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Teatro

Una bitácora para el actor

El recuerdo de una improvisación genial hecha por Vicente Revuelta, lleva al autor al problema de la forma y la verdad en el teatro.

Nueva York

Cuando en 1985 Vicente Revuelta improvisó para nosotros, en el saloncito de ensayo de la casa de Línea donde más tarde se estrenaría mi opera prima Los gatos, recibimos la lección de teatro más completa de nuestra vida.

Rara avis, Vicente solía visitar el lugar con aquella precaución característica de quien no quería meterse en problemas. Como cualquiera de sus semejantes, a veces sucumbía al roce con los demás, en especial cuando no aguantaba sus propias máscaras sociales y se encontraba en estado de sensibilidad dementia precoz y, por tanto, cero tolerancia en relación a la idiotez circundante en el medio teatral y vital cubanos. Sin embargo, por aquellos días le costaba lidiar con las miserias mundanas mas baratas y se atascaba con facilidad con complejos y prejuicios in fundamentados.

A diferencia de cualquier otro Revuelta, tenía el privilegio de ser actor y director y, por tanto, usar toda su bajeza con la sinceridad mas sorprendente y vaciarse literalmente en el escenario para devolverle al hombre toda su controvertida belleza y humanidad.

Lo recuerdo caminando por Calzada con su cadencia de filósofo de barrio, su rostro alargado como una luna menguante y aquellos ojos saltones ávidos de curiosidad, que lo veían todo de un tirón, como aves imperiales en lo alto de su figura escuálida, largas piernas, espalda desgarbada y sonrisa diabólica. También saboreando las páginas de un libro con sus dedos de plata, largos como teclas de piano o cantando como una vedette francesa o americana, a mitad de camino entre Judy Garland o Edith Piaf, en cualquier parte que lo agarraba la Habana.

Ya por aquel entonces la fatiga se había instalado en él, lo acompañaba con saña a todas partes para ofrecerle lo peor: un declive crónico con respecto al cual no se mentía, prefería saber y se lastimaba más, luego de pronunciar su palabra favorita: "evidentemente"…

Vicente Revuelta, el genio irrepetible que tuvo el teatro cubano y que por desgracia para el teatro cubano no tendrá jamás, se encontraba en un estado crítico de depauperación porque ya no tenía lo único que siempre le había salvado: un escenario. Todos los teatros estaban a sus pies, todos los rincones de la ciudad se le ofrecían por nada, pero el quería algo más.

Llevaba años sin poder hacer nada, ni actuar, ni dirigir. No podía mover ninguna de sus teclas, se encontraba completamente paralizado, imposibilitado. Como un piano al cual le habían cortado todas las cuerdas, se hallaba de regreso. Había llegado hasta donde el desencanto se termina. Y como le pasa a todos los teatristas de verdad cuando envejecen, que ya no pueden más, porque se agotan de tanta falsedad teatral, de tanta hipocresía, tanto esfuerzo inútil, tanto intento una y otra vez para hallarse en un estado de retroceso humillante, se había fundido.

Andaba casi con las pilas muertas, aniquilado de la forma más repugnante. Vicente era escupido diariamente por la cultura oficial, la cual le aplaudía y le daba premios por sus obras mas degradantes, a la vez que lo ignoraba por sus trabajos mas lúcidos y donde daba a conocer su genio máximo, su sorprendente lucidez, y no lo entendían en absoluto y lo consideraban loco de atar y le ponían la camisa de fuerza obligándole a asistir a reuniones sindicales delirantes, de una falsedad galopante, y a cumplir normas electrochocantes, a conmemorar efemérides y a usar elencos de actores sin talento, trabajadores de avanzada, compañeros que no se podían quedar sin trabajo y sin papel, y que a él, como se debe suponer, le chupaban un huevo.

Pero el estado aquel de la cultura cubana y el teatro le hacían renegar cuando las cosas salían mal, y resignarse cuando salían peor, de lo que más amaba, su imaginario teatral. Esa cultura oficial cubana, representada lo mismo por los funcionarios de la peor calaña como por artistas de pacotilla de todas las generaciones (incluyendo a jóvenes y viejos, graduados y no graduados del Instituto Superior de Arte, que hacían causa común con el poder y no con el arte, con los gustos mas vulgares del público y no con la abundante inteligencia contenida en el repertorio nacional e internacional), enfermaba cotidianamente a Vicente llevándole al límite, al borde del suicidio, a crisis depresivas que iban en aumento y le empujaban a saltar del sexto piso (creo, si mal no recuerdo), de su apartamento cerca de la embajada norteamericana y frente al Malecón.

Había usado toda la porquería que depositaban sobre él diariamente las políticas culturales cubanas para, desde la basura de sus privilegios, crear un espacio no contaminado en el saloncito de la casita de Línea donde ensayaba Teatro Estudio. Procuraba fundar un espacio de trabajo basado en el talento, y no en las cosas exteriores que habían corroído a Teatro Estudio, y hundido en el lodo la impecable calidad de sus inicios ejemplares.

