En tiempos irreverentes en que se sustituye el conocimiento por la información y se subordina la formación intelectual a la integración social, es hora de recordar al poeta, novelista y pedagogo cubano Alcides Iznaga (1914-1994), perteneciente a esa categoría esencial del otrora magisterio tradicional: la soledad del verdadero maestro.
Autor de una obra escasa, exigente y exquisita, si de poesía se habla, nos dejó también dos novelas, varios poemarios reunidos en La roca y la espuma, y otro inédito e inconcluso, La ciudad y el tiempo, que consideraba lo más logrado en este género. Nacido en Cienfuegos, el 19 de mayo de 1914, en el seno de humilde familia campesina, quiso ser sacerdote, pero no tenía recursos económicos para pagarse la vocación. Con gran esfuerzo de su familia y suyo propio, pudo estudiar la carrera de Pedagogía en la Universidad de La Habana, al tiempo que trabajaba en el central Pastora de San Juan de las Yeras, Las Villas, graduándose de doctor en 1941. Ese doctorado le garantizó ocupar durante 20 años aulas remotas en el campo de Matanzas y de su ciudad natal, Cienfuegos, como maestro rural.
Comienza a publicar en 1947, en colaboración con Samuel Feijoó y Aldo Menéndez, amigos entrañables y apasionados como él por las letras y el arte. Publica Soledad refugiada, poemas en concierto, a los que seguiría su novela Los Valedontes, escrita el mismo año, y publicada en 1953, en edición pagada de su propio bolsillo, de 500 ejemplares.
Los Valedontes concursaría sin suerte en el concurso anual que libraba el Ministerio de Educación de entonces, y contó con el solo voto de Onelio Jorge Cardoso, que la desautorizó a su vez como novela "creo que usted es uno de los autores de cuentos —no novela, en el caso de Los Valedontes— que más maravilla consiga del campo nuestro la atmósfera poética que le permite ser gustado en cualquier parte del mundo, si al traducirse a otro idioma le respetan el sabio lenguaje en que está escrito.(...) De todo aquello enviado al concurso, creo y sigo creyendo que lo único que acusaba un vuelo, una fuerza, una manera expresiva única para hablar del campo cubano era Los Valedontes. Yo lo leí dos veces, una fríamente, para dar una opinión y otra para gustarme de lo escrito”. (En carta dirigida a su autor, al diario La Correspondencia, 9 de noviembre de 1952).
Rumbos (¿1948?) y La piel de Felipe (1954), cuentos, se publicarían igualmente pagados de su propio bolsillo. A brazo partido con la miseria que le acompañó hasta bien entrados los años 60 del pasado siglo, Alcides Iznaga comienza tardíamente su itinerario poético. "Sin lecturas esclarecedoras, sin amigos lúcidos, sin conocimientos, con una suerte de turbación perpetua", así describe su situación.
A su timidez casi patológica, se sumaba la energía creadora disipada en "los empleos ásperos y enemigos (…) los mil y un empleíllos: carpetero, corrector de pruebas, practicante, tenedor de libros, etc.; etc.; llenos de avideces insatisfechas por la consabida miseria. Y llenos del asco por la política omnipoderosa, por los bribones que vejaban al país. Así la adolescencia, la juventud y la edad madura. Y cómo negar que todo ello pesó decisivamente sobre nuestra formación, con su carga abrumadora de ignorancia, antipoesía, agobio y angustia".
La revista Orígenes lo acogió en sus páginas, y Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía. Como toda su generación, su influencia mayor le viene de la literatura norteamericana. Fue amigo de Hemingway, de Langston Hughes, entre otros. Martiano cabal, saludaría la revolución de 1959, como sus amigos origenistas, "como si se tratara de la creación del verídico Estado cubano" (Antonio José Ponte, El libro perdido de los origenistas).
En 1959 recibiría el primer premio del concurso de la Unión de Escritores de México por el poema Patria Imperecedera. En 1969 recibiría el premio de novela Cirilo Villaverde de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba por Las cercas caminaban, una novela mucho más elaborada que Los Valedontes, de igual temática —el latifundio—, aunque quizás con menos magia que la primera.
En 1961 dejaría Cienfuegos y su trabajo en el diario La Correspondencia para retornar a La Habana, esta vez casado con la que sería su compañera en la vida, hasta su muerte, la eminente pedagoga María de los Angeles Periú, artífice de la cartilla de alfabetización con la que se iniciaría la campaña masiva para enseñar a leer y a escribir en campos y ciudades de la nación.
Quienes visitaron a la pareja en su casa habanera recuerdan la enorme cantidad de libros que los rodeaban: invadían los rincones más insospechados, iban de la sala al comedor, al baño, al dormitorio, a los pasillos: asfixiaban todo espacio posible. Alcides Iznaga solía escribir sentado en un sillón (balance de caoba) sobre una tabla de igual madera, apoyada en los brazos del mueble. Nunca sentado tras su escritorio o buró, porque, claro, este se derrumbaba bajo los centenares de libros que solía tener encima.
Su poesía, de línea clara entre la melancolía y la esperanza, se resiste a las medidas, al número inflexible de sílabas, a las transacciones formales. Admirable, a la vez que conmovedora, su voz es una auténtica rareza en la historia de las letras cubanas.
¿El final? Idos los amigos, Aldo Menénez en España, enfermo, y Samuel Feijoó, cual fantasma andariego entre Las Villas y La Habana, sin apenas quitarse el sombrero "para que no se me vayan las ideas"; Alcides Iznaga muere abandonado, en medio de las carencias de los feroces años del llamado Período Especial. Meses antes había muerto su esposa, postrada tras una caída que le fractura la cadera. Escasos familiares −una hermana, una sobrina− venían a malatenderlos, hasta que un buen día no aparecieron más.
Él solía recorrer, desesperado, ansioso, los mercados agropecuarios cercanos a la casa, con la consabida jaba, como el mísero jubilado que era. Su muerte —¿suicidio?— queda inscrita en las nebulosas afectivas e insolidarias de aquellos años. A su muerte, la UNEAC, los familiares y el Poder Popular disputarían por sus libros y su casa.
Siguen dos poemas suyos.
Situación interior
Este refugio, mi lugar:
presidido de caos, de batalla y hechizo,
de claro terror y blanda duda.
Hasta las playas de la soledad
llega el chirrido del mundo;
( no deslumbra ese brillo; )
pero estoy herido,
de duro pensamiento, y certeza razón,
de implacable análisis y convencimiento.
En ese círculo desolado donde han ardido tantos,
sin evasión posible, de soledad herido.
Triste pavorosamente, maravillado triste.
El tiempo lento dobla su sombría campana:
martillea mi oído.
Hermético, sin adivinar salida a un agua devorante.
Suspenso
Todo en suspenso
en este recinto de silencio,
como torres, como raíces
como mar sereno
o sabana de inmóviles palmas
o arroyo de quieto cielo.
¡Sin memoria ni pensamiento,
el alma, Nada mismo!
¡Solo el Tiempo!