tan aburrido…"
En la improvisada platea de apenas un poco más de medio centenar de sillas dispuestas en forma de hemiciclo sobre el escenario, y tras el cierre del telón que nos provoca una sensación de aislamiento, el personaje Galloudec es forzado a vestir un pulóver de color rojo y seguidamente resuenan las notas del himno de Bayamo. Después de este arranque el verbo se transforma en lectura plana, entretanto el lenguaje corporal se enlaza con un retablo de fragmentos fílmicos de la masacre de Timisoara, fusilamientos, galerías de dictadores y un monólogo de la actriz Broselianda Hernández.
Tal vez algunos de los allí presentes nos identificamos con la sonriente e introvertida víctima de la burocracia a la que maltratan, abofetean y luego le cubren con un saco desde la cabeza hasta las rodillas; con el pugilismo entre Gorbachov y Stalin entonando La Internacional, fachadas de un extremista y un reformador de los pesos pesados; con el rebote de un balón que nadie retiene en sus manos y que, entre otras interpretaciones, pudiera representar "la culpa". Tales detalles enumeran parte del inventario simbólico que Mario Guerra incorporó a la atmósfera de La Misión. Este experimento grotowskiano contó también con las actuaciones de Andros Perugorría, Inés Valdés y Amaury González, todos integrantes de Teatro de la Luna.
"¿Tiene usted la impresión de ser parte de un coro colectivo cuando escribe?", preguntó Silvere Lotringer a Heiner Müller.
"Una experiencia colectiva es difícil de definir", respondio el dramaturgo. "Voy a buscar otra botella de whisky, eso facilitará las cosas…. Es una verdadera pregunta y hay que tomar tiempo para reflexionar en ella".
"¿Quiere usted decir que no se puede tener una experiencia colectiva sino durante los periodos de destrucción?"
"Es el momento de la destrucción lo que la hace existir", contestó Müller.
Mario Guerra asumió la misión de obligarnos a pensar. Un ejercicio que dejamos de practicar hace mucho tiempo y, que hoy por hoy, una elite minoritaria se ha tomado la potestad de hacerlo por nosotros. Tal vez, nuestra emancipación reflexiva comience cuando nos hagamos esta pregunta: ¿Es la revolución la máscara de la muerte?