Con la mejor intención del mundo, en Teatro Estudio le había abierto las puertas de sus ventajas a todos los que tuvieran la necesidad de crear, sin mirar sus nombres ni sus referencias. Quiso darle un espacio a los que no tenían chance, a los que por una razón u otra no habían sobrevivido a las inclemencias del sistema revolucionario que, con sus reglas rígidas, inflexibles, había devastado con fervor al talento salvaje, bruto, en estado de fermentación como debe ser, auténtico y natural.

Pero también ese lugar idílico le había fallado sin el menor recelo y, como todo lo demás, se había ido pudriendo sistemáticamente y sin escrúpulos. Gente corrosiva que no tenía que ver con aquello, pero que había ido, no por compatibilidad artística sino por cosas ajenas al proyecto, tiraron abajo aquella sociedad creativa de artistas, aquella ciudad estado del teatro que Vicente quiso fundar y que, por tanto, se fue junto a él por el tragante.

Sin embargo, mágicamente él sacó fuerzas de donde no pudo y emergió como una rata húmeda, inmunda, regresó por la taza del inodoro y, antes de tirarse del sexto piso (si mal no recuerdo, cerca de la embajada norteamericana y frente al muro del Malecón), se fue a la casa de Línea a encontrarse con nosotros tres.

Bárbara María Barrientos, Alcibiades Zaldívar y yo éramos desconocidos totales, don nadies absolutos, sin futuro y, por tanto, en el mismo piso de Vicente, a punto de tirarnos con él. Pero Vicente creía en nosotros sin reservas, y no se tiró del sexto piso solo para que nosotros no le acompañáramos. Si hubiera sido por él, se habría tirado hacía rato; valor no le faltaba, ni ganas, pero no lo hizo por nosotros y, a pesar de haber sido relegado a basura, pateado, premiado, escupido, parapetado y apaleado con toda la arrogancia de la maquinaria costumbrista cubana, le quedaba el ojo clínico y, como premio, sacó fuerzas de donde no tenía y actuó para nosotros.

Actuó y nos dió la lección, la clase mas grande de nuestra vida, a pesar de estar casi totalmente exterminado, exhausto, podrido hasta el tuétano, defecado. Fue al escenario y cerró los ojos. Sobre él cayó una luz amarillenta de bombillo cotidiano, lo que en la jerga se conoce como luz de ensayo o de trabajo. En el tiempo mas breve su semblante se modificó, luego el cuerpo. Era como si se hubiera sacado la máscara y la piel, para dejar entrar otro cuerpo, entonces se incendió por dentro, hizo reverberar el espacio, nos hechizó.

Miré a Barbarita, que antes de comenzar se encontraba junto a mí y ahora lejos, esquinada, aterrada. Luego miré a Alcibiades, con los ojos lacrimosos. Barbarita y Alcibíades, animales de fuego, estaban haciendo una intensa lectura emocional de Vicente. Podían sentir en carne propia la tesitura sentimental de su padecimiento, el numen del maestro, leerlo como una partitura.

Lo mas peculiar es que Vicente, en su improvisación, prácticamente no se movió. Si mal no recuerdo casi todo el tiempo se mantuvo sentado en posición de loto sobre el tabloncillo y yo lo vi pararse, trasmutarse en múltiples figuras, incluso volar. No recuerdo exactamente si cuando terminó fue el fin de la sesión o la cosa siguió, lo que si recuerdo es que Vicente estaba divirtiéndose de lo lindo con nosotros, y probablemente nunca se enteró de cuánto nos dio, nos legó, y tampoco de que ese día, de la manera más secreta y efímera, su ciudad estado del teatro ideal en contraposición al estado cubano de la cultura, tuvo lugar.

Por otra parte nosotros nunca comentamos lo que allí sucedió. Con nadie, ni entre nosotros mismos. Ni una sola palabra en las largas veladas que compartimos juntos durante años, hasta hoy que yo rompo el hielo con este escrito.

Demasiado pleno para empañarlo con comentarios estériles. Demasiado rotundo para compartir. Cada uno se fue con su secreto, con ese tremendo aprendizaje, esa carga, ese canon, esa iniciación, ese eslabón que la crítica cubana buscó desesperadamente, tratando de relacionar el trabajo de Teatro Obstáculo con el de Vicente Revuelta.

Jamás ví nada igual. Era el actor como milagro en acto, el paraíso sin forma, la actuación como negación, la posibilidad inagotable del teatro. Vicente estaba en forma, en el tope de su conocimiento y dominio, preparado para descender al centro de su intimidad mas íntima y visitar el lado más oscuro e insondable de sus instintos primarios, sin desbordarse. No solo llegó lejos, sino que encontrándose bien abajo, por la misma sonda que había ubicado su caída, dejó subir un enjambre de energías peligrosas y les permitió asomarse a la carne, atravesar la piel con sus emanaciones.

Pudimos constatar cómo todo su cuerpo se ruborizaba, cómo el aire viciado se evaporaba, se rompía en miles de partículas, la electricidad recaía. Entonces estuvo claro que había desatado al Minotauro y lo había hecho correr con rabia dentro de su laberinto, pero antes de que esa bestia apocalíptica se le saliera por los ojos y lo devorara vivo delante de nosotros, en el mismo corazón de su fuerza descomunal, lo puso a construir, a distribuir y dosificar toda su ferocidad, para mostrarnos desde los bordes del cuerpo, la tremenda belleza, no del monstruo sino de uno de sus progenitores, su padre, el toro blanco, tal y como lo había recibido el rey Minos y que jamas fue sacrificado, el regalo de Poseidón.

Solo Vicente podía hacer eso: poner el infierno a construir, a producir su forma. Elegir a Ariadna y no a Teseo para contarnos la historia de su vida a través de un árbol.

La forma es la materia prima que permite al actor un estar en el escenario, un fluir de flujos, un actuar inmaterial. Este estar, la antropología teatral lo define como presencia: la suma de un dominio técnico y una entrega. Lo que Jerzy Grotowski llama cuerpo total + revelación, y Eugenio Barba cuerpo pre expresivo + bios. Sin forma no hay actor, así como sin actor no hay forma, tampoco actuación y por lo tanto espectadores, ni energías sutiles: emoción, complicidad, recuperación.

En contraposición a la nada, al espacio vacío, la ausencia del ser, el actor ha de elaborar una existencia que lo identifique, ya sea por medio del arrojo de la improvisación o de la construcción paciente. Subrayo arrojo en el sentido de Martin Heidegger y existencial del término, en tanto ser arrojado o dasein. Da: ahí; sein: ser. Ser ahí, eyectado en el mundo, angustiado, para la muerte. El actor ha de arrojarse al escenario por medio de un estar que le sirve como vehículo.

Ni estar sobre un escenario significa ser actor, ni ser actor significa estar en el escenario. Solo a través de una apariencia profunda, en su doble connotación de forma y nuevo aspecto (diferente de un sí mismo ordinario) de estar y ser, podrá fundarse, vencer el instinto de desaparición que le ofrecen la apatía o la locura. En evidencia y "diferente de un sí mismo ordinario" —nótese el desideratum contenido en esta aporía— lo mismo divergente de sí, lo idéntico que no se parece, se opone a considerar lo cotidiano como lo que se contrapone a lo teatral y si a lo ordinario.

Mas allá del derroche y la ley de un cuerpo extra, reservado para plantar presencia y seducir, hay que reconocer que la vida diaria, transparente en su turbia simplicidad, está llena de teatralidad en estado bruto, de intensidad por descubrir. La forma ocurre dentro de los márgenes de lo visible, pertenece al cuerpo y los sonidos del cuerpo, a los órganos y sus efluvios, a las altas y bajas frecuencias, las emisiones. Todo ello solo posible como construcción sensible (pauta, secuencia, serie) que ha conseguido su lugar en el arte paso a paso.

En cambio, lo ordinario es el trabajo mal hecho, la desvergüenza artística, la prostitución, la confraternidad de las partículas con objetos ajenos a la cualidad, la traición molecular a la verdad, la coquetería con el público, la complicidad con el gusto malogrado y el empobrecimiento colectivo, la simplificación total, la ignorancia.

Ha llegado la hora de aceptar que hay muchos tipos de presencia, por ejemplo, el hechicero de Vicente Revuelta, que trabaja directamente con el caos biológico en contraposición a la connotación negativa que le da el teatro estructuralista y la antropología teatral; el clown negro de Samuel Beckett, que practica una ausencia en inacción; el muerto de Tadeusz Kantor, que considera la muerte en el teatro tan seductora o más que la misma vida; el hombre cotidiano que se repite de Pina Bausch.

Ninguna de estas formas (por no mencionar otras, como el actor histérico de Richard Foreman o el actor paciente de Robert Wilson, o el actor sin eje en desequilibrio perpetuo de Antunes Filo) se define en la dicotomía del esfuerzo. Hay que dejar a un lado a la antropología para darle paso a una teoría especializada del teatro que estimule la praxis teatral y la saque del atolladero en que se encuentra.

Mas allá de las diferencias entre el teatro expresivo y el de la imitación de la vida, entre los estilos o tendencias existentes, lo realmente importante es definir la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo valioso y lo ordinario, lo verdadero y lo falso. La forma es una intermediaria entre el texto, el autor-director, el actor, la puesta en escena, el espectador, la crítica. La mitad del teatro por así decirlo, la comida del ojo, su sentido mas dotado, sin excluir al oído como segundo al mando y los demás.

La otra mitad se define a partir de la intensidad con que se afecten los vínculos entre los seis artores (con ere o hacedores): texto escrito/ autor-director/ actor/ puesta en escena/ espectador/ la crítica. Ellos adelantan el hecho teatral como pelota de nieve colectiva que cae desde el Olimpo inconsciente, y le dan tamaño y espesura para que choque y se desparrame contra los muros de la ciudad perdida. Ellos alimentan su capacidad de arrastre y contagio. Ellos practican una institución de la pasión. Le confieren un morboso interés al fenómeno. Le otorgan al teatro entrada y carta de ciudadanía.

